DOMINGO
REPORTAJE a Carlos Fuentes

“Veo la muerte como parte de la vida”

Dos semanas antes de morir, el laureado escritor mexicano destacaba en esta entrevista que “aún se leen muchas novelas” a pesar del avance de las nuevas tecnologías. El peso de la educación y de la lectura en el marco de la Feria del Libro.

Cuentos. Hijo de un diplomático ateo, que fue embajador de México en Buenos Aires, se educó en un colegio de curas. Escandalizaba  al sacerdote en el confesionario.
| Pablo Senarega

Con sus jóvenes años, un particular talento y una gran vitalidad acompañada de sentido del humor, Carlos Fuentes también tiene absoluta conciencia de que es un personaje particularmente fascinante que sigue convocando a multitudes de lectores.
 Y esto a través de situaciones y personajes que, muchas veces, rozan el temor a la oscuridad y a lo desconocido.

 —¿Cómo llegás a esa cabeza decapitada que conversa junto al mar, a “Artemio Cruz”, a quien le queda apenas medio día de vida, a un sexto piso suspendido en el aire con puertas que se abren sobre la nada?
—Yo no sé si cuando se leen novelas se tiene en cuenta la tradición de la novela y cosas que se han hecho tanto que ya no se pueden ni hacer. Y cosas que no se han hecho tanto, pero que, quizás, valga la pena hacer. Que una cabeza cortada cuente su historia… ¿por qué no? La gran libertad de la novela es que se lee. No se ve. Cuando uno está frente a la pantalla es una cosa, y cuando uno lee un libro es la imaginación lo que está funcionando. Se puede llegar así a toda clase de extremos: que una cabeza cortada cuente una novela; que una casa esté suspendida en el aire sin apoyo alguno en el mundo físico. Estas son verdades que el novelista propone y el lector sabrá si acepta o no. Yo tengo la libertad de hacerlo y aprovecho.
   —También de intrigar al lector. “Carolina Grau”, por ejemplo, al menos en la edición argentina, no tiene ni cara.

—Es que no tiene cara ninguna. Es una mujer que es muchas mujeres, entonces cada quien le pone la cara que quiere. Está, sí, la boca, que es importante. Y en la fisonomía misma, los ojos son importantes. De repente, verás si es una mucama o una diosa indígena mexicana o una mujer de ciencia que va a Italia. Todo esto depende del lector. De lo que el lector imagina respecto del personaje.
—También uno siente que los colores, para vos, deben ser siempre muy extremos. El “brillante” del niño comido por su madre; la cabeza sangrienta de la cual hablábamos, hasta las salamandras que infunden miedo.
—Uno habla de colores porque no se ven. Entonces como no se ven hay que buscarlos, yo digo, con bastante libertad. A un libro hay que darle el colorido que tiene una pintura o una película. El libro no lo tiene y, si no lo dice el autor, el lector no puede saber qué color de pelo tienes tú. O cómo es mi bigote. Nadie lo sabe salvo el autor que describe, y todo puede ser muy distinto. ¿Acaso tienes una idea de cómo era un Jean Valjean? ¿O cómo era Madame Bovary? Esto lo sabrás gracias al escritor que la describe.
—¿Cómo te imaginás, por ejemplo, a “Madame Bovary”?
—Me la imagino como Jennifer Jones. Qué lata, ¿no? Bueno, más bien como Isabelle Huppert. Es un buen estilo Madame Bovary. Tú te quedas, entonces, con la imagen que te ofrece el cine, ¿verdad? Pero el origen está en la imagen que te brinda el novelista.
—A propósito de tu amor desenfrenado por el cine, cabe preguntarse: ¿qué hubiera sido del mundo sin el cine? Una vida aburridísima.
—Muy distinta. Invitando todas las noches a alguien que viniera a contarnos cuentos, lo cual tampoco está mal.
—Sí, pero se ha perdido el arte de contar cuentos.
—Es verdad. Creo que se ha perdido mucho porque hay también mucho sustituto, fácil de obtener. Pones una película, prendes la radio o la televisión. Ahora tienes el Facebook, el Twitter, el iPhone. A veces, en Estados Unidos, en reuniones de muchachos, veo que se están comunicando entre ellos a través de esos aparatos. A pesar de que están personalmente allí “tienen” que usar esos aparatos para hablarle al vecino, al que está enfrente, y esto me parece un poco fantástico y hasta preocupante.
—Es un mundo feo en el que la palabra parece haber perdido importancia.
—Sí. Pero, fíjate, sin embargo, que aún hoy se leen muchas novelas. Y se escriben también muchas novelas a pesar de todo lo que estamos diciendo. Hay, hoy en día, 97 novelistas mexicanos presentes en el Salón del Libro de París y si hay 97 mexicanos debe haber otros tantos chilenos y peruanos y colombianos y argentinos. O sea que debe haber medio millar de novelistas latinoamericanos cuando antes sólo éramos seis o siete. Entonces, esto quiere decir que junto a la difusión de los medios de información masiva hay, a la vez, una explosión de la lectura. No sé cuántos libros se venden pero, eso sí, hay muchos escritores.
—Es un consuelo que lo digas vos, Fuentes. Y tu amor por el cine ¿cómo comienza? ¿Ibas a esos cines que daban cuatro películas por tarde?
—Yo iba al cine de la playa de Copacabana porque mi nana, mi niñera como dicen ustedes, me llevaba al cine porque allí estaba su novio. Entonces, yo recuerdo vagamente una película que se llamaba Susan Lennox, ascenso y caída con Greta Garbo y Clark Gable. Tengo ese recuerdo perdido entre las brumas de la infancia, pero es la primera película que recuerdo. También he visto muchas de Shirley Temple. Lo que pasa es que yo creía, como Graham Greene, que Shirley era un enano con una peluca rubia –Fuentes se ríe a carcajadas–. Mickey Rooney, en cambio, era como el geniecillo Puck. También Laurel y Hardy, el Gordo y el Flaco… en cambio Shirley Temple, en la infancia, era muy espectacular porque bailaba y cantaba muy, muy bien. Y era bien bonita. Aunque fuera un enano con peluca. Tenía un número de zapateo excelente con Robinson que era el mayordomo. Era una gran bailarina, pero luego le costó trabajo llegar a ser una actriz, aunque fue embajadora en Checoslovaquia y en Ghana. De manera que, de algún modo, siguió su carrera. Se convirtió en Mrs. Shirley Temple. Ya no era una niña.
—Y en aquellos tiempos, ¿qué leías de chico?
—Yo leía lo que leían todos los niños.
—¿Salgari?
—Sí. Pero también Tom Sawyer, La isla del Tesoro, de Stevenson. Las novelas de Julio Verne, todas. Había también un libro que mi tía me leía y que hoy está desaparecido del mundo. Se llamaba Las tardes en la granja. Y en esa granja había un señor sabio que se llamaba Don Palemón, se juntaba con unos niños y les contaba historias de crímenes, incestos, asesinatos. Unos horrores. Pero como mi tía era inocente creía que era un viejito que también contaba historias muy inocentes.
  Fuentes se ríe alegremente. Y queremos saber más de ese universo de niños y cuentos prohibidos.
—¿En tu casa eran muy estrictos? ¿Leían cualquier cosa?
—Mi padre me instaba a leer los diarios, revistas. A participar desde niño en las comidas de grandes y en todas las discusiones. Me eduqué mucho gracias a mi papá que tenía una idea muy clara acerca de que la educación empieza muy pronto. Y que yo podía tener menos de 10 años y estar en una mesa de señores de 30 y 40. Oír, aprender.
—¿Eran muy religiosos en tu casa?
—Mi mamá, sí. Mi padre, no. Mi padre era ateo, y a mucha honra. Mi madre, en cambio, muy católica. Cuando mi padre se quedó en Buenos Aires, a cargo de la embajada de México, mi madre, apenas llegamos a México me metió rápidamente en un colegio de curas. Fíjate. De curas. Y me divertí mucho porque me encantaba confesarme.
—¿Divertido confesarte?
—Claro. Porque le decía al cura cosas como “he violado a tres mujeres”.
—¿Y el cura qué decía?
—Dios mío. Siete Avemarías… Yo me divertía porque le hacía literatura al cura. Le contaba novelas. No le hablaba de la realidad. Era algo que no podía hacer con un profesor laico, pero con un cura sí. El cura esperaba que le contaras horrores porque suponían que los niños eran pecaminosos desde que nacían.
 —Posiblemente en México la religión católica tuvo una gran influencia, un gran peso. Quizás mayor que en nuestro país.
—Bueno, por un motivo muy claro. Había una religión muy poderosa, aun antes de la conquista española. Me refiero a la religión de los aztecas en torno a Quetzacoatl, con una gran fuerza y una gran presencia. Y lo que es hoy el centro de Ciudad de México era un centro religioso, político y ceremonial muy importante, que Hernán Cortés tuvo que arrasar. No pudo fundar una ciudad nueva. Tuvo que fundarla sobre las ruinas de la ciudad antigua. Entonces, de todo eso quedó un gran resto. Por ejemplo, la idea del padre. Los indígenas mexicanos agradecieron que el padre español no fuera un padre castigador sino un padre que perdonaba los pecados. Una Iglesia, maravillosa, en la que, en vez de ser víctima en la Pirámide, te perdonaban todo… La madre, pues… por algo México tiene una Virgen Morena. La Virgen de Guadalupe es una virgen indígena vestida a la usanza europea. De manera que el padre y la madre, en México, son sustituidos con una gran facilidad por Jesucristo y la Virgen de Guadalupe.
—Sin embargo,  pareciera que América Latina lo único que ha conservado de la religión son ese tipo de mitos.
—Bueno, en México esto es más profundo porque, como te decía, viene de muy lejos. Viene de una religiosidad innata. En México, tú ves una procesión religiosa y te asombras mucho. Van de a pie, van heridos, se dañan a sí mismos, todo es un sacrificio.
—¿Cómo se dañan a sí mismos?
—Se cortan, se sangran… van de rodillas… Yo no he visto nada igual. El día de la Virgen de Guadalupe es un día fascinante porque sientes que la gente lleva la religión en la sangre y en la convicción. En algo más que en la fe aprendida. O repetida. Es una fe vivida la de México. Es un país eminentemente católico y por lo tanto, también, tiene una reacción liberal muy fuerte contra el exceso de piedad de los mexicanos, que son muy religiosos.
—Sin duda es una situación especial ya que, bajo el papado tan conservador de Benedicto XVI, pareciera que la Iglesia Católica se está alejando de un mundo que evoluciona en otro sentido.
—Sí, bueno, hay muchas cosas de la Iglesia. Por ejemplo, el hecho de tener solamente hombres como sacerdotes en vez de mujeres, es terrible. El celibato, las prohibiciones… cosas a las que nadie le hace caso ya. Sobre todo, en las clases altas y medias del mundo no se les hace mucho caso a los mandamientos, pero se mantiene la fe religiosa, digamos. En cambio, en un país como México, con una gran población pobre e indígena, la religión se considera en términos de salvación eterna: “En este mundo nos va muy mal, pero si vamos de rodillas a la Virgen de Guadalupe puede que en el próximo mundo nos vaya muy bien y alcancemos el paraíso”.
   —Durante muchos años la Argentina tuvo el índice más alto de alfabetización de América Latina. Ya no es así, lamentablemente, pero ¿cómo ves el tema de la educación en nuestro continente?
—Yo creo que, y lo he repetido muchas veces, el progreso depende de la educación, de la educación y de la educación. Esta es la base de todo en un momento en el que los economistas hablan de la economía como la base de la sociedad. Pero no. La economía es una consecuencia. Una persona es educada, y si es educada se informa. Y si está informada, piensa. Y si piensa, estuvo bien. Y, al revés. De manera que yo creo que la base de todo está en la educación y que América Latina debe atender, ante todo, las necesidades de la educación de su población. Esta es la prioridad absoluta.
—Y saliendo de Latinoamérica, ¿cuál es tu visión del mundo actual?
—Yo quisiera saberlo. Mira, estamos en un momento de transición. El mundo anterior se acabó y el que está apareciendo es un nuevo mundo que aún no sabemos nombrar, que aún no sabemos distinguir. Que el cambio haya empezado en el norte de Africa ¿quién lo iba a creer? Luego, se ha extendido a Europa y  se ha extendido también a los Estados Unidos. Mis estudiantes, en Harvard, dicen “pues, ya no encontramos trabajo. ¿qué vamos a hacer?”. La clase media norteamericana desciende a los niveles de los años 30. Están muy preocupados. Se está creando una sociedad nueva, un mundo nuevo, propuestas nuevas. Los Estados Unidos mantienen un empleo industrial que se está yendo a otras partes y no lo están sustituyendo. Se concentran en el mundo de la alta tecnología, que es el nuevo mundo de ellos, y el trabajo manual lo hacen países del Tercer Mundo. Está cambiando absolutamente todo: la política, la economía, la sociedad, la cultura y me resulta difícil contestar a tu pregunta porque no sabemos adónde va a ir a parar esto.
—Por de pronto, es desconcertante ver que, en un país como Francia, hay millones de desocupados cuando fue la famosa “sociedad del bienestar”.
 —Ya no lo hay allí. Cuando veíamos el debate de Sarkozy y Hollande, sin duda se trata de un país lleno de problemas. Esto ocurre en toda Europa. De repente, hay inmigrantes porque el mundo se ha comunicado, no se quiere admitir la libertad del desplazamiento; que en los suburbios se va a viajar de un lugar a otro; se mueve el capital. Todo se mueve menos el trabajo. El capital no se debe mover. No es posible. El capital ha llegado a Francia y a los Estados Unidos. Se mueve por todos lados, de manera que hay que crear un nuevo estatuto para el trabajo que no se ha creado aún y que es una enorme falla en el mundo contemporáneo. Hay que ver que los trabajadores tengan derecho a moverse y a ocupar puestos de trabajo y sobre todo en nuestros países debemos crear puestos de trabajo para que la gente no se vaya. El problema está. Se resuelven problemas de la ciencia, de la tecnología, del capital, del consumo, pero no los problemas iniciales que son los de trabajo.
—¿No será también culpable de esta situación el exceso de tecnología? La cantidad de oficios que ya no existen, como las telefonistas. Las telefonistas han sido reemplazadas por una grabación.
—Claro. Eso se acabó, tienes que aceptarlo y no va a cambiar. No van a volver las telefonistas. Se fueron para siempre. Entonces, hay que crear un mundo en el que ya no se necesiten telefonistas pero, ¿qué van a hacer las señoras que antes eran telefonistas? Ese es el problema. ¿Qué destino se le da ahora a la ocupación, al trabajo que ya no tiene un derrotero tradicional como hace cincuenta años?
 —Y a propósito de cincuenta años, releyendo a “Artemio Cruz”, ese plazo que tú le das a la muerte, un plazo que no va más allá de un medio día. Bueno, cuando uno comienza a ver que sus nietos van a la universidad, advierte que la vida está dando una gran curva, ¿no? ¿Cómo ves la muerte, Carlos?
 —Soy mexicano. Veo la muerte como parte de la vida. Luego, ¿vida y muerte como una opción binaria? La muerte es parte de la vida, te repito. Desde el México más antiguo los muertos no iban al cielo o al infierno sino todos a un lugar que se llamaba “mectlan”. Es el infierno y paraíso de los aztecas. Y allí iba la gente cuando se moría. No iban buenos a un lugar y malos a otro. Todos iban al mismo lugar que era una continuación de la vida en otros términos. ¿Has visto alguna vez el Día de los Muertos en México? Te asombrarías. La gente lleva comida, bebida y flores a los panteones. Veinte mil cosas. Consideran que sus seres queridos están en otra vida. No están muertos y merecen que se les ponga una copa de tequila o un taco para que sigan presentes. Se supone que los muertos se merecen este trato. La muerte no me asusta para nada. ¿Cómo me va a asustar?
—Quizás nos asusta porque la muerte tiene todo un bagaje religioso que la rodea.
—Pero en el catolicismo esto está muy mezclado con las creencias antiguas de los indígenas mexicanos. De manera que, en México, la muerte es muy celebrada. Calaveras de azúcar, por ejemplo. Mil cosas. Pero todo para decir que la vida continúa en otra forma de la que conocemos. No sabemos cuál es, pero no es una desaparición total del individuo.
 —Qué bueno. Como para irse a México. Y una última cosa, ¿por qué nos asustás con esas salamandras terroríficas que aparecen en “Carolina Grau”?
—Porque estuve en un monasterio o iglesia de Italia en la que vi un techo lleno de salamandras, y me impresionó mucho que esto fuera un motivo de decoración. El fin del cuento es el inicio para mí: Carolina Grau viaja a Italia a ver esas salamandras en ese techo, pero yo primero vi las salamandras y luego escribí el cuento. En realidad, la salamandra es un demonio. Tiene muchas vidas. Se desplaza mucho y cuando la ves, en Italia, como elemento decorativo, te da un poco de miedo que sobre tu cabeza esté un monstruo devorador como ese. Lo peor es que pasa por inocente. Entonces, es una parábola: la falsa inocencia. La gente que pasa por inocente pero son unos hijos de la chingana, en el fondo.
—¿Cuál te parece que es la salamandra amenazante para América Latina?
—No te lo voy a decir, y no te lo voy a decir porque tendría que pronunciar un nombre, y no quiero.
—Y ahora, ¿qué estás leyendo?
—Un libro de mi compatriota Jorge Castañeda. Mañana o pasado, una revisión política de gran interés. Y también Living, una novela muy atrapante de Martín Caparrós. Estos son los dos libros que tengo conmigo en este momento.
—Leés constantemente, ¿no es cierto?
—Bueno, depende. Muchas veces, cuando uno está escribiendo, no lee. O, si no, lee lo que tiene que ver con lo que está escribiendo. También hay momentos de asueto preciosos… que te vas a una playa o te subes a un avión con una novelota bien gorda y te dedicas a leer esa novela y le perteneces a otro escritor. No a ti mismo.
 —¿No te parece horrible la idea de leer en una pantalla, en un libro virtual?
—¿Qué es eso? Yo no puedo leer en una pantalla. Yo necesito papel, tapas y el sentimiento físico de que tengo un objeto en la mano que es mío y me da algo. Porque ésa es la cultura del libro. La pantalla pues… allí suelo ver cine. Pero yo no haría eso de leer un libro en pantalla. El libro duerme contigo. Lo llevas de vacaciones. Yo amo el libro. El objeto-libro. Realmente lo quiero mucho.