DOMINGO
La ambición económica que puede destruir todo

Naturaleza furiosa

En Esto lo cambia todo: el capitalismo contra el clima, Naomi Klein plantea que el cambio climático es una alerta que llama a replantearnos nuestro modelo económico, y considera que la reducción masiva de emisiones de gases de efecto invernadero es la única oportunidad de acortar las enormes desigualdades económicas y reconstruir las economías locales. Los desafíos que enfrentamos.

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Extremos. Olas de frío y de calor, inundaciones y sequías, fenómenos que afectan a todos, sin diferencia de niveles sociales y económicos. Cuáles son los deberes y las obligaciones de los gobiernos. | telam

Sabemos que, si seguimos la tendencia actual de dejar que las emisiones crezcan año tras año, el cambio climático lo transformará todo en nuestro mundo. Grandes ciudades terminarán muy probablemente ahogadas bajo el agua, culturas antiguas serán tragadas por el mar y existe una probabilidad muy alta de que nuestros hijos e hijas pasen gran parte de sus vidas huyendo y tratando de recuperarse de violentos temporales y de sequías extremas. Y no tenemos que mover ni un dedo para que ese futuro se haga realidad. Basta con que no cambiemos nada y, simplemente, sigamos haciendo lo que ya hacemos ahora, confiados en que alguien dará con el remedio tecnológico que nos saque del atolladero, dedicados a cuidar de nuestros jardines, o lamentándonos de que estamos demasiado ocupados con nuestros propios asuntos como para abordar el problema. Lo único que tenemos que hacer es no reaccionar como si ésta fuera una crisis en toda la extensión de la palabra. Lo único que tenemos que hacer es seguir negando lo asustados que realmente estamos. Y de ese modo, pasito a pasito, habremos llegado al lugar que más tememos, aquel del que hemos tratado de apartar nuestra vista. Sin necesidad de esfuerzo adicional alguno. Hay formas de evitar este desalentador futuro o, cuando menos, de hacerlo mucho menos aciago. El problema es que todas ellas implican también cambiarlo todo. Para nosotros, grandes consumidores, implican cambiar cómo vivimos y cómo funcionan nuestras economías, e incluso cambiar las historias que contamos para justificar nuestro lugar en la Tierra. (...)

El cambio climático, sin embargo, no ha sido nunca tratado como una crisis por nuestros dirigentes, aun a pesar de que encierre el riesgo de destruir vidas a una escala inmensamente mayor que los derrumbes de bancos y rascacielos. Los recortes en nuestras emisiones de gases de efecto invernadero que los científicos consideran necesarios para reducir sensiblemente el riesgo de catástrofe son tratados como poco más que sutiles sugerencias, medidas que pueden aplazarse por un tiempo más o menos indefinido. Es evidente que el hecho de que algo reciba la consideración oficial de crisis depende tanto del poder y de las prioridades de quienes detentan ese poder como de los hechos y los datos empíricos. Pero nosotros no tenemos por qué limitarnos a ser simples espectadores de todo esto: los políticos no son los únicos que tienen el poder de declarar una crisis. Los movimientos de masas de gente corriente también pueden hacerlo. (...)

Planificación energética

El argumento climático a favor de que nos replanteemos el carácter privado de las empresas de esos sectores es especialmente relevante en lo que se refiere al papel del gas natural, que muchos gobiernos tratan de promocionar actualmente como “combustible puente” alegando que, durante el tiempo que nos lleve realizar una transición completa hacia fuentes de energía de carbono cero, el gas podría usarse como alternativa a combustibles fósiles más sucios como el carbón y el petróleo. No está ni mucho menos claro que ese puente sea necesario, a la vista de la velocidad del cambio a las renovables en países como Alemania. Y la idea misma de que el gas natural sea “limpio” presenta no pocos problemas, como veremos.

Pero desde la perspectiva de la planificación, el problema más inmediato de esa estrategia es que, para que ese concepto de puente funcionase de verdad, habría que hallar el modo de garantizar que el gas natural se utilizase solamente como sustituto del carbón y del petróleo, y no en detrimento de las energías renovables. Y ésa es una preocupación real. En Estados Unidos, por ejemplo, la avalancha de gas natural barato procedente del fracking ha supuesto ya un perjuicio para el mercado eólico en ese país, hasta el punto de que la cuota de la nueva electricidad procedente de la energía eólica se desplomó allí desde el 42% que representó como mínimo en 2009 hasta el 25% en 2010 y el 32% en 2011, años claves en los que se produjo la eclosión del fenómeno del fracking.

Además, habría que hallar también el modo de acabar con la extracción de gas en cuanto hubiésemos completado el “puente” hacia un futuro renovable, pues el gas no deja de ser un importante emisor de gases de efecto invernadero. Existen diversas vías para diseñar un sistema que cumpla con esos objetivos específicos. Los gobiernos podrían ordenar la construcción o adaptación de plantas “de ciclo combinado”, mejor preparadas para acelerar o ralentizar la generación de energía en función de la necesidad de apoyo a las energías eólica y solar, por ejemplo, que exista en cada momento.

Los gobiernos podrían también vincular muy estrictamente los permisos para la construcción y apertura de nuevas centrales termoeléctricas de gas al cierre o desconexión de otras de carbón. Igualmente crucial resultaría, según Ben Parfitt (experto del Canadian Centre for Policy Alternatives en el estudio de los efectos de la fracturación hidráulica), que estuvieran en vigor “tanto a nivel regional como estatal regulaciones que obligaran a la existencia de un vínculo entre el lugar en el que se produce el gas, la manera en que se produce y la generación final de la electricidad derivada de aquél”, lo que significa que las centrales eléctricas sólo podrían emplear gas del que estuviera demostrado que tiene unas emisiones más bajas durante su ciclo de vida que las del carbón. Y eso posiblemente descartaría del todo el gas obtenido por fracturación hidráulica. También habría que implantar barreras a la capacidad de las compañías para exportar su gas con el fin de impedir que éste se consuma en países que no imponen tales restricciones. Estas medidas limitarían muchos de los riesgos relacionados con el gas natural, pero desde luego no todos, aunque sí neutralizarían en buena medida la rentabilidad lucrativa del sector. (...)

La conclusión que cabe extraer de todo ello es simple. Ninguna empresa privada en el mundo quiere quedarse sin negocio y cerrar; su objetivo es expandir su mercado. De ahí que, si hubiera que utilizar el gas natural como combustible de transición a corto plazo, tendría que ser una transición dirigida muy de cerca por la ciudadanía y orientada al interés de ésta: los beneficios obtenidos con las ventas actuales deberían reinvertirse en tecnologías renovables para el futuro, y el sector debería tener restringida la libertad para permitirse el crecimiento exponencial que está experimentando actualmente gracias al boom del gas de esquisto (el que se extrae mediante fracturación hidráulica). (...)

Y, de repente, todo el mundo

En los últimos años ha habido muchos momentos en los que diferentes sociedades han decidido de pronto que ya estaban hartas y han querido expresarlo abiertamente, desafiando todas las previsiones de expertos y analistas. Entre ellos se incluyen desde la Primavera Arabe (con su particular reguero de tragedias, traiciones, etc.) hasta el llamado “movimiento de las plazas” en Europa (donde los manifestantes ocuparon el centro de diversas ciudades durante meses), pasando por Occupy Wall Street y los movimientos estudiantiles en Chile y Québec. El periodista mexicano Luis Hernández Navarro se ha referido a esos raros momentos políticos en los que el cinismo parece derretirse con sólo tocarlo como la “efervescencia de la rebelión”.

Lo más llamativo de estos vuelcos, durante los que las sociedades se ven engullidas por la demanda de un cambio transformador, es que muy a menudo cogen a todos los observadores por sorpresa, pero especialmente a los propios organizadores de esos movimientos. Es una historia que ya he oído contar muchas veces: “El día antes, estábamos sólo mis amigos y yo, soñando con planes imposibles, y al día siguiente, todo el país parecía estar allí, en la plaza, junto a nosotros”. Y la sorpresa de verdad, para todos los implicados, es que nos damos cuenta de que somos muchos más de los que nos habían dicho que éramos; que anhelamos más y que, en ese anhelo, estamos más acompañados de lo que jamás habíamos imaginado.

Nadie sabe cuándo surgirá el próximo momento de efervescencia de ese tipo, ni si vendrá precipitado por una crisis económica, por otro desastre natural, o por algún escándalo político. Lo que sí sabemos es que, desgraciadamente, en un mundo que se calienta año tras año, no faltarán los desencadenantes potenciales. Sivan Kartha, científico titular del Instituto de Medio Ambiente de Estocolmo, lo plantea así: “Lo que hoy nos parece políticamente realista puede tener muy poco que ver con lo que nos parezca políticamente realista después de que unos cuantos huracanes Katrina, ‘supertormentas’ Sandy y tifones Bopha más nos hayan azotado”.

Es verdad. El mundo tiende a parecernos diferente cuando los objetos y pertenencias que nos ha costado toda una vida acumular son arrastrados de pronto por la corriente de una riada, calle abajo, o convertidos en pedazos y reducidos a escombros y basura. (...)

La ideología del libre mercado ha quedado desacreditada tras décadas de desigualdad y corrupción crecientes, que le han restado buena parte de su anterior poder persuasivo (aunque no de su poder político y económico). Y las diversas formas de pensamiento mágico en las que tantas (y muy preciosas) energías se habían malgastado –desde la fe ciega en los milagros tecnológicos hasta el culto a los multimillonarios benevolentes– también están perdiendo su anterior influjo con bastante rapidez.

Poco a poco, somos muchos los que vamos cayendo en la cuenta de que nadie va a venir a salvarnos de esta crisis, y de que, para que se produzca algún cambio, el liderazgo tendrá que brotar desde abajo, desde las propias bases de la sociedad.

Por otro lado, también estamos significativamente menos aislados los unos de los otros de lo que estábamos incluso hace tan sólo una década. Las nuevas estructuras edificadas sobre los escombros del neoliberalismo –los medios sociales, las cooperativas de trabajadores, los mercados de frutas y hortalizas directas del productor, los bancos locales de bienes compartidos, etc.– nos han ayudado a encontrar comunidades donde hasta hace poco no existía nada más que la fragmentación característica de la vida posmoderna. De hecho, gracias en particular a los medios sociales, muchísimos de nosotros participamos continuamente en una conversación global cacofónica que, por exasperante que pueda resultar en ocasiones, carece de precedentes comparables en cuanto a su alcance y su poder.

En vista de todos estos factores, no cabe duda de que la próxima crisis nos llevará de nuevo a las calles y a las plazas, lo que volverá a cogernos a todos por sorpresa. La verdadera pregunta que cabe formularse es qué harán las fuerzas progresistas con ese momento, y con qué poder y confianza lo aprovecharán. Porque esos momentos en los que lo imposible de pronto parece posible son muy raros y preciosos. Eso significa que debemos sacarles el mayor partido posible.

La próxima vez que surja uno de ellos, debe utilizarse no sólo para denunciar lo mal que está el mundo y para acotar unos fugaces espacios liberados en el centro de las grandes ciudades, sino que debe ser el catalizador que facilite la reacción que nos conduzca a construir realmente el mundo en el que todos podamos estar seguros. Hay demasiado en juego –y es muy poco el tiempo que nos queda– como para que nos conformemos con menos.