DOMINGO
La militancia en tiempos de datos y redes sociales

Generación Z en campaña

Big data & política es el primer libro de Luciano Galup, uno de los analistas de marketing y consultoría con mayor proyección de los últimos años. Realiza un análisis pormenorizado de cómo la información se ha convertido en uno de los bienes más valiosos, y las redes sociales en el medio esencial para la comunicación política en el siglo XXI, donde los dirigentes deben reformular radicalmente su vínculo con los ciudadanos.

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Generación Z. La militancia en tiempos de datos y redes sociales. | Carolina Vilar

Una nueva generación recorre América Latina y se incor­pora a la política. Se los llama Generación Z, son los que nacieron en el siglo XXI y no conocieron el mundo ni las relaciones interpersonales sin redes sociales. Entre 2018 y 2019 la región tendrá al menos catorce eleccio­nes presidenciales. En todas ellas estarán habilitados para votar jóvenes que construyeron sus mecanismos y formas de sociabilidad en y desde la red. Un universo gigante y en expansión al que las vías tradicionales de comunicación le resultan, como mínimo, alternativas. O, directamente, ajenas.

Las redes sociales se han convertido en una presencia permanente en la vida de la mayoría de los ciudadanos. Y también en la justificación de muchos de los temblores que sacuden a un mundo cada vez más difícil de comprender desde los marcos conceptuales que heredamos del siglo XX. Para la mayoría de los latinoamericanos, las redes so­ciales son la principal fuente de consumo de información, de participación política y de socialización. (...)

El triunfo de Jair Bol­sonaro en Brasil y el avance de las extremas derechas en Europa se sumaron a los inquietantes ascensos de Donald Trump en los Estados Unidos y el Brexit en Gran Bretaña. En todos esos procesos las redes sociales jugaron un papel importante y fueron, en general, acusadas de responsables de los avances de los autoritarismos y nacionalismos.

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El rol que cumplen las redes sociales e internet en nues­tras formas de organización y reproducción de sentido re­quiere pensarlas y repensarlas. Si durante muchos años las personas se conectaban entre sí en el sindicato, en el partido político o en el club del barrio, es decir, en el marco de ins­tituciones fuertes, que dotaban de sentido las pertenencias, hoy esas conexiones se debilitan y nacen nuevas, a través de las redes. Esta fragmentación construye también formas autoritarias de participación y alimenta o amplifica discur­sos de odio que ya no encuentran formas de ser procesados como lo fueron durante el tramo final del siglo XX y prin­cipios del XXI.

El propósito de este libro es divulgar los repliegues de un campo del que emergen, a borbotones, interrogantes y claroscuros. Un campo necesario para la política, para los gobiernos, pero, sobre todo, para garantizar la participa­ción ciudadana en la cosa pública, en las cuestiones que son de interés público porque afectan la vida y el futuro de to­dos. Reivindicar la comunicación política es reivindicar el derecho de los ciudadanos a acceder a información clave para su participación democrática y su relación con el poder político. La propuesta es hacer un recorrido por una parte de la teoría del vínculo entre entornos digitales y política, pero fundamentalmente relacionar las cuestiones teóricas a la práctica. La práctica de quienes tienen la responsabilidad de hacer comunicación digital y la práctica cotidiana de ciu­dadanos que se conectan cada vez más con lo político desde interfaces digitales.

Si los triunfos de Margaret Thatcher en el Reino Unido y de Ronald Reagan en Estados Unidos a principios de los años 80 marcaron el inicio del mundo neoliberal, las elecciones en Inglaterra y Estados Unidos de 2016 abrie­ron una herida fatal para el relato de un liberalismo glo­bal. La victoria de Donald Trump y del Brexit empezaron a delinear un mundo en el que la globalización sin fronte­ras deja paso a un nacionalismo de guerra comercial y furia xenófoba. Ante este cuadro, las redes sociales, que nacie­ron con promesas de democracias abiertas, horizontales y participación de todos en un mercado globalizado, hoy se integran con comodidad al retroceso de esas promesas y al resurgimiento de una humanidad mucho más polarizada y reducida a cámaras de eco, que no encuentra formas de in­teracción entre sí.

Hablamos de resurgimiento porque se les suele adjudi­car a las redes sociales fenómenos que no necesariamente les son exclusivos, como la fragmentación de los colectivos a la que asistimos o el desarrollo de sociedades agrietadas y enfrentadas entre sí. Estamos aturdidos y la solución que encontramos fue sentar a las redes sociales en el banquillo de los acusados hasta que confiesen ser culpables de nuestros miedos. Lo cierto es que hoy el mundo no está más polari­zado que los Estados Unidos durante la guerra de Vietnam, la Argentina durante la proscripción del peronismo o el planeta entero durante la Guerra Fría. Las sociedades no son más autoritarias que las de 1940 y la información falsa que circula no es muy distinta a la que circuló en nuestro país durante la guerra de Malvinas. La novedad en estos días es que parecen dar por tierra con las utopías de fin de milenio, en las que Francis Fukuyama anunciaba el fin de la historia y las ideologías o cuando Anthony Giddens y el ex primer ministro británico Tony Blair soñaban con el surgi­miento de una tercera vía que iba a superar las tensiones del neoliberalismo y el marxismo para condensar los conflictos políticos en una era global de desarrollo. Esta declaración altisonante sobre el fin de las ideologías hoy está desdibuja­da. Hoy en todo caso hay un efecto de desmemoria, como si no recordáramos que existió un mundo de polarización y conflictos previo a la caída del Muro de Berlín. Las redes sociales no tienen responsabilidad en que hayamos confia­do en el advenimiento de una era eterna de ausencia de con­flictos y antagonismos.

Lo curioso es que en el mismo momento en que las tecnologías de la información se diseminan por el mundo, cuando gran parte de los ciudadanos de todo el planeta tie­nen en sus manos dispositivos que los conectan con el pun­to más distante en tiempo real, cuando las autopistas de la información alcanzan su máxima potencialidad, inimagina­ble hace poquísimo tiempo atrás, el proyecto globalizador cruje. Otra de las paradojas es que en el momento en que la humanidad tiene mayor información a su alcance y ma­yor libertad para producirla, el resurgimiento de los auto­ritarismos, los nacionalismos y las noticias falsas también es significativo. Nunca hubo tanta libertad de expresión y, curiosamente, esta libertad se encuentra amenazada como hace muchos años no lo estaba. El gran desafío es cómo de­fender esa libertad que ofrecen las redes y, al mismo tiempo, limitar el crecimiento del odio y la violencia en esos espa­cios. Una tarea que hasta ahora, quedó demostrado, no es nada sencilla.

Montados a esta ola de forma indefinida y de destino incierto, pensar la política implica no solamente diseñar es­trategias para ganar elecciones, sino buscar formas de ad­ministrar lo público, la comunicación pública, para acercar a los ciudadanos, a los Estados y a los políticos en lugar de profundizar la brecha que los distancia.

La mejor forma de tomar decisiones es estar informados. Ciudadanos bien informados sobre los asuntos públicos tienen mejores y mayor cantidad de herramientas para defi­nir sus acciones. Quienes hacemos comunicación y quienes trabajamos comunicando política tenemos la responsabili­dad de generar mejores formas de que la ciudadanía esté informada, para brindarle herramientas de decisión cada vez más amplias. Produciendo una comunicación que en­riquezca y fomente la participación ciudadana. Aportando al debate y evitando la proliferación de información falsa, sin hurgar en la intimidad de las personas, sin contribuir al discurso del odio.

No se trata de gestionar estrategias de comunicación y datos para sacar el mayor provecho electoral, sino de pensar las formas en que la comunicación política contribuye a la gestión de gobierno y a definir el vínculo de los ciudadanos con sus representaciones. Las redes sociales, el uso de datos y la comunicación estratégica tienen mucho más para apor­tar. Son herramientas que no deben limitarse a la búsqueda de la explotación de las emociones de los ciudadanos o a reproducir sus formas de sentir y de pensar para ofrecerles opciones de eficacia probada con el único objetivo de atraer su atención. La tarea es, fundamentalmente, profesionalizar las formas en que los gobiernos cuentan historias y comu­nican políticas públicas.

Esta época de cambios que nos proponen las tecnolo­gías de la comunicación debemos pensarla como un cambio radical para gran parte de la cultura política heredada. Con dirigentes que interactúan a diario con los ciudadanos, que escuchan además de hablar. Las interfaces del siglo XX le enseñaron a la política a hablar. El presente le exige, además de decir, escuchar y dialogar. Básicamente, porque se desa­rrolla sobre redes colaborativas que, a diferencia de los me­dios tradicionales, permiten que los ciudadanos respondan y reaccionen a lo que reciben.

El problema es que esta esfera pública llena de voces y ruidos fuera de su control confunde no solo a quienes, du­rante décadas, se acostumbraron a ser escuchados pero no a escuchar, sino también a quienes piensan que las redes so­ciales son una forma de democracia directa y que podemos tener democracias sin partidos políticos.

A pesar de postear y tuitear, los ciudadanos se sienten cada vez menos importantes, más frustrados, por el lugar que se les asigna. Las redes sociales también aportan a ese sentimiento de intrascendencia. No es lo mismo tener la libertad de opinar que tener legitimidad para acceder a la esfera pública, por eso asistimos a una reconfiguración de las condiciones para el ejercicio de la ciudadanía política. Las redes sociales generan una expectativa frustrada: ciuda­danos que acceden a esa esfera pública para no ser tenidos en cuenta. No todos los tuits valen lo mismo y la mayo­ría de ellos no exceden el alcance de la conversación en la fila de un supermercado. Esta separación entre posibilida­des de expresión y legitimidad para expresarse es parte de los síntomas del presente. Es la diferencia entre decir y ser escuchado.

La conectividad permite a los ciudadanos estar más informados además de participar, opinar y denunciar los conflictos en sus territorios, comunidades o espacios la­borales. Cada teléfono móvil es una herramienta para mejorar las políticas públicas. Tenemos que incorporar a los ciudadanos digitales a la conversación sobre las decisiones que se toman, evitar las frustraciones. Para ser más eficientes, pero también para recuperar la confianza. Pero para eso se requiere más política, no menos. La política es el único poder de los que no tienen poder. La política tiene que articular derechos. Los más vulnerables necesitan de la política para no seguir perdiendo. Para no perder definitivamente.

La política no está gestionando la complejidad del mundo que vivimos. Tenemos que inventar una nueva política que recupere prestigio y reputación de cara a los ciudada­nos. Y tenemos que hacerlo con las redes sociales como herramienta. No por elección, sino porque son las redes so­ciales la forma en las que una parte de nuestras sociedades ha construido sentidos compartidos con otros (...).

El tiempo de la historia

Atravesamos un vértice de la historia en proceso de fractu­ra. Las instituciones crujen, los países crujen, las sociedades crujen y la globalización cruje. Sobre este resbaladizo piso de la realidad, nuevas generaciones nacidas en el mundo de la internet se incorporan no solo a la vida en comunidad, sino también a la política. En simultáneo, viejas generaciones em­piezan, de a poco, a perder peso en la toma de decisiones.

En pocos años llegará su retiro definitivo de los ámbitos de poder. Su influencia se irá achicando hasta extinguirse y la generación online tomará definitivamente las riendas.

Si ya de por sí es difícil predecir o anticipar el mundo en que viviremos en apenas unos años, más lo es dar algún tipo de certezas en medio de un terremoto. Sin embargo, hay algunas pistas, al menos dos, que sirven para configurar escenarios posibles, mundos posibles.

Una de ellas es que una generación se está yendo de la política y otra se está sumando. La que se va es la última en incorporar tecnologías digitales como usuarios tardíos, extemporáneos. Pero, además, esa generación construyó lazos y mediaciones mucho más estables con la política, creció y vivió en un mundo donde las instituciones o las distintas formas de organizaciones sociales eran el único ca­mino aceptado –y aceptable– para participar del debate público. Las instituciones tradicionales eran, para esta ge­neración en retirada, las que daban sentido poderoso a los mecanismos de participación. Sin estructura, se entendía, no había participación. Sus voces solo cobraban sentido, y sonido, como parte de un esquema corporativo. En cambio sus voces en soledad, aisladas e individualizadas, se perdían en el viento.

La otra pista es que la que se incorpora es una genera­ción de ciudadanos móviles, con sentidos de pertenencia mucho más líquidos, dinámicos y de bordes más difusos. Nacidos y criados en la era de las redes sociales. Mucho más difíciles de “engañar”, porque tienen capacidades más sofisticadas para desarrollar una vida en red.

Los años próximos, el futuro inmediato, seguirán mos­trando ese choque, ese desencuentro generacional. Los contrastes entre “jóvenes” y “viejos”, entre lo “nuevo” y lo “viejo” seguirán dejando rastros y repercusiones en las formas en que la participación política se configura bajo las leyes de los medios sociales.

Este cambio generacional tendrá impacto directo en las formas de consumir información y cultura. Los medios de broadcasting, sobre todo la televisión, no van a desaparecer, pero sí verán diluirse su hegemonía año a año, hasta per­derla. Surgen y surgirán nuevos lenguajes, nuevas narrati­vas que cruzarán, a su vez, las formas de hacer política, de relatar la política para incidir sobre el imaginario colectivo. Para eso se elaborarán nuevas propuestas comunicaciona­les, que nacerán de ideas que buscarán quebrar para siempre la mecánica tradicional utilizada para contar la política.

En la política del futuro, incluso del futuro inmediato, tendrán un rol cada vez más preponderante los jóvenes que hacen campañas o participan del debate público como pro­tagonistas de sus causas, sin la mediación de organizaciones o estructuras tradicionales. Quieren hablar, quieren crear, quieren ser escuchados. Saben cómo hacerlo y tienen las herramientas para hacerlo.

De estos núcleos se nutrirá la creatividad colectiva, que en las próximas campañas tendrá cada vez mayor influen­cia. Las posibilidades se multiplican cuando una parte de la creatividad de la campaña se saca de los búnkers y se organiza en torno a las comunidades que apoyan a un can­didato o impulsan una causa. Soltar una parte de las cam­pañas a la creatividad colectiva implica saber que no se va a controlar todo el contenido, pero que se va a ganar en historias que contar y que surgirán, a su vez, formatos innovadores.

Será sano y beneficioso para los comandos tradiciona­les de campaña ceder una parte de este control. Deberán reconocer la presencia de estos grupos. Así como la indus­tria del entretenimiento tuvo que aceptar que los fans no le “robaban” contenidos sino que amplificaban el alcance de los mismos, la comunicación política deberá apostar a mi­litantes desestructurados –o al menos outsiders de las es­tructuras clásicas– que sean capaces de crear y multiplicar.

Las redes permiten fortalecer y multiplicar exponencial­mente campañas de causas sin líderes claros. Experien­cias como #NiUnaMenos o #AbortoLegal muestran a los jóvenes movilizados alrededor de causas y con una fuerte participación política dentro y fuera de la red. Historias de personas comunes que lleven causas adelante. La fragmen­tación de la conversación política parece mostrar un camino en esa dirección. Formas de participación menos institucio­nalizadas y polimorfas, en causas en las que una de las pri­meras evidencias será la falta de confianza en lo viejo.

Otra certeza es que la tecnología tendrá cada vez más peso en las formas de sociabilidad, en el control de los ciu­dadanos y en las mediaciones de lo político. Los algorit­mos gobernarán partes cada vez más importantes de las estrategias y la toma de decisiones de la comunicación po­lítica. Conviviremos con algoritmos e inteligencia artificial. Quienes no tengan recursos para usar eficientemente estas herramientas tendrán fuertes desventajas para acceder a la esfera pública en igualdad de condiciones.

Poco a poco pierden poder quienes eran los administra­dores de la información –los gatekeepers– durante gran parte de la historia reciente. La cantidad de datos que pro­ducimos y la relativa libertad que tiene la información para viajar hacen que las viejas estrategias de censura se vuelvan no solo inefectivas, sino que muchas veces generen el efecto contrario: ampliar el alcance de lo que se intentaba enterrar. Eso no quita que sigan existiendo asimetrías entre quienes participan del debate público. Los bloqueos informativos hoy cobran otra forma. Formas como la saturación de in­formación en redes digitales desbordadas de datos. Produ­cir ruido para bloquear rivales u opositores será mucho más efectivo que silenciarlos.

Las transformaciones tecnológicas en la producción de información también afectarán la producción de informa­ción falsa o fake news. Es cada vez más accesible para con­sumidores hogareños tecnología que hasta hace poco estaba solo disponible para la industria del entretenimiento y los efectos especiales. Hoy casi cualquier ciudadano con un equipo básico puede falsear no solo imágenes sino también video. Es posible, y sin muchos recursos invertidos, lograr que un líder político hable y diga lo que un usuario quiere, con una veracidad

asombrosa. La capacidad de hacer que un presidente de cualquier país declare un estado de sitio o haga un chiste fuera de lugar impulsará a nuevos niveles la necesidad de los ciudadanos de reconocer y diferenciar los hechos de las ficciones. Algo similar sucedió cuando la humanidad descubrió que se podían adulterar fotografías durante el siglo XX. Con el tiempo fuimos capaces de

in­corporar esa desconfianza sin implicancias negativas para el debate público, pero no distinguir la diferencia entre un video real y uno falso tendrá impacto directo en el negocio de los productores de información falsa.

La disponibilidad de la información, su procesamiento y análisis pueden generar un nuevo tipo de desigualdad en las campañas políticas que excede –aunque está rela­cionada– a la económica. El presupuesto disponible no es la variable única para medir el poder de fuego de un comando de campaña, porque ya no alcanza con volcar recursos a la calle, comprar espacios publicitarios y acce­der por los canales tradicionales. La capacidad de captar y utilizar información y la existencia de grupos de científi­cos de datos capacitados para transformar esa información en conocimiento tienen un rol cada vez más relevante en todo el mundo. (...)

El uso de la tecnología no se agota en las estrategias de comunicación. El surgimiento de ciudades cada vez más “inteligentes”, en las que los datos de los ciudadanos se utilizan para organizar el tránsito, la espera en hospitales públicos o la red de transporte público, u otras nuevas for­mas de incorporar la ciudadanía a la gestión de gobierno tendrán impacto directo sobre la política y sobre el rol que históricamente cumplieron los gobernantes.

Todos –o casi todos– los cambios y novedades de las que hablamos aquí ya existen y se pueden aplicar. No son ideas de ciencia ficción, sino desarrollos de tecnologías ac­tuales. Lo que hagamos con toda esa capacidad disponible aún está por verse. Después de todo, tenemos una gran ha­bilidad para volver humano e imperfecto todo lo que está al alcance de nuestras manos.