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Umberto Eco: “Se hace periodismo para las elites”

Revela cómo ideó Número cero. Explica por qué necesita seguir dando clases y cómo perdió la fe. Sus nuevos proyectos.

Ensayos. Escribió más de cuarenta, como Confesiones de un joven novelista.
| Dibujo: Pablo Temes

El reconocido semiólogo y escritor Umberto Eco realizó una interesante entrevista al diario El Tiempo de Bogotá, reproducida por el diario PERFIL en agosto de 2015, en la que habló de su último libro, del periodismo y de sus proyectos.

A continuación la transcripción: 

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—Nadie se cree que un libro de Umberto Eco se lea en dos tardes. Este último, Número cero, no parece escrito por usted…
—Mis novelas anteriores eran sinfonías, éste es un solo de Charlie Parker. Lo mejor fue la llamada de mi editor francés, que me hizo mucha ilusión: “Umberto, ¡esta novela parece escrita por un jovencito!”. Mis novelas anteriores me tomaron al menos seis años de trabajo cada una, pero ésta se basa en experiencias personales, en noticias políticas fáciles de encontrar, y sólo me ha ocupado durante un año.

—¿Tan mala imagen tiene de los periodistas?
—Describo un periódico asqueroso, que juega con la información no para publicarla, sino para especular. Por lo general, los periódicos no son así. Pero ilustres periodistas italianos como Scalfari me han dicho: “Umberto, señalas algunos de nuestros problemas más graves, las taras del periodismo de hoy”. Roberto Saviano, tal vez exagerando, ha dicho que es un manual de periodismo. ¿Qué denuncio yo? Si un periódico entrevista al presidente, el poder de influencia de esa entrevista debería ser sobre el público, no sobre las altas esferas, que es lo que está sucediendo. Se hace periodismo para las elites. El chantaje de hoy no es que yo le digo a mucha gente que usted ha robado, sino que se lo cuento solamente a dos. Voy a la mesa de una persona importante, le cuento la noticia y sugiero que podría contar más. Ahí es donde los periódicos tienen su verdadero poder, no sobre el hombre de la calle que lee el mismo texto de una forma distraída y no se da cuenta de los mensajes en clave. ¿Por qué hay tantos pequeños periódicos que venden muy poco pero reciben subvenciones? Porque su función es la de enviar un mensaje privado. Dicen: “Yo sé algunas cosas y podría decir más”, y con eso consiguen favores.

—Usted dice que se puede engañar diciendo la verdad. ¿Cómo?
—¡Claro! Es lo que hacen los periodistas que activan la máquina del fango; no es necesario lanzar acusaciones muy graves: de asesinato, robo… Si no tienes eso y quieres desacreditar a alguien, basta una sombra de sospecha sobre el comportamiento cotidiano. Hay un juez italiano al que destruyeron con una chorrada: lo describieron sentado en un banco, en un parque público, no hay nada malo en eso, pero no se corresponde a la imagen clásica que tenemos del juez. Se dijo que quizás fumaba marihuana como otra gente que iba al parque, que era extraño que estuviera allí con tantos casos pendientes en su juzgado, se puso énfasis en sus calcetines ridículos de colores…

—Sus novelas anteriores daban pie a teorías de la conspiración, pero ahora parece usted reírse de ellas…
—Uno de los periodistas se pregunta: “¿Y si en vez de ejecutar a Mussolini hubieran matado a su doble?”. Todo se basa en detalles de la verdad histórica. La historia de Mussolini me atrae, cuando huía de Italia y le salió al paso su esposa no quiso ni saludarla; eso es un hecho real, del que el periodista fantasioso extrae la conclusión de que no era el auténtico Mussolini. Mussolini forma parte de mi vida; fui muy amigo de Pedro, el militar que lo arrestó. Y conocí al coronel Valerio, que lo mató, del cual se descubrió años después quién era; Walter Audisio, que vivía a dos manzanas de mi casa.

—Se ocupa también últimamente de lo que llama el “stay-behind”, las operaciones secretas de los Estados…
—Es escalofriante ver todos los crímenes que cometen a diario los Estados, pero no sólo las dictaduras, sino también los Estados democráticos. No se salva un solo país. Mis personajes de Número cero acaban diciendo que se irán a América Latina.

—Pero no será porque allí no hay crímenes…
—Sí, pero ellos dicen que al menos allí no son secretos, porque ya se sabe que el narcotráfico forma parte de las estructuras de ciertos Estados. Italia, a principios de los 90, todavía parecía que podía salvarse, porque empezaban los grandes procesos judiciales contra la corrupción, pero hoy ya está igual que esos países que han asumido como una fatalidad que el crimen
se introduzca en las estructuras estatales. Italia asume que el crimen forma parte del Estado, que está ahí infiltrado.

—¿Aún da clases?
—Bueno, voy una vez al mes a Bolonia. Doy alguna, sobre todo conferencias, dirijo la escuela superior que organiza los doctorados. Tengo la necesidad de hablar en público y explicarme, debo calmar esa necesidad. Dar clases permite darte cuenta de que haber escrito un libro sobre un tema no quiere decir que conozcas bien ese tema. En un libro te quedas tan ancho, dices: “La influencia de Baudelaire en Joyce”, y ya está, pero en clase los alumnos te exigen que se lo aclares bien y así descubres nuevas cosas y planteamientos falsos. Yo ya nunca escribo un libro sobre un tema sin haber dado antes clases sobre eso.

—De hecho, su libro más influyente es “Cómo se hace una tesis”, ¿verdad?
—Yo diría que hasta el más leído. Millones de estudiantes lo han usado en todo el mundo como guía para redactar sus tesis. Ahora lo han publicado en Estados Unidos y tiene unas críticas entusiastas; sigue siendo útil en la era de internet, aunque yo lo haya escrito a mano. Después de mi muerte, ése será el único libro que me sobrevivirá.

—Pero para la gente es un novelista. ¿Le disgusta?
—No, porque la mayoría de mis obras se dirigen a un público más restringido. Yo escribí mi primera novela tardíamente; cuando salió El nombre de la rosa ya tenía 48 años. Quería editar unos 2 mil ejemplares de ese libro en una pequeña editorial muy selecta, pero me llamaron enseguida el gran Giulio Enaudi y el director de Mondadori para ofrecerme un gran contrato y una tirada de 30 mil ejemplares, sin haberlo leído. Me emocioné, y con el dinero de ese adelanto me compré una maleta de cuero, muy bonita, que todavía conservo.

—Hay varios editores que cuentan que usted salvó sus editoriales con “El nombre de la rosa”…
—Ah, sí, como Esther Tusquets, que la publicó en español. Cuando empecé con ella, trabajaba allí, en Lumen, Beatriz de Moura, la fundadora luego de Tusquets, y su marido; estaban reconvirtiendo una editorial de libros religiosos en otra más literaria, y no fue sino conmigo, y con Mafalda de Quino, cuando empezaron a tener éxito. Beatriz era la más guapa de la Feria del Libro de Frankfurt. Eso es mucho…

—¿Qué son los eruditos hoy?
—Es una paradoja, pero la verdad es que suelen ser perdedores. Vivimos en un mundo en que el físico que gana el Premio Nobel no sabe nada de la historia de la literatura. Puede haber un corrector de libros que sea un sabio, pero ese conocimiento excelso no le sirve para nada en la vida. Hoy se da un fenómeno de hiperespecialización, que es muy estadounidense. Así que los grandes sabios son muchas veces empleados de correos a media jornada u oficinistas grises. El otro día le dije a un prestigioso profesor de Literatura Francesa de una universidad de Estados Unidos que estábamos llegando a un “taylorismo” de la cultura, es decir, que cada uno es capaz de hacer una sola cosa. Y me preguntó: “¿Qué es el taylorismo, Umberto?”.

—Se ha publicado que prepara usted una secuela de “El nombre de la rosa”.
—No. Sí me lo pidieron, pero dije que no. Fue mi editor en inglés. No le diré la cantidad que me ofreció. Pero ese libro ya está escrito y no hay más que añadir.

—¿Perdió la fe estudiando a Tomás de Aquino?
—Coincidió, sí, percibí unos problemas político-religiosos que me alejaron de la Iglesia. Mi tesis doctoral la empecé habitando el mundo de Santo Tomás y la entregué desengañado, cuando ya vivía en otro mundo. Eso le da al texto un carácter más rico, porque tiene ambas visiones, desde dentro y desde fuera.

—¿En qué trabaja?
—En cosas filosóficas y semióticas, preparo la edición de todos mis escritos de semiótica, serán unas 3 mil páginas. La semiótica es muy útil, yo la llamé “la teoría de la mentira” porque hay unos signos que se ocupan de algo que me permite decir lo que hay, pero, aún más, hay otros que me permiten decir lo que no hay y nunca ha estado. La semiótica es todo aquello que se utiliza para decir mentiras. Otro trabajo enorme que tengo es revisar todas las traducciones de mi nueva novela, y debatir con los traductores de cada lengua.

 

Confesiones de un no tan joven novelista

—Cuándo era niño ¿qué quería ser de mayor?
—Antes de los cinco años, conductor de tranvía, porque siempre que subía a uno me fascinaba la maleta tan bonita que tenía, con todos los billetes dentro. Mi editora, hace veinte años, encontró una maleta de esas y me la regaló. Luego quise ser oficial del ejército, crecí en la época fascista. Andaba como un soldado por la calle, digamos que hasta los ocho o nueve años. Luego ya quise ser periodista. Pero me inscribí en la Facultad de Filosofía, aunque no me veía haciendo carrera universitaria, me parecía algo muy complejo, buscaba trabajo en editoriales con la idea de, a los 40-45 años, hacerme profesor sin mucho compromiso.

—Nadie se cree que un libro de Umberto Eco se lea en dos tardes. Este último, Número cero, no parece escrito por usted…
—Mis novelas anteriores eran sinfonías, este es un solo de Charlie Parker. Lo mejor fue la llamada de mi editor francés, que me hizo mucha ilusión: “Umberto, ¡esta novela parece escrita por un jovencito!”. Mis novelas anteriores me tomaron al menos seis años de trabajo cada una, pero esta se basa en experiencias personales, en noticias políticas fáciles de encontrar y solo me ha ocupado durante un año.

 

(Fragmento de la entrevista publicada en la revista Bocas del diario El Tiempo de Bogotá).