DOMINGO
Detrás de escena de un fracaso descomunal

Un país en llamas

El periodista Damián Nabot reconstruye en Dos semanas. Cinco presidentes aquellos días de vértigo en los que la Argentina marchó hacia el abismo ante la desesperación, la indiferencia o las miserias de su clase política y la incapacidad de su gobierno de entonces. Aquí, los entretelones de la declaración del estado de sitio, la reacción popular que generó y la decisión final de Fernando de la Rúa de abandonar el poder.

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mensaje. De la Rúa repasa su discurso: buscaba aplacar, pero encendió las protestas. | cedoc

El presidente pide que le sugieran borradores. Los teclados de las oficinas comienzan a martillar. Poco después, tres versiones del discurso que anuncia la declaración de estado de sitio llegan a las manos de Fernando de la Rúa. Uno proviene de la Secretaría Privada, que comanda Leonardo Aiello. Otro fue redactado por el secretario general de la Presidencia, Nicolás Gallo, y Eduardo Fidanza. Un tercero llega desde la quinta presidencial de Olivos. Su autor es el hijo mayor del presidente, Antonio de la Rúa. Su texto propone una reacción audaz: limitar el estado de sitio a la provincia de Buenos Aires. Es la respuesta a los llamados desesperados de Carlos Ruckauf, quien reclama desde hace horas que se declare el estado de sitio en el país y llega a sugerir que se desplieguen las Fuerzas Armadas para ahogar las protestas.

La idea de Antonio de la Rúa implica asumir la responsabilidad por el estado de sitio, pero sugiere señalar a Buenos Aires como el germen de los males, una forma de expresar brutalmente sus sospechas de que los saqueos fueron orquestados por el peronismo bonaerense. Era una virtual declaración de guerra al PJ. La osadía que expresa la idea, en medio del aroma a entierro que exhalan las paredes del despacho presidencial, excita la imaginación del gabinete. Pero el ministro del Interior, Ramón Mestre, argumenta en contra de la propuesta del hijo del primer mandatario: cree que es incoherente limitar la declaración a una provincia cuando los saqueos estallaron también en otras latitudes, y vislumbra críticas por la intencionalidad política que exuda el discurso. La esperanza de alcanzar un entendimiento con Ruckauf y los justicialistas todavía sobrevive en su imaginación.

La mesa de análisis se completa con el canciller Adalberto Rodríguez Giavarini, Colombo, Gallo y el ministro de Justicia, Jorge de la Rúa.

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El presidente estudia los textos. Primero los elaborados en la Casa Rosada. Subraya algunas líneas y pasa otras rápidamente. Para la versión final tomará fragmentos de ambos y les agregará condimentos propios. El tercero, el ideado por Antonio de la Rúa, lo rechaza con un ademán.

El presidente redacta el texto definitivo.

Los intentos por convencer al ministro Ramón Mestre de que sea él quien lea el discurso que anuncia el estado de sitio resultan inútiles. Fernando de la Rúa atraviesa las últimas horas de la jornada como un espectro. Será el propio presidente quien se exponga en cadena nacional, a riesgo de evaporar las últimas filigranas de respaldo.

La cámara de televisión se monta velozmente en el Salón Dorado de la Casa Rosada. De la Rúa repasa una vez más el texto mientras alrededor sus colaboradores aguardan perturbados. La maquilladora retoca el rostro rígido del presidente. De la Rúa se mantiene ajeno a la intrusión. Tiene la mirada perdida en un punto cercano al lente de la cámara que lo observa con su ojo de cristal oscuro. Su hijo Antonio y Aiello le dan los últimos consejos.

—Estamos grabando. Cuando quiera, señor presidente –anuncia un técnico.

La primera prueba resulta insatisfactoria. Falta énfasis. Enseguida se prepara para un nuevo intento.

—Estamos grabando.

Entonces, las palabras quiebran el silencio sombrío que lo rodea: “Compatriotas, culmina un día difícil”. El maquillaje no logra disimular la palidez de su cara. “Han ocurrido en el país hechos de violencia que ponen en peligro personas y bienes. Y crean un cuadro de conmoción interior. Quiero informarles que ante eso he decretado el estado de sitio en todo el territorio nacional y he informado al Honorable Congreso”.

Tal como se lo sugirieron, se coloca cuidadosamente los lentes frente a la cámara. Y luego continúa: “Nuestro país vive horas difíciles, que muestran la culminación de un largo proceso de deterioro. En un contexto económico y social donde muchos argentinos sufren serios problemas, los grupos enemigos del orden y la concordia aprovechan para intentar sembrar discordia y violencia, buscando crear un caos que les permita maniobrar para alcanzar fines que no pueden alcanzar por la vía electoral”.

La referencia al justicialismo es elíptica pero evidente.

“Comprendo las penurias que sufren muchos de mis compatriotas. Las comprendo y las sufro”.

Llega el momento de entrelazarse los dedos para exhibir cercanía, como un abrazo a la distancia. De la Rúa cumple con la coreografía al pie de la letra.

“Pero la mayoría sabe que con violencia e ilegalidad no se sale de los problemas. Los problemas hay que afrontarlos, y eso estamos haciendo”.

Luego, el presidente promete un plan para repartir alimentos y vuelve a la carga con gestos de autoridad: “Decidí poner límite a los violentos que se aprovechan de las penurias ajenas”. Enfatiza cada palabra con la mano derecha, como en los avisos de campaña. Y se reserva para el final un mensaje para los comensales que siguen las vicisitudes de la jornada desde el hotel Elevage: “La situación requiere un amplio y responsable consenso para lograr las soluciones. Por eso convoco una vez más a los partidos políticos, a los gobernadores provinciales y a los bloques del Congreso Nacional para acordar las decisiones que exige la hora. Confío que muy pronto, con la unidad nacional como bandera, retomaremos el camino del crecimiento y superaremos los problemas que trabaron nuestro progreso.

La cadena nacional se cierra con la imagen congelada de la bandera nacional, mientras el locutor anuncia el fin del mensaje.

Millones de argentinos lo vieron y escucharon por televisión, desde sus hogares, en el trabajo, en los bares. Por la radio encendida en la cocina, a través de la emisora que resuena en los taxis, en el auto. La voz del presidente Fernando de la Rúa alcanzó millones de oídos con palabras pensadas para transmitir autoridad, empujar a quienes salieron a la calle a regresar a sus casas, contener la protesta que se ramificó por las avenidas del Conurbano y que se replica sin límite por las ciudades de la Argentina. El consejo de los asesores presidenciales, el deseo de un puñado de gobernadores, es una realidad. Fernando de la Rúa se inclina por la herramienta extrema de la Constitución, el resabio monárquico que limita las garantías constitucionales con el pretexto de la defensa del sistema.

Una lógica profundamente conservadora rige los actos del gobierno. Cuando los pasivos públicos se vuelven impagables, la reacción es nuevo endeudamiento. No hay cambios de rumbo sino una exacerbación de la continuidad. Los diarios la promueven con el nombre ilusorio de Blindaje. Ahora, frente a la erupción social, la respuesta es una limitación de los derechos. Estado de sitio.

El resguardo del poder sitiado.

Pero a esas palabras concebidas para demostrar autoridad la sociedad les atribuye un significado opuesto. En la insondable densidad de la trama social, donde inesperadamente y cada tanto, como el paso imprevisto de un cometa, las subjetividades se alinean en una misma dirección, el discurso es interpretado como el desplante autoritario de un gobernante incapaz.

Aquello que debía generar retracción, miedo, sumisión, se convierte en hartazgo; la gota que colma el vaso. Entonces se oye un ruido, un golpeteo acompasado, débil al principio, más fuerte luego, más grave y sonoro, se aproxima con una continuidad irreductible y se amplifica sobre el espacio de la ciudad, los edificios, las ventanas, las veredas. Cada uno de los protagonistas del poder siente su impacto, la idea de una multitud y la certeza de la advertencia final.

El presidente Fernando de la Rúa parte hacia la quinta de Olivos, donde los ministros le transmiten descorazonados el estallido del cacerolazo (...).

A su alrededor, Chrystian Colombo, el canciller Adalberto Rodríguez Giavarini, Loiácono, Gallo y Lombardo se miran sin expresar opiniones. Un silencio lúgubre aplasta el corazón de la Casa Rosada. Fernando de la Rúa preside el escritorio de su despacho mientras su círculo de confianza espera una palabra que defina el destino del gobierno. Se sujeta el mentón sumergido en los fangales de su mente, absorto. La falta de reacción extiende la certeza de un final irremediable. Los espectros que lo acorralan son la violencia en las calles y los muertos de la represión, la posibilidad de que la situación sólo empeore con las horas, el proyecto de juicio político que espera en la Cámara de Diputados, los saqueos que el gobierno presencia impotente y las voces de su propio partido político que anuncian su renuncia.

De pronto, De la Rúa toma una hoja y una lapicera, se levanta y se aparta hacia una mesa, al otro lado del amplio despacho presidencial. Nadie se atreve a acompañarlo. El resto apenas atina a seguirlo con la mirada. El presidente se sienta lentamente frente a la mesa y por un instante se detiene ante la hoja en blanco. Los segundos se estiran eternamente. No levanta la mirada. Entonces, abre lentamente la lapicera y traza las letras del encabezado:

“Señor presidente provisional del Honorable Senado, ingeniero Ramón Puerta…”.

Las distintas formas del desconsuelo atraviesan a los testigos de la escena, ambiciones que se desmoronan, postales del éxito que jamás

llegarán, honores que se desvanecen y la certeza de un fracaso que

ya nunca los abandonará (...).

Desde el exterior llegan voces y gritos como los bramidos de una fiera hambrienta. Fernando de la Rúa se mueve mecánicamente hacia la salida.

—Señor presidente, la seguridad de la rampa no está garantizada. No se puede salir por tierra –la sentencia del jefe de la Casa Militar se interpone como una orden.

 —¿Cómo? –pregunta De la Rúa absorto.

—Vamos a traer el helicóptero –para el militar, su objetivo es cumplir exitosamente una misión: retirar al presidente sin rasguños de la Casa Rosada. Una vez fuera, dejará de ser su responsabilidad. La más larga de las jornadas de su vida habrá terminado. Nada le importa que la postal remitirá indefectiblemente a la salida de Isabel Perón, y que se grabará en las mentes de los argentinos para la eternidad como la escena final de una ópera trágica.

La nave elegida es más liviana que la que habitualmente se utiliza para trasladar al presidente porque deberá posarse sobre la terraza de la Casa Rosada. Cuando los manifestantes la ven llegar desde el cielo, un aullido de bronca estalla sobre la Plaza de Mayo. En el interior de la sede de gobierno, De la Rúa es conducido por una escalera inesperada. Se escucha el crujido de una puerta y de pronto el aire del exterior roza su cara. Avanza a través de la noche hacia la máquina con sus anchas aspas amenazantes. Los movimientos transcurren como si le sucedieran a otro, el brazo firme que lo sujeta del brazo, la figura irreconocible del piloto con el casco enfundado y la mirada fija en el tablero, el ruido ensordecedor del rotor, la presencia fantasmal de la muchedumbre a un costado y la escotilla que se cierra con un golpe seco. Entonces, por un instante, el mundo parece congelarse y la nave despega, ya está suspendida en el aire, se inclina y acelera. La Plaza de Mayo se abre abajo con una multitud infinita de cabezas que lo despiden con gritos, aplausos e insultos.

Las cámaras de televisión lo registran en vivo y la imagen se repite en millones de pantallas a través de la Argentina, en el mundo; una y otra vez.