DOMINGO

Un hombre todopoderoso

Sobran las hipótesis sobre la muerte de Alberto Nisman, pero una de las certezas es que Antonio Horacio Stiuso, alias “Jaime”, fue una herramienta fundamental en su investigación del caso AMIA. En SIDE. La Argentina secreta, Gerardo “Tato” Young cuenta cómo se movía el ex director general de Operaciones de la Secretaría de Inteligencia, a quien Néstor Kirchner puso a colaborar con el fiscal cuya muerte conmociona al país.

Verdad y justicia. En 1994 la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA) sufrió uno de los peores atentatos terrorista con 85 muertos.
| Cedoc

Jaimito les dicen a los revoltosos, a los chiquitos traviesos. Jaimito o Jaime le dicen desde hace años a Antonio Horacio Stiuso. ¿Pero quién es Jaime? ¿A quién le importa un tal Jaime? No se muestra en público, no hace declaraciones, en los diarios apenas se lo mencionó alguna vez. Sólo sus íntimos lo tratan por su nombre. El resto lo llama por su apodo, Jaime, que en inglés se dice James, el nombre de pila de Bond, James Bond. Cuando firma un documento oficial, lo hace con su nombre de fantasía: Aldo Stiles. Ese es el nombre que le puso el Estado para moverse entre nosotros. Desde hace 34 años.

Con ese nombre cobra el sueldo. Con ese nombre rinde gastos que nadie controla. Con ese nombre, Aldo Stiles, miente y dice verdades que escuchan muy pocos y nos afectan a todos.

Jaime se mueve en silencio porque el silencio es su lugar para moverse. Pero está en muchos lados al mismo tiempo. (...) Jaime es Jaime dentro de las paredes más celosas de la Argentina. Dentro de la Secretaría de Inteligencia. Allí pasa doce horas por día. Vive para eso. (…) Pero vayamos por el principio. Jaime se presentó en público el 1º de octubre de 2003, cuando tuvo que declarar como testigo ante el Tribunal que debía resolver si condenaba a los únicos acusados de participar en el atentado a la AMIA. Allí le preguntaron por sus datos personales. Allí se presentó:

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—¿Nombre completo?
—Antonio Horacio Stiuso.

—¿Fecha y lugar de nacimiento?
—21 de junio del ’53, en Capital Federal.

—¿Estado civil?
—Divorciado y casado de hecho.

—¿Ocupación?
—Agente de la SIDE.

Agente de la SIDE, dijo Jaime. En realidad, para esa época era mucho más que un agente. Era el director general de Operaciones, un cargo que lo colocaba por encima de todos los agentes. Jaime era el tercero en la línea de mando dentro de un organismo que conserva su estructura verticalista desde que era manejado, hasta hace poco más de veinte años, por las Fuerzas Armadas. A la SIDE de hoy la administra directamente el presidente, que designa al jefe de la SIDE y a su segundo, el subecretario de Inteligencia. Debajo de ellos están Jaime y los otros, los muchos otros.
Como todos los servicios de inteligencia del mundo, la SIDE hace del secreto la razón de su existencia. La Secretaría de Inteligencia está para hacer, en secreto, lo que el gobierno no podría hacer de otro modo. ¿Por qué hay cosas que no se pueden hacer a la vista de todos? ¿Por qué nos ocultan cosas? Jaime no se hace esas preguntas, como tampoco los 2.500 empleados de la SIDE. Son muchos empleados. La misma cantidad que el servicio secreto español, la CNI (Central Nacional de Inteligencia), con problemas de seguridad bastante más graves que los nuestros, como el terrorismo de ETA o, desde el atentado del 11 de marzo de 2004 en la estación Atocha, nada menos que los seguidores de Bin Laden. Muchos empleados tiene la SIDE. Una enormidad si se la compara con la CIA, en un país con una población ocho veces mayor a la nuestra y con 17 mil empleados para librar sus infinitas batallas alrededor del mundo.

Tres segundos
La SIDE mata, la SIDE chupa, la SIDE tortura, extorsiona, coimea, te escucha, te filma, pinta paredes, patotea, toma whisky traído de contrabando.
La SIDE es el ratón que gobierna las cloacas de la Nación. Pero también pudo ser otra cosa. Tuvo su oportunidad histórica a partir de la mañana del 18 de julio de 1994, un lunes que parecía cualquier otro, mientras los porteños se desesperaban en el tráfico, abrían oficinas, lamentaban la reciente eliminación del seleccionado de fútbol del Mundial de Estados Unidos. A las 9.53 de ese 18 de julio, una explosión destruyó, en apenas tres segundos, un edificio de hormigón de nueve pisos ubicado en la calle Pasteur al 600. El edificio donde funcionaban la mutual más importante de la comunidad judía argentina (AMIA) y la delegación política de esa comunidad (DAIA). El edificio donde trabajaban cientos de personas y otras asistían para buscar trabajo, visitar parientes, hacer trámites. Murieron 85 personas. La mayoría bajo los escombros, otros mientras caminaban por la calle, trabajaban en la vereda o paseaban por el Once viendo las vidrieras de los comercios. Jaime estaba en su oficina de la base Estados Unidos repasando los apuntes de un operativo policial que preparaba con Naldi. Dos meses atrás habían resuelto el secuestro y asesinato de un empresario, Ricardo Ospital, y ahora planeaban otro golpe mucho más espectacular contra una supuesta banda de narcotraficantes

Primeros pasos
Nadie dio la orden, pero tampoco hizo falta. Todos en La Casa asumieron que la base Estados Unidos debía hacerse cargo de la investigación del atentado. Al fin y al cabo, era la base que investigaba la explosión en la Embajada de Israel y la que seguía de cerca a los sospechosos de terrorismo. Pfinnen se encargaría de la Triple Frontera, de tomar contacto con los servicios extranjeros y de buscar alguna pista entre los delegados de La Casa alrededor del mundo.

Pero Jorge Lucas, y sobre todo Jaime, debieron ponerse al frente de la investigación. Cerca de cuarenta agentes fueron enviados al lugar de la explosión para interrogar a los testigos y observar entre los escombros, mientras Lucas y Jaime definían cómo y hacia dónde buscar. Es fácil imaginar hacia dónde apuntaron. Jaime debió recordar la imagen de Moshen Rabbani buscando autos o camionetas en la avenida Juan B. Justo. Debió recordar la enorme cantidad de ciudadanos árabes a los que venía siguiendo desde hacía dos años. Y debió recordar, quizá con desesperación, las escuchas telefónicas que desde hacía sesenta días se hacían sobre la embajada iraní. ¿Qué decían esas escuchas? ¿Había, allí, pruebas de la planificación? ¿Surgía de esos sesenta días de escuchas algún indicio que confirmara sus sospechas? Jaime Stiuso. Aldo Stiles. O Antonio para los íntimos. El mejor y el peor de todos, no podía saberlo. Los casetes con las conversaciones de horas y horas dentro de la Embajada de Irán habían sido enviados a Israel. La SIDE diría años después que ni siquiera tenía un traductor del farsí, el dialecto con el que se solían comunicarse los funcionarios iraníes. La SIDE estaba sorda y ciega. Jaime estaba sordo y ciego.

Ahora debían trabajar, y rápido. Jaime habló con Lucas y se pusieron en contacto con el juez federal que estaba de turno, Juan José Galeano. Al lado de Jaime ya se movían, siempre, las analistas Marta y Gabriela. Ellas le prepararon al juez un listado de números de teléfono para intervenir. La lista incluyó a los sospechosos que Jaime venía siguiendo desde hacía meses: un chalet de Vicente López donde vivía el embajador de Irán en el país, el de Moshen Rabbani, pero también sobre un grupo de argentinos a los que el Mossad ya les había puesto el ojo: los hermanos Alejandro y Karina Sain, vinculados a un tal Samuel Salman El Reda, un colombiano conocido de Rabbani a quien el Mossad le atribuía el manejo de células terroristas de Hezbollah en América Latina. (...)

Como había ocurrido tras el atentado a la Embajada de Israel, la hipótesis única de las primeras horas estaba dirigida a un coche bomba que hubiera sido estrellado contra la AMIA. Era el método del Hezbollah, aunque Hezbollah, que se supiera, nunca había exportado sus atentados fuera de Oriente Medio. El mismo día de la destrucción de la AMIA, Lucas ordenó revisar todos los estacionamientos dentro de un radio de diez cuadras alrededor del lugar de la explosión, para averiguar si en alguno había estado estacionado un auto o una camioneta que hubiera podido servir de coche bomba. También se ordenó buscar restos de algún vehículo entre los escombros. Aunque en las primeras horas alcanzaron a verse pedazos de una Trafic, todavía no se sabía si era de alguno de los vehículos estacionados en la calle Pasteur o el de los terroristas. Se mandaron los pedazos al departamento central de la Policía Federal, donde dormirían por semanas a la espera de alguna pericia.

El horror ante semejante atentado movilizó a más de 100 mil personas para pedir justicia frente al Congreso Nacional, en una ceremonia donde el silencio y los paraguas, bajo una lluvia suave pero persistente, le dieron un aire fúnebre pocas veces visto y oído. En el gobierno los ánimos no eran mejores. En las reuniones de gabinete, Hugo Anzorreguy culpaba a la Embajada de Irán, acaso porque era lo único que podía decir, y hasta propiciaba la intervención policial de esa embajada, idea que encantó a Menem hasta que el canciller, Guido Di Tella, razonó que iba a provocar un desastre diplomático que sólo podía ser preludio de más atentados. Las embajadas, recordó Di Tella, no eran territorio argentino aunque estuvieran
sobre el Obelisco.

Esas discusiones eran hijas del nerviosismo que se vivía en un gobierno que en apenas dos años había tenido que soportar dos golpes capaces de desestabilizar al más férreo de los gobernantes. (...)