ELOBSERVADOR
A cien años de la revolucion rusa III

Anna Ajmátova, una noche sin aurora

En la tercera entrega sobre los intelectuales y la revolución de 1917, la historia de una poeta que predijo el terror estalinista. Negándose al exilio, escribía poemas que memorizaba para luego quemar el papel. Murió en 1966, reconocida mundialmente.

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Modigliani. Así la vio el gran artista italiano, que fue su amante en París, a la poeta rusa. | Cedoc Perfil
En julio de 1918, en el febril inicio del proyecto revolucionario de la Unión Soviética, toda la familia Romanov fue asesinada. Nicolás II y su esposa, los cinco hijos, el médico del hogar y los criados cayeron bajo las balas en un sótano iluminado por velas. Cuatro de los hijos eran mujeres: Tatiana, Anastasia, María y Olga, todas ellas impresas en el papel mediante una fotografía tomada en San Petersburgo en 1906. La imagen de las cuatro muchachas es de una belleza cautivadora; los ojos soñadores, melancólicos, muestran una transparencia que seguramente se opacó aquella noche por el miedo. Cómo hicieron los soldados rojos para disparar sobre ellas sin rebelarse ante sus jefes es una pregunta que nadie que mire la fotografía podrá dejar de formularse. La belleza las hacía doblemente inocentes.
Sus cuerpos fueron desaparecidos durante setenta años.
¿Será demasiado aventurado suponer que el asesinato de esa familia fue el episodio que desató la matanza que se sucedería después? Difícilmente podía crearse una moral solidaria cuando en el acto fundacional se habían roto los límites morales con un crimen de esa magnitud.
Albert Camus intentó una respuesta: “Todo revolucionario acaba por convertirse en opresor o en hereje”. Igual afirmación formuló Isaak Bábel, a través de su personaje, Guedali: “¿Quién le dirá a Guedali dónde está la revolución y dónde la contrarrevolución? Si la revolución es obra buena de buenas personas, no es posible que produzca huérfanos. Porque las buenas personas no matan. De donde resulta que la revolución la hacen malas personas”.

Leningrado-San Petersburgo.San Petersburgo es la ciudad que construyó Pedro el Grande. Elevada sobre las ciénagas, sin cimientos firmes en la tierra, es una urbe irreal, un espejo de aguas que circulan en canales profundos que se unen con uno de los ríos más imponentes de Europa, el Neva, una masa espesa que se mueve lenta y amenazadoramente.
Es una ciudad que lucha entre el agua y las islas, entre la piedra de edificios elevados sobre pantanos y las hermosas perspectivas de sus avenidas.
Allí vivió, amó, lloró y escribió, pero también resistió, Ana Ajmátova durante la mayor parte de su larga vida. Nació en Odessa en 1889 y fue bautizada Ana Gorenko. Años más tarde, tomó de su abuela materna el apellido con el que firmó toda su obra. Educada en un instituto para niñas de la aristocracia, fue contemporánea activa de dos siglos, dos guerras, dos revoluciones y dos culturas literarias y políticas.

A los veinte años era una mujer alta, delgada, de una piel transparente que destacaba sus ojos melancólicos y su cabello negro y espeso. Se casó con el poeta Nikolai Gumiliev y ambos partieron a París, en donde ella se dedicó a escribir y tomar contacto con los poetas franceses.
Tenía una vida social muy activa, se rodeaba de amigos y amantes circunstanciales que no parecían resentir su amor por Gumiliev. Uno de ellos fue el pintor Amedeo Modigliani, quien la retrató en varios lienzos que la muestran en toda su belleza y magnetismo. Eran jóvenes, bellos, cultos, viajaban, escribían, recorrían Italia, confraternizaban con las elites intelectuales en Génova, Pisa, Florencia, Bolonia, Padua, Venecia. En 1912 nació el único hijo de Ajmátova, Liev Gumiliev, cuya juventud estuvo marcada por el sino de sus padres.

La revolución. En 1918, ya producida la revolución, Anna comenzó a advertir que el mundo al que había pertenecido se desvanecía en el aire. Ya se había separado de Gumiliev y vivía con su hijo Liev cuando le ordenaron trasladarse con sus escasas pertenencias a la Casa de la Fuente, un palacio destinado para vivienda colectiva. A ella le correspondió una habitación y tuvo que compartir baño y cocina con las decenas de familias que iban llegando.

Pero las incomodidades propias de un país que estaba construyendo un nuevo estado social no la desalentaron; siguió escribiendo hasta que recibió el primer golpe: la policía soviética detuvo a su ex marido, Gumiliev. Acusado de encabezar una conspiración zarista, fue fusilado a comienzos de 1921 sin juicio previo. Eran los albores de la gran gesta.
“Y vino una noche que no conoció la aurora” sentenció la poeta, consciente del clima de terror jacobino que se instalaba. Pidió a su hijo Liev que callara, porque el silencio era la mejor estrategia para sobrevivir. León Trotsky, en 1923, le había recomendado a ella y a su amiga Marina Svetáieva que consultaran a un Dios “especialista en enfermedades de señoras”. Y fue más allá, porque también les sugirió que fueran a un ginecólogo.

El sarcasmo misógino señalaba su ignorancia sobre las dos grandes poetas y, casi ingenuamente, abría las puertas para su propia condena, que se produjo más tarde.
La revolución había decidido crear un arte a la medida de los soviets, ignorando que el arte domesticado muere en cautiverio y demora décadas en resucitar. Para los líderes, demoler los cimientos del antiguo régimen zarista requería borrar de un plumazo todo aquello que no fuera funcional a la revolución. Crear un mundo de justicia exigía una estética de Estado, un arte dócil que abandonara las “influencias burguesas” y se consagrara a resaltar la revolución.

Una anécdota ilustra ese clima dogmático. Lenin, después de oír en una velada la Appassionata de Beethoven, le dijo a Gorki: “No puedo escuchar música demasiado a menudo. Afecta a los nervios; hace que uno quiera decir cosas estúpidas y acariciar la cabeza de la gente […]. Ahora no se debe acariciar la cabeza de nadie… Es necesario pegarles en la cabeza, sin piedad alguna”.

El mensaje del líder fue escuchado y después de su muerte la represión se acentuó hasta límites desesperantes. Algunos intelectuales, Joseph Brodsky entre ellos, decidieron emigrar. Pero Anna no escuchó los consejos de sus amigos, que le pidieron que abandonase el país:
No estoy con los que abandonaron su tierra
a las laceraciones del enemigo.
Hago oídos sordos a los halagos
No les daré mis canciones.
Su negativa a exiliarse tenía un motivo: la detención de su hijo. Sin ninguna acusación concreta, Liev, ajeno a cualquier actividad política, fue enviado a la cárcel y luego a un campo de concentración, donde permaneció 14 años. Una advertencia para que su madre aprendiera a callar y no escribir nada que “amenace llevar elementos de descomposición al ambiente revolucionario”. Anna entendió el mensaje y durante años escribió poemas que memorizaba para luego quemar el papel que podía comprometerla. Uno de ellos dice:
Esta mujer está enferma,
Esta mujer está sola.
Su marido está en la tumba, su hijo, en la cárcel.
Rogad por mí.
Como miles de ciudadanos rusos, también Ajmátova vivió sometida a la dolorosa incertidumbre sobre el destino de los detenidos en las cárceles soviéticas. No se permitían las visitas, apenas la entrega de un paquete con comida. Si el guardia lo aceptaba, se confirmaba que aún estaban vivo, que no había sido fusilado. Frente a la Lubianka, en la larga fila de mujeres que aguardaban con los pies enterrados en la nieve, una mujer la reconoció: ¿alguien podrá contar esto? La respuesta fue: “Yo lo haré”. Fue Réquiem el poema que describió los años del gran terror, ya en tiempos de Stalin.
Pasan rápido las semanas.
Lo que ocurrió, no lo comprendo.
Como a ti, hijo, te iluminaron
Las noches blancas en la prisión.

En 1935, cuando su hijo y su nuevo marido, el poeta Nicolai Punin, ya estaban en la cárcel, Ajmátova se atrevió a escribir una carta a Stalin y rogar por la liberación de ambos: “Le doy mi palabra de honor de que no son fascistas, ni espías, ni miembros de ningún grupo contrarrevolucionario. La prisión de las dos personas que me son cercanas es un golpe al que no sobreviviré. Le pido que me devuelva a mi marido y a mi hijo”. Stalin recibió el mensaje y decidió la liberación de ambos, iniciando así un breve período de paz para los tres. Se autorizó la publicación de varios libros que circularon y se agotaron rápidamente en una sociedad agobiada por la censura y la represión.
La guerra contra Alemania ocupó todas las preocupaciones de la burocracia soviética y Anna, enviada a la retaguardia, lejos de Leningrado, siguió escribiendo. Pero terminado el conflicto, el comité central del partido recordó su existencia y condenó los poemas afirmando que eran “nefastos para la educación de nuestros hijos e intolerables para la literatura soviética”.

Fue Andrei Zhdanov, tercer secretario del partido, quien resucitó un anatema similar al pronunciado por Trotsky: “Ajmátova es una monja o una ramera, pues alterna la depravación con la oración”. Nuevamente, la poeta fue sometida al ostracismo y su voz, silenciada. Nada de ella se podía publicar, nadie estaba autorizado a mencionar su nombre. En el diminuto cuarto del Palacio de la Fuente, convertido en un promiscuo inquilinato, sobrevivió a todos sus verdugos.
¡Ay, Anna, buena lección la tuya: no hay tirano, no existe imperio que venza a la poesía. Porque ella es invulnerable.
Ajmátova murió en marzo de 1966, 13 años después de Stalin, reconocida en el mundo y en su país por sus magníficos poemas. Y dejó su voz, ahora sí, escrita en papel:

No, no estaba bajo cielos extraños,
ni protegida por extrañas alas,
estaba entonces junto a mi pueblo.
allí donde mi pueblo, por desgracia, estaba”.

*Escritor y periodista.