DOMINGO
LIBRO / Los escuadrones de la Fuerza Area en Malvinas

Halcones en las islas

Dos nuevos libros suman su aporte al debate y la comprensión del conflicto armado que marcó a fuego la historia reciente del país. Rosana Guber reconstruye la increíble valentía de los pilotos argentinos que, con medios claramente inferiores, pusieron en jaque a la flota británica durante la guerra de 1982. Y Archibaldo Lanús convocó a un grupo de especialistas para volver a pensar un auténtica causa nacional que atraviesa toda la sociedad argentina.

El conflicto en imagenes. Uno de los A-4B Skyhawk en pleno ataque. Los aviadores junto a sus máquinas. Y el HMS Coventry, uno de los buques de la Armada Británica hundido durante la guerra por los pil
| Cedoc Perfil
Eso fue improvisación en su máxima expresión”, me dijo Alberto Filippini (primer teniente, 30 años en 1982), jefe de la escuadrilla Lanza del Primer Escuadrón durante la guerra. Supo que algo pasaba esa mañana de viernes porque notó una desusada quietud en la V Brigada de Villa Reynolds. Atravesó los cien metros que separan los monoblocks y el predio militar de la Brigada, demasiado sobre la hora de la formación matinal. Argumentó en su descargo que se trataba del aniversario de su matrimonio, precisamente un 2 de abril. La sorpresa los abarcaba a todos, incluyendo al joven alférez Guillermo Dellepiane (24 años, Segundo Escuadrón), que había estado de guardia desde el jueves mientras, sin saberlo, los buzos tácticos argentinos tocaban tierra en las inmediaciones de Port Stanley. La quietud era sonora y visual; en una base aérea de movimiento diurno y nocturno, el silencio decía la novedad en el jefe de la brigada, brigadier Carlos Alloatti, en los oficiales y los suboficiales de los grupos técnico, de base o logístico, en el Grupo Aéreo bajo la jefatura del comodoro Juan Laskowski, y en el personal civil. La sorpresa de Filippini y de los treinta oficiales de los dos escuadrones de A-4B Skyhawk, los aviones distintivos de la V Brigada Aérea desde los años 60, debió parecerse bastante a la del resto de los argentinos: una sonrisa de beneplácito por una causa de soberanía pendiente largamente compartida como nacional y popular, y una mueca de desconcierto. Pero se diferenciaba en un punto: para ellos, la noticia de la recuperación suponía algún grado de involucramiento directo aunque desconocido, que el Estado Mayor de la Fuerza decidiría en las próximas horas o habría decidido ya.
La novedad se fue instalando en cada uno de ellos y en sus familias, ratificando un actor colectivo. La Brigada según el término castrense, o la Base según los vecinos de la localidad puntana de Villa Mercedes, capital del departamento Pedernera, a 15 kilómetros de Reynolds, era el ámbito de una estrecha sociabilidad marcada por los tiempos e inquietudes de una unidad militar que giraba en torno a un aparato volador.
Es que la vida cotidiana allí era difícilmente individual. Nucleados por una misma institución y pagados, entrenados, alimentados, albergados e instruidos por ella, la comunidad se ejercía y confirmaba entre los oficiales solteros en el Casino de Oficiales, las familias que residían en los edificios de la Fuerza, monoblocks de dos plantas seccionados en cuerpos de dos departamentos por piso, los jefes de brigada y de grupo que residían en chalets dentro del distrito propiamente militar, y los suboficiales que vivían tanto en los monoblocks para suboficiales, a 200 metros de los de oficiales, como en Villa Mercedes.
Conectadas por una angosta ruta de doble vía bastante oscura e irregular por las noches, Reynolds y Mercedes estaban integradas, además, en el empleo de algunas esposas de oficiales en la docencia, la administración bancaria y los juzgados, y en los muchos suboficiales puntanos, oriundos de la zona o que hacía años se habían radicado en la ciudad y no estaban sometidos a la rotación de destinos que sí afectaba a los oficiales. Las dos localidades también se integraban en el empleo doméstico de civiles mercedinas en las instalaciones de la Brigada y en las viviendas de algunos oficiales. Villa Mercedes ofrecía escuelas para los hijos, servicios médicos de mayor complejidad, el servicio religioso de la Iglesia de Nuestra Señora de las Mercedes, bailes y demás circunstancias en que varios hombres que pasaron por Reynolds encontraron a quienes serían sus esposas. La integración era además una cuestión ambiental, como cuando los mercedinos levantaban la vista al escuchar, antes de verlos partir o regresar, a los A-4B en vuelo.
Sin embargo, y pese a esta integración, Reynolds no dejaba de ser un mundo aparte. Villa Mercedes estaba afuera y un poco “lejos”, con servicios de ómnibus en horarios de traslado de personal desde y hacia la Brigada; una ciudad aún pequeña en una provincia secundaria de Cuyo, todavía considerada “de paso” entre las grandes ciudades argentinas –Buenos Aires, Rosario y Córdoba– y la provincia de Mendoza con sus pasos cordilleranos a la República de Chile. San Luis también estaba en el centro de importantes localizaciones aeronáuticas: al norte, la Escuela de Aviación Militar (EAM) de la Ciudad de Córdoba; al oeste, la Escuela de Pilotos de Caza y la IV Brigada Aérea en El Plumerillo, Mendoza; al sudeste, la VI Brigada Aérea de Tandil en la provincia de Buenos Aires, y al este, la sede político-militar y administrativa de la Fuerza Aérea en la Ciudad de Buenos Aires.
A diferencia de todas estas localizaciones, los oficiales de la V Brigada no residían en la ciudad ni disponían de una vida social alternativa. Villa Mercedes, por entonces, no tenía mucho que ofrecer salvo su centro comercial para el abastecimiento y una restringida vida cultural: un cine sin calefacción, alguna confitería, un restaurante, un par de hoteles, las dos plazas céntricas y la calle angosta frente a la estación ferroviaria del ramal Sarmiento, donde se juntaban los hombres a tomar y a cantar seguramente cerca de varios prostíbulos. Pocos atractivos en comparación con la pasión por los A-4B: el encuentro entre amigos y camaradas que estaban cerca porque eran, además de vecinos, camaradas, subalternos y superiores, eventualmente miembros de la misma escuadrilla y del mismo escuadrón; las actividades sociales generadas por el jefe de brigada, las fechas patrias y castrenses que ordenaban el ciclo anual, los asados en el quincho de oficiales y los partidos en la cancha de tenis, los tés de las mujeres-esposas de oficiales convocadas por la esposa del jefe de brigada. Familias nucleares lejos de sus familias parentales, matrimonios jóvenes en los monoblocks y hombres solteros en los cuartos del casino, comiendo en el comedor o invitados por alguno de los matrimonios.
Reynolds proveía de familias sustitutas pero extremadamente presentes, que se reconocían con el término de referencia que los hijos de los oficiales aprendían para dirigirse a los camaradas de sus padres y a sus esposas: “tíos” y “tías”. Largas jornadas, orden cerrado, buen estado físico, guardias, reconvenciones, y el entretiempo en el bar del Grupo Aéreo jugando a los dardos y tomando un trago. Vidas ordenadas en horarios, en rutinas, en rutinas de vuelo. Sueldos apenas suficientes y un costoso tubo de kerosén por semana, para calefaccionar parte del departamento cuando las temperaturas descendían a bajo cero en invierno. Entonces se reunían con amigos en la cocina para comer y tomar algún licor casero. Y cuando el verano trajera un calor que rondara los 40 ºC, sería el momento de la cerveza y de la piscina de oficiales.
Reynolds era un mundo aparte, con su paisaje de vegetación xerófila de molles, chañares y espinillos, y alguna fauna silvestre de jabalíes y pumas que hacían estragos en los corrales vecinos. Destacando el páramo agreste y despojado donde vivían, sus habitantes se jactaban con ironía de que Reynolds era “la capital del cardo ruso”, ese que solía verse en los westerns norteamericanos rodando a campo traviesa impulsado por el viento; el mismo que veían desde las ventanas de la cocina.
En este marco, la novedad de aquella mañana del 2 de abril debió involucrar ipso facto a las familias de los hombres que servían en la Brigada, y de distintos modos a todos aquellos que ya habían partido a comienzos del 82 hacia otros destinos como la Escuela de Aviación Militar, un curso en el exterior, y otras brigadas aéreas como la VI que volaba Dagger y la VIII que volaba Mirage. En las mentes de todos ellos la novedad debió ser rápidamente decodificada como “guerra en ciernes”, antes incluso de que la conducción política nacional se convenciera de que todo aquel movimiento culminaría en un conflicto armado de proporciones.
La guerra sería en el sur y sobre el mar. Así lo confirmó la prensa cuando Gran Bretaña preparaba el escarmiento de los argies con el envío escalonado y continuo de una flota impresionante y aleccionadora. Más de un centenar de embarcaciones de distinto porte y función (portaaviones, ataque, de-sembarco, logística, reabastecimiento, ambulancia, hospital, frigorífico), con diversos recursos defensivos y ofensivos (especialmente sus sistemas misilísticos y sus aviones de combate) y distinto cargamento (combustible, comida, personal, jefatura, helicópteros, aviones, etc.), evolucionaba a lo largo del Atlántico. La Royal Task Force fue llegando al sur en varias oleadas totalizando dos portaaviones, ocho destructores, quince fragatas, siete submarinos (seis de ellos nucleares), dos buques de asalto y seis buques logísticos, tres buques ambulancia, un transatlántico hospital, dos transatlánticos para transporte de tropas, dos barreminas, un rompehielos, dos buques de patrullaje, otros dieciséis auxiliares, y aproximadamente cuarenta y cuatro embarcaciones requisadas a la marina mercante que ya mencionamos como Stufts (nota 3). Esta enormidad fue desplazada entre fines de marzo, cuando el incidente de las Georgias, y el 23 de mayo, con la entrada de la última nave en pleno desarrollo bélico (Smith 2006). Los contingentes se reunían en la base norteamericana de Wideawake, en la Isla Ascensión, y seguían su curso hacia el nordeste del archipiélago de Malvinas.
Aun cuando no se conociera la dimensión de la fuerza enemiga, los oficiales navales argentinos sabían de la complejidad de la segunda flota de la OTAN (en inglés NATO, North Atlantic Treaty Organization). Dado que la V Brigada pertenecía a la Fuerza Aérea, ninguno de estos elementos le resultaban familiares ni tampoco pertinentes, pero considerando que los A-4B eran aviones de caza o, más específicamente, cazabombarderos livianos, y que sus misiones consistían en ataques desde el aire a la superficie (terrestre, para la Fuerza Aérea), este conocimiento sería imprescindible si se les instruía actuar en un teatro aeronaval.
Malvinas presentaba, entonces, un problema nuevo para todos los aeronáuticos militares, y que cada piloto, cada escuadrón, cada sistema de armas debería resolver. El desafío radicaba en atravesar el mar Argentino y combatir en un espacio aerooceánico contra otras unidades aéreas y unidades de superficie marítima, todo lo cual había estado vedado a los pilotos militares. Planteado en estos términos, las opciones eran aceptar o rechazar el reto. Como el desafío había sido aceptado por el Estado Mayor de la Fuerza, habría que levantar el guante. La pregunta pasaba a ser, entonces, si la FAA combatiría limitándose a la responsabilidad colateral, o si avanzaría hacia un posicionamiento de responsabilidad primaria o incluso específica. Cualquiera de estas opciones implicaba un alto grado de improvisación, primero por requerírsele operaciones en un espacio aéreo que hasta entonces había pertenecido a otra jurisdicción, y segundo, por no disponer de los medios (ofensivos) ni del entrenamiento para actuar en él. En Villa Reynolds, imaginar y concretar este avance fue un proceso que comenzó aquella mismísima mañana del 2 de abril y se extendió durante los 74 días de la presencia argentina en las islas. En su transcurso, la improvisación debería convertirse en experiencia.