DOMINGO
LIBRO

Populismo papal

Con la mirada cáustica que lo caracteriza, en Dios en el laberinto Juan José Sebreli traza una historia de las religiones y analiza las raíces “nacionales y populares”, vinculadas al primer peronismo, de Jorge Bergoglio, así como la impronta que quiere darle a su papado. Una corriente eclesiástica con la veneración de “los pobres” como categoría homogénea y portadora de valores superiores a los de la clase media.

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Conductor. “Tanto la Teología de la Liberación, desde el padre Mugica en adelante, como la Iglesia del pueblo, tanto Bergoglio como los curas villeros, fueron seguidores de los caudillos de turno, en especial de Perón”. | Shutterstock
El mundo de la Iglesia es tan complicado que resulta difícil etiquetar a alguien como Bergoglio y sus múltiples facetas. Su ascenso al papado provocó la indignación de los kirchneristas. Se dice que en el cónclave anterior, donde fue elegido Ratzinger, un lobby de argentinos, entre kirchneristas, jesuitas, políticos oficialistas con cargos importantes y ex montoneros, enviaron a Roma un dossier para impedir su designación. Su triunfo tras la renuncia de Ratzinger fue repudiado por los intelectuales orgánicos del kirchnerismo: Horacio González lo acusó de usar “simbología lingüística” al hablar de los pobres, curiosa denominación que parecería ser una proyección inconsciente del propio lenguaje hermético de los escritores de Carta Abierta.

Las agrupaciones Madres y Abuelas de Plaza de Mayo se lanzaron en el primer momento contra el nombramiento del nuevo papa, pero, sumisas a las órdenes de Cristina Kirchner, dieron rápidamente un giro y, siguiendo la clásica táctica de la ex presidenta cuando cambiaba de rumbo, acusaron al amigo, en este caso a Verbitsky, del supuesto error en la apreciación de Bergoglio, dejando mal parados a sus acólitos.

Más aún, Cristina, sin demora, usó alevosamente en una campaña electoral la foto de una entrevista con el Papa. Los peronistas tradicionales, en cambio, lo acogieron como a uno de los suyos.

Bergoglio no es fácil de clasificar porque en él se mezclan la religión con la política, la ideología con el pragmatismo rayano en el oportunismo. Puede ubicárselo por toda su trayectoria como un conservador popular, “un papa peronista”, según lo definió The Economist. Era un peronista a la antigua usanza, más cercano todavía a la derecha fascistizante y contrario al neopopulismo latinoamericano encarnado en el chavismo y el kirchnerismo. El documento de la V Conferencia General del Consejo Episcopal Latinoamericano (Celam) realizada en Aparecida en 2006, redactado entre otros por Bergoglio, denunciaba “el avance de diversas formas de regresión autoritaria por vía democrática que, en ciertas ocasiones, derivan en regímenes de corte neopopulista”. Se lo obsequió a Cristina Kirchner señalándole con ironía que la iba a ayudar a saber cómo piensan los obispos latinoamericanos.

El estilo del papa Francisco es novedoso y distinto tanto del de Wojtyla como del de Ratzinger, pero el contenido dogmático tiene continuidad: Ratzinger, que había sido el mentor intelectual de Wojtyla, lo designó para la conducción de la conferencia del Celam y avaló el documento político y social crítico contra el neopopulismo latinoamericano escrito en parte por Bergoglio, aunque después cambió su manera de pensar cuando los gobiernos neopopulistas latinoamericanos entraron en el ocaso (...).

El concepto “Iglesia de los pobres”, tan usado hoy por el papa Francisco que algunos creen de su autoría, no sólo fue empleado en las reuniones de obispos latinoamericanos, sino antes, en el primer populismo de los años 40 y 50.

Seguramente el entonces seminarista Bergoglio lo haya oído decir a su líder Perón en un discurso ante los obispos: “Nuestra religión es una religión de humildad (…) Es la religión de los pobres (…) sólo por causas que conocen bien los eminentes prelados que me honran escuchándome se ha podido llegar a una subversión de los valores y se ha podido consentir el alejamiento de los pobres del mundo para que se apoderen del templo los mercaderes y los poderosos y, lo que era peor, para que quieran utilizarlo para sus fines interesados”.

Es posible que el autor fantasma de este discurso haya sido el jesuita Hernán Benítez, por lo menos eran sus ideas. Su propuesta utópica y mesiánica de una sociedad corporativa que superara el individualismo capitalista y el colectivismo soviético lo alejó a la vez de la Iglesia y del pragmático Perón; la compensaba Evita a la que trató de convertir en santa apócrifa.

Expulsado de la orden, y aislado de los viejos peronistas, su mesianismo coincidía con el incipiente peronismo de izquierda y aun con los montoneros, con quienes contribuyó a crear el mito de Evita revolucionaria, opuesta al aburguesado Perón.

Con una indiferencia por el sentido de las palabras, llegó a proclamarla “teóloga de la liberación”.

La teología latinoamericanista, la teología de los pobres y los intelectuales populistas se apropiaron también de los movimientos de reivindicación étnica, de los cultos afroamericanos y del indigenismo, en parte inventados por el profesor Rodolfo Kusch en La seducción de la barbarie (1953) y El pensamiento indígena y popular en América (1971).

Según esta nueva teología, el catolicismo vaticanista no era sino una faceta más del imperialismo y del colonialismo, y debería oponérsele la religiosidad popular, sincretismo del cristianismo primitivo con cultos indígenas o negros, o simplemente con mitos y supersticiones surgidas del pueblo.

No solamente los kirchneristas cambiaron, sino también Bergoglio. Como papa, promovió la Iglesia de los pobres y para los pobres, y se reconcilió con los teólogos de la liberación. Ya Ratzinger había hecho algunas concesiones en 2012 al designar como titular de la Congregación de la Doctrina de la Fe al arzobispo alemán Gerhard Müller, objetado por la curia romana porque pasaba sus vacaciones entre los campesinos latinoamericanos y había escrito con Gustavo Gutiérrez Del lado de los pobres.

Teología de la liberación
Leonardo Boff, en su momento sancionado por Ratzinger por su prédica, exaltó a Bergoglio cuando éste ya era papa. Se puede pasar con facilidad de un lado al otro y los adversarios de ayer, Boff y el papa Francisco, terminaron dando una misa juntos, en el Vaticano.

Francisco siguió congraciándose con sus antiguos adversarios. Recibió a Gutiérrez en Roma y concelebró misa con él y con Müller. “Es un papa realmente profético”, dijo Gutiérrez en un reportaje de L’Osservatore Romano. Los teólogos de la liberación son ahora profetas desarmados, combatientes en el ocaso y ya no constituyen ningún peligro para el Vaticano, e incluso sirven al interés del Papa por sacarse la etiqueta de conservador y arrogarse el título honorífico de “profeta”.

El alma del pueblo y la pobreza como virtud
Carlos Mugica, el cura villero emblemático, recomendaba a sus jóvenes discípulos de clase alta “ascender a las clases populares, deben hacerse pobres”. Las características peculiares del pueblo según los católicos populistas se deberían a cualidades del alma y no a condiciones sociales y económicas.

El obispo Bergoglio fue uno de los introductores en sus locuciones de la frase “alma del pueblo”, que supuestamente los intelectuales y la clase media serían incapaces de sentir. En un discurso a los jesuitas en 1974, y luego en el tedeum del 25 de mayo de 1999, instaba a beber de “las reservas culturales de la sabiduría de la gente corriente” y a no hacer caso de “aquellos que pretender destilar la realidad en ideas”.

De algún modo contraponía el concepto comunitarista de pueblo al liberal de individuo. La otra faceta del populismo católico es el antiindividualismo, que termina siempre con la exaltación de un único individuo, desde el jefe de la barra del barrio, pasando por el “puntero” político, hasta llegar al líder político carismático reverenciado como el salvador de los pueblos y que es siempre el caudillo demagogo de un régimen autoritario.

Tanto la Teología de la Liberación, desde el padre Mugica en adelante, como la Iglesia del pueblo, tanto Bergoglio como los curas villeros, fueron seguidores de los caudillos de turno, en especial de Perón, que ha sido indiferente a las ideologías, incluso a las religiosas, y sólo fue atraído por el poder y la manipulación de las masas siguiendo las lecciones de la “conducción militar”. La imaginaria identidad del pueblo es impuesta desde arriba por el líder, cuyo carisma deriva en parte de su capacidad demagógica y su carácter patológico.

El comunitarismo es una forma de religión social y, como toda religión, necesita de rituales. El padre Pepe habla de la “fiesta en la calle” de la villa, ése sería el ritual, pero es negar la realidad de que en la villa no hay calles sino pasillos oscuros y lodazales intransitables y peligrosos por los tiroteos entre bandas rivales. El mismo tuvo que escaparse por estar amenazado de muerte. Antes que imaginar cotillones hay que pensar en no hundirse en el barro, en sortear las balas en los tiroteos, conseguir medios de transporte que se animen a acercarse, enfrentar a los narcotraficantes y solucionar la crisis de vivienda. No hacen falta más capillas o canchas de fútbol, ni nada se solucionará con procesiones, peregrinaciones, imágenes de santos milagreros y ceremonias rituales, arengas, homilías, rezos, velas en los altares o citas del Evangelio sobre los pobres, cuando lo que se necesita son simples materialidades: ladrillos, asfalto, electricidad, agua potable, cloacas, gas y, sobre todo, escuelas, hospitales, talleres de aprendizaje y también bibliotecas populares, como las que organizaban los socialistas y los anarquistas en la era prepopulista. La solución no la darán las buenas intenciones de los curas, sino educadores, médicos y también arquitectos y urbanistas que sustituyan esas inhabitables casuchas por construcciones dignas. Pero para esa transformación es necesaria, antes, la recuperación de un Estado de derecho destruido por las dictaduras militares y los populismos, con instituciones estables, eficientes, incorruptas y capaces de crear las condiciones para terminar con la desocupación y la miseria (...)

Dualidad de los últimos papas ante la modernidad
La “Iglesia de los pobres” no la inició Bergoglio sino Wojtyla, cuando todavía no se había inventado ese rótulo. Era un papa políticamente muy activo y dejó la parte intelectual en manos del cardenal Ratzinger, al frente de la ex Inquisición, que preludió, de ese modo, la línea ideológica acentuada durante su propio papado.

La preocupación por los temas sociales, por la desigualdad y la pobreza, no es nueva, es un reciclaje de la antigua Doctrina Social de la Iglesia. La justicia social que pregonan los populistas está lejos del Estado de bienestar de la democracia republicana occidental, que establece las mejoras sociales como derechos de los ciudadanos incorporados a las leyes y no en las dádivas de los populismos, que deben agradecerse a quien las otorga, ya sea la Iglesia o el Estado o los jefes carismáticos (...).

El Concilio Vaticano II afirmará cambios en lo político, como lo muestran, entre otras, las encíclicas del papa Juan Pablo II Sollicitudo Rei Sociales (1988) y Centesimus Annus (1991) que propiciaban reemplazar regímenes corruptos, dictatoriales, por regímenes democráticos.

Tras la caída del Muro de Berlín, desaparecido el comunismo, las críticas se limitaron al capitalismo liberal: el capitalismo deshumanizado y el individualismo egoísta. Ratzinger, con su dosis de kulturpessimismus a la alemana, y Bergoglio, con su lastre de conservadurismo popular a la argentina, seguirán esa misma línea, en una versión posmoderna de la antiilustración de los papas de siglos anteriores.

La Iglesia critica, con razón, el desenfrenado consumismo promocionado por un productivismo desbocado y el mercado sin ningún control, que llevan al deterioro del medio ambiente, al aumento del delito, a la droga y al alcohol, consecuencias de una vida atormentada y sin sentido. La descripción de los síntomas es acertada pero no lo es, en cambio, el diagnóstico de sus causas y, por lo tanto, tampoco sus recetas de curación. La alternativa ofrecida por los valores cristianos consiste en un moralismo anacrónico y represivo que, imposible de imponer, aun en el seno de la propia Iglesia, sólo conduce a la hipocresía y a la doble moral que terminó explotando en los escándalos sexuales y financieros del Vaticano en el cambio de siglo.