ELOBSERVADOR
la casa rosada y el vaticano

Cristina y Francisco, dos líderes de perfil distinto

Son los dos máximos referentes de liderazgo del país. Los diferencian muchos factores, los acerca el carácter religioso del peronismo.

Encuentro. En negro y blanco, reunión en el Vaticano con el Papa, con el que Cristina no se llevaba bien cuando sólo era arzobispo.
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Cuenta una anécdota que, en sus últimos días, el General Perón recorría el parque de la Quinta de Olivos acompañado por un joven sacerdote con quien conversaba animadamente. De repente, se para, lo mira y le pregunta:

— Padre, ¿qué cree usted que el pueblo piensa de mí?
— Bueno, creo que lo quiere y lo respeta. Pero, ¿por qué me pregunta eso, General?
— Sabe qué pasa padre (y señalando con su dedo pulgar al cielo), los últimos rounds de la vida son los más importantes para el jurado.

Los procesos históricos y políticos suelen tener el mismo e inevitable destino que los biológicos: nacen, se desarrollan, declinan, mueren. Es una inexorable ley natural con sobrados testimonios. Después de ese fin, podrá venir una nueva etapa, otro nacimiento, pero no se puede retornar a lo que fue.

El encumbramiento del jesuita Jorge Bergoglio, hoy el papa Francisco o el pontífice de los pobres, se produjo cuando el kirchnerismo transita un momento difícil, una esperada pendiente tras una década en el poder. Hay síntomas de senilidad política: pérdida de iniciativa, decisiones reactivas y tardías, irritabilidad, traiciones, microclimas conspirativos, autismo creciente. Grietas profundas del modelo.

Las operaciones en el entramado del Gobierno para que la Presidenta se mantenga al frente del comando evidencian un claro intento de evitar la diáspora. Se sabe, pero no se confiesa públicamente que, sin Cristina el kirchnerismo se licuará.

Con el espíritu conspirativo que caracteriza a la dirigencia argentina, la Iglesia conducida por Bergoglio se instaló definitivamente en la agenda política nacional con la fuerza de un partido político más, un adversario de peso y  de temer por sus influencias. En términos políticos, que es la única escala de análisis del Gobierno, es una enorme estructura de poder real con decisión para enfrentar un relato oficial que hasta el presente se ha mostrado compacto. O, en otras palabras, capaz de imponer un contrarrelato, también compacto, a la realidad k. Formalmente, ahora los argentinos se reconocen en dos líderes: en la vida cotidiana a la Presidenta y en el campo espiritual con presencia mundial, a  Bergoglio. Hay dos jefaturas que permiten, por primera vez, la comparación. Y son de perfiles bien diferenciados. El ir por más denota ambición, las actitudes religiosas de austeridad, desprendimiento.

Hace siglos que la Iglesia ha perfeccionado una matriz cultural paralela a la que funciona para el poder terrenal, aunque se le parezca. Se maneja con códigos y tiempos propios. Con paciencia milenaria sabe, como nadie, administrar los enigmas de la esperanza y la angustia humana (de donde se nutren los políticos y las campañas electorales). Construye credibilidad a través de vínculos permanentes y afectivos, despreciados en la vida partidaria. Sucede que la Iglesia es un continente difícil de asir para el mundo de la política y, por eso, al oficialismo se le plantea un difícil dilema: decodificarla desde el nuevo lugar que ocupa, ahora como un actor preponderante pero al mismo tiempo imposible de manipular o coptar. Por ahora, sumarse a este aluvión indescifrable es una estrategia que le permite al kirchnerismo ganar tiempo hasta rearmar un juego que lo vuelva a ubicar en algún espacio del lugar desplazado.

Con sus pecados a cuestas, la Iglesia de Bergoglio es hoy un rival y testigo incómodo que tiene llegada directa a los mismos actores que, según el relato oficial, nutren el modelo distribucionista. Construyó relaciones permanentes con grupo progresistas comprometidos con los marginados y los derechos humanos; con la juventud de todas las capas sociales; supo penetrar con paternalismo las bases y las cúpulas del poder sindical y del peronismo en particular. En el campo simbólico, es experta en mitos y lutos permanentes; y en el mundo intangible de la comunicación y el marketing se basta desde hace dos mil años con los libros sagrados y la multiplicación del relato oral para mantener una vigencia que es uno de sus misterios más apasionantes.

Es comprensible, entonces, que el Gobierno esté preocupado por el creciente protagonismo de la Iglesia de Bergoglio en el radar del poder. En código político, dispone de una superestructura distribuida por todo el país y el mundo, cuadros perfectamente disciplinados, llegada a millones de argentinos de todos los niveles e ideologías, y miles de militantes convencidos desde en su causa y dogma. Maneja información fina de lo que sucede en el país real. 

Pero también esta inesperada irrupción dejó a la intemperie a la oposición,  incapaz de ofrecerse como alternativa. Esa dirigencia es un espejo involuntario de la impronta oficialista que, además, sabe meterse como cuña en sus internas. Sin darse cuenta, actúa con la misma lógica que critica. Discute los temas que el relato oficial impone. Tiene una queja impotente y descalifica para diferenciarse. Sobreactúa diagnósticos y soluciones y entre sus aliados coyunturales se recela con inmadurez de adolescente. Evidencia una manifiesta confusión de identidad y del rol que gran parte de la sociedad le reclama, casi con indignación, que ocupe. Con excepciones individuales, es la expresión de una misma estructura cultural y de prácticas políticas que hace tres décadas moldea y administra esta democracia formal y limitada. A la oposición también le cabe la suerte del fin de los procesos biológicos para que surja algo nuevo. Está entrampada hace tiempo en su propio laberinto y se toma de la sotana para remontar como un barrilete.

La nueva Iglesia, marcada por la impronta jesuita, mueve subrepticiamente las fichas del tablero político nacional. Con su estilo de formas parabólicas evita quedar enredada en discusiones domésticas. No se sumergió en la polémica de las inundaciones, su gesto está del lado de las víctimas. Con el intento de reforma judicial contrapuso la Constitucional Nacional a una Biblia republicana. No se gastará polemizando acerca de la inflación, pero sí pondrá en la agenda la injusta distribución de la riqueza. No discutirá las cifras de los pobres, pero sí mostrará la multitud de marginados que hay en el país. No denunciará hechos de corrupción de los gobiernos, pero sí llamará a la reflexión acerca de la inmoralidad de quedarse con el dinero que podría atenuar el drama de los necesitados. Fiel a su estilo, estará en las antípodas de la confrontación y seguirá convocando al diálogo, marcando los contornos del mismo, tendiendo puentes con los que no la quieren. No se subirá a un púlpito, como a una especie de cadena nacional espiritual, para explicar con los números de un power point  si la gente vive mejor o peor, o si está más cerca de Dios. Pero sí contribuirá a blanquear la contradicción entre relato y la realidad diaria de millones de argentinos. Seguirá trabajando en la densidad de la conciencia humana, donde se producen los cambios más profundos. Y quizá los pueda poner en acción.

 

Devoción y verticalismo

El comando celestial de los muertos ilustres del peronismo con Evita, Perón y Néstor, ya no está solo, tiene competencia. Como una profecía indeseada, la Presidenta, sin darse cuenta, había advertido los tiempos que vendrían. Entonces todos, equivocadamente, hicieron foco y crítica en su persona en lugar de detenerse en el mensaje. Fue cuando dijo que solo había que temerle a Dios y un poco a ella.

Porque, como se sabe, el peronismo tiene esa intuición natural que lo lleva a alinearse siempre al más poderoso, profesa el verticalismo con devoción religiosa y no deja de estar atento al temido jurado divino.