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Cuadernos: que la indignación sea energía creadora

El autor sostiene que el escándalo que reveló una gran trama de corrupción puede servir para que la Argentina deje de ser “un país al margen de la ley”, como decía el jurista Carlos Nino.

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Textos. Una oportunidad histórica para dejar atrás una de las peores rémoras de nuestra historia: la impunidad escandalosa, que permite progresar solo a quien roba. | La Nación

Demasiadas generaciones hemos vivido toda nuestra vida escuchando y sufriendo en carne propia, que en la Argentina se pueden cometer delitos impunemente.

Jorge Lanata, en junio de 2007 en este mismo periódico destapó la columna “La bolsa de Felisa Miceli” y describió hace algunos días los antecedentes remotos de contrabando fomentado por las prohibiciones estatales. En esa línea, en el siglo XIX podemos recordar al célebre Charles Darwin, que pasó algún tiempo en nuestro país y relató nuestra endémica tendencia a proteger a los delincuentes, como leemos en su libro El viaje del Beagle.

Por citar solo algunos, le siguieron Hernández en su cruda descripción de la vida de algunos gauchos, recomendando hacerse amigo del juez. Ni siquiera se salvó la añorada Argentina potencia, durante la cual se lamentaba Discépolo en Cambalache diciendo que “el que no afana es un gil”.

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Cerebro. Quizás la causa de tantos males no sea que tengamos un “cerebro argentino”, algo médicamente tan imposible como ficticio: los argentinos cuando viajamos, cumplimos todas las reglas y hasta triunfamos, pero fronteras adentro, el caos es nuestro modo de vida. O sea y como nos dijo Ortega y Gasset, rompemos de día lo que la naturaleza arregla de noche.

¿Y entonces? Entonces tenemos que dejar de violar sistemáticamente las leyes, cosa que hacen no solo quienes delinquen sino también los jueces y fiscales que no las aplican o lo hacen con una actitud displicente en sus exigencias, sus sanciones y el tiempo en que reaccionan.

Es inconcebible que algo tan trascendental para la convivencia, como es la materia legal, sea enseñada en las facultades de derecho de todo el país, sin hincapié suficiente en el elemental concepto de eficiencia. Por algo es que tenemos un índice de impunidad del 99%, según estadísticas del Ministerio de Justicia.

Somos un país al margen de la ley, como escribió Carlos Nino. Dejemos de serlo de serlo de una buena vez. Apliquemos rigor legal, único camino para un orden justo, como lo prueban los últimos 6 mil años de historia, en el 100% del mundo.

Aceptemos que nuestro sistema judicial federal es peor que malo. Hay pésimos jueces y funcionarios que aún siendo minoría han infectado toda su estructura. Y los buenos y a veces excelentes magistrados y empleados, tampoco pueden sentirse ajenos a este drama, porque pese a ser gran mayoría y probablemente por esas blanduras de la familiaridad y de un espíritu de cuerpo mal entendido, no han hecho nada eficiente para terminar con ese estado de cosas, rozando una complicidad que no tienen, pero muchos les atribuyen.

Ya es inocultable que en los últimos años, jamás un juez denunció a otro juez ante el Consejo de la Magistratura, como tampoco lo han hecho las Cámaras de Apelaciones ni la Corte, evidentemente reacia a cumplir ese rol que integra su carácter de “cabeza de poder” como le gusta llamarse.

Y uno de sus sectores hasta se precia públicamente de defender a sus pares “siempre”, como si eso fuese un mérito, cuando en realidad es un inmenso error que se acerca demasiado a lo delictual, dadas las obligaciones de funcionario público que tiene cada juez.

Nuestro sistema judicial ha batido todos los récords de mala gestión, como lo prueba la auditoría que tuvo que exigir la sociedad civil, porque no nació de la propia Justicia.

Esta situación puede y debe redimirse, como pueden incluso redimirse algunos jueces y fiscales que en el pasado han cometido faltas graves.

Casualidad. La oportunidad, como tantas veces en la historia universal, nos la dio una casualidad: la saga de los cuadernos de un ignoto escriba –Centeno– que aportó la materia prima y a quien potenció el verdadero disparador, que fue el policía Bacigalupo. Su gran mérito fue no confundir amistad con complicidad, entregando esa crónica del delito al periodista Diego Cabot, que investigó y sobre todo, dio una lección de conducta cívica privilegiando el accionar judicial.

Los planetas se han alineado a nuestro favor una vez más. Ahora no se trata del valor de nuestras commodities, sino del valor de algunas personas que nos dan las bases para sacarnos de encima nuestra peor mácula: una impunidad escandalosa donde el progreso solo lo logran quienes roban. Es imposible construir un país sobre semejante premisa y lo que dañamos a la Argentina en estas últimas décadas lo prueba con facilidad.

Por ahora, todos estamos recibiendo una lección constructiva: las leyes existen y todos debemos cumplirla, incluso los presidentes. Esperemos que más temprano que tarde, el Senado cambie su postura corporativa y deje sin efecto una ley de fueros medieval que no puede proteger al delito.

Casi todo permite que seamos optimistas: las pruebas iniciales fueron confirmadas por muchos involucrados que se autoculparon, el juez y los fiscales están actuando con eficiencia y las pruebas van apareciendo a medida que el miedo a la ley vuelve a instalarse en un país donde todo valía. Ahora ya no.

Organización. Es indiscutible que el kirchnerismo fue una organización montada para maridar el delito con la gestión pública, siempre dirigida al provecho personal o sea, a delinquir. Negarlo es una necedad. Han evidenciado los dos elementos clave de una banda dedicada a saquear al Estado: fungibilidad y permanencia.

Con la fungibilidad de sus integrantes, cubrió todas las áreas de gobierno con las mismas personas que rotaban de un cargo a otro sin importar su capacidad técnica, porque lo que sí importaba era su capacidad para obtener lucro ilegal. Digámoslo claro: para coimear.

La permanencia se demuestra desde 1987 cuando llegaron a la intendencia de Río Gallegos, hasta el 10 de diciembre de 2015 cuando tuvieron que dejar el poder. Fueron 28 años de las mismas personas, con los agregados lógicos de tanto tiempo, rotando entre sí en un voleibol terrible que nos ha costado años perdidos y lo que es infinitamente peor: vidas humanas.

Pensemos el progreso que durante ese mismo tiempo, han logrado superando enormes obstáculos, la Alemania reunificada, Irlanda y varios países asiáticos, mientras nosotros no paramos de caer pese a nuestra casi total ausencia de conflictos y problemas medulares.

La inconcebible magnitud del latrocinio ofende, indigna, asombra y seguramente pasará a la historia universal como el mayor robo desde cargos públicos que se conoce hasta hoy, al menos en regímenes elegidos legalmente. La cantidad de dinero robado a todos nosotros es tan inmensa que nadie puede siquiera dimensionarlo, porque decenas de miles de millones de dólares dejan de ser dinero para ser números. No podemos entender esas magnitudes, salvo quizás los macroeconomistas.

Pero esa justa indignación solo será un sentimiento negativo y destructivo si no logramos convertirlo en energía creadora. ¿Cómo?

Debemos exigir y lograr que estas investigaciones lleguen a fondo y que todos los partícipes o al menos la mayoría, sean capturados y condenados. No solamente las pocas decenas ya procesadas, porque este desfalco monumental implicó la complicidad y participación de muchísimas más personas.

Además de condenas a cárcel de cumplimiento efectivo, es necesario recuperar lo que nos robaron. Por dos razones: necesitamos ese dinero y si logran esconderlo, será un premio para los ladrones o para sus familias. Inaceptable.

Pasado y futuro. Hasta ahora estamos hablando del pasado, de historia, que debe ser conocida, analizada, masticada, juzgada y condenada, pero que por sí sola, no soluciona nuestro futuro.

Este repugnante saqueo en el que participaron desde presidentes hasta choferes debe servir para reeducarnos a todos y especialmente a la juventud.

La ley en sí misma es solo una intención, más o menos bien escrita, pero solo una intención, una idea que si no se concreta, es estéril. En cambio, la ley aplicada con justicia y rigor es una reparación, un remedio y sobre todo una enseñanza para los que en el futuro lean sobre el tema.

Los que hoy tenemos responsabilidades debemos ocuparnos del 2050.

Tenemos la responsabilidad de que esta saga delictual tenga consecuencias que enseñen –con actos concretos– que en 2018 la Argentina dejó de ser un paraíso para ladrones.

No importa el costo, porque ninguno es superior a destruir nuestro futuro.

Terminemos con la impunidad y reformemos las instituciones y personas que no impidieron o quisieron impedir que esta locura ocurriera. Nos costó vidas, fracasos y tiempo perdido.

*Candidato a consejero de la Magistratura 2018-2022.