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decadencia

De Eisenhower a Trump, la caída republicana

Uno fue un héroe de guerra de convicciones democráticas. El otro, salido de un reality show, muestra un discurso beligerante, extremista y xenófobo. El actual presidente estadounidense rompe incluso con la tradición de su partido.

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Comparaciones. El empresario está más cerca de la lógica populista, comparable con la de Europa, que del pasado del partido que tiene a Eisenhower como modelo ético. | Cedoc Perfil
Eisenhower, que mostró en su vida una extraña mezcla de gran militar y político, presidió los Estados Unidos durante dos períodos, desde 1953 hasta 1961. Había nacido en Denison, Texas, en 1890. Siendo muy joven aún, ingresó en la academia militar de West Point y se especializó en blindados. Cuando se declaró la Segunda Guerra, ya era coronel y había cursado la Escuela Superior de Guerra. Fue ayudante del general Douglas MacArthur cuando éste era jefe del Estado Mayor General y luego, siempre en Washington, asumió la jefatura de la División Operaciones del Departamento de Guerra, donde se especializó en logística, movimiento y manejo de grandes masas de ejército. En 1942, el secretario de Guerra, general George Marshall, lo designó comandante de las tropas expedicionarias estadounidenses en Europa.

 Luego fue ascendido a teniente general y con ese rango comandó la Operación Antorcha. Dirigió el desembarco en Marruecos y en Argelia, operación que resultó exitosa no sólo militarmente, sino también desde el punto de vista diplomático, por su interesante entendimiento con el almirante François Darlan, que estaba formalmente subordinado al gobierno de Vichy, presidido por el mariscal Pétain. Es sabido que ese entendimiento, que ahorró vidas norteamericanas y francesas, provocó algunos escozores en Gran Bretaña, pero sirvió para demostrar muy tempranamente la capacidad estratégica de Eisenhower.

Ya antes había logrado el apoyo de Roosevelt y, más adelante, despertaría la admiración del mariscal Stalin, no sólo por la conducción de la invasión de las fuerzas aliadas en Normandía, sino también por el cumplimiento del acuerdo de abastecimientos militares norteamericanos a la URSS y por la solución de la conflictiva redistribución de prisioneros en Europa oriental.

En 1945, Eisenhower vuelve a los Estados Unidos y es recibido en triunfo en Nueva York. Pide su pase a retiro, que se le niega, y es, en cambio, designado por el presidente Truman jefe del Estado Mayor General, en sustitución de Marshall. Deja de estar activo en 1948, año en que se le ofrece y acepta la presidencia de la Universidad de Columbia, actividad académica que no le atrae especialmente, pero que le deja tiempo para escribir el libro de memorias Cruzada en Europa, cuya edición y venta le aseguran un futuro económico sólido.
En 1950, cuando tenía 60 años, fue convocado nuevamente por el presidente Truman, esta vez para hacerse cargo de la conducción del comando de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Se traslada entonces a París para organizar desde allí un complejo entramado diplomático, político y militar que luego de la guerra parecía destinado a operar como dique de contención de la presión ejercitada por la URSS.

Según sus propias declaraciones, desde el punto de vista ideológico y de sus convicciones personales, diría: “Yo sería liberal y democrático... pero más bien me defino por lo que no soy: ni un republicano reaccionario del Oeste, ni un demócrata reaccionario del Sur”, declaración que no podemos imaginar en boca de un ingenuo sino de un político sagaz. Además, esta ambigüedad era sólo aparente, porque revelaba la tendencia a la globalidad en cuanto a definición de las responsabilidades internacionales de los Estados Unidos y la búsqueda de fundamento partidario para lo que sería su política exterior.

Eisenhower era un hombre que se movía con seguridad y su secretario de Estado, John Foster Dulles, jamás efectuó un movimiento importante sin su conocimiento y aprobación. El presidente hacía funcionar semanalmente el gabinete y convocaba con frecuencia al Consejo Nacional de Seguridad, al que sometía en consulta todas las cuestiones de su competencia, pero las decisiones las tomaba en soledad.

Y no podemos dejar de señalar el contexto mundial en el que le tocó actuar al presidente Eisenhower en esa década del 50, con la consolidación de los dos bloques surgidos de la división posterior a la Segunda Guerra Mundial y los distintos movimientos, algunos aparentes, otros encubiertos, efectuados por aquéllos en las áreas de Asia y Africa, que protagonizaban el proceso de descolonización. Los Estados Unidos tomaban, con John Foster Dulles, partido por este proceso, quizás afectando los intereses de algunos aliados.
Pero lo más importante para la política exterior estadounidense de la época era la confrontación con la Unión Soviética, perspectiva que iba a incidir gravemente en el sistema interamericano, a través del problema cubano.

Desde luego, hay que tener en cuenta que para Eisenhower el tema era muy serio. Era un apotegma de la política norteamericana de la época que “para actuar con seguridad en materia internacional, era necesario comprender los requisitos de la sobrevivencia”. Y estos requisitos eran múltiples y complejos, ya que el muy probable empate nuclear aumentaba la vulnerabilidad, aunque fuera recíproca, cosa que importaba mucho a una comunidad democrática, informada y satisfecha como la norteamericana. Y bastante menos a una comunidad desinformada, no democrática, pero militante, como la soviética.

Ahí aparece la disuasión como novedad militar. Tradicionalmente, la milicia había sido preparada para la guerra; su prueba era el combate y la victoria, su justificación. Sin embargo, ahora la guerra era considerada la peor de las catástrofes y sólo resultaba idónea una milicia con capacidad para preservar la paz.

El sagaz general Eisenhower demostró tener una cabal comprensión del tema, hecho que se demuestra cuando, poco después de la muerte de Stalin, en abril de 1953, invitó a la dirigencia soviética “a remover la amenaza de una tercera guerra mundial, convocando a un desarme general y al control internacional de la energía atómica con la supervisión de las Naciones Unidas”.

Simultáneamente, da cumplimiento a su principal promesa preelectoral: terminar con la Guerra de Corea, tarea difícil y en la que se impone pese a cierta oposición de su propio partido, y contra la opinión del general MacArthur y la de Syngman Rhee, partidarios de la escalada militar que hubiera involucrado a China.

Aproximadamente en la misma época, previa reunión en las Bermudas con Churchill y con Eden, propone a la plana mayor de los sóviets el programa Atomos para la Paz. Con el apoyo financiero y tecnológico de las superpotencias, establecía aplicaciones pacíficas de la energía atómica, con la responsabilidad de la Secretaría General de las Naciones Unidas. Los soviéticos no apoyaron de inmediato la propuesta pero lo hicieron poco después, colaborando, sobre todo, en el intercambio de información atómica.

La administración de Eisenhower, a pesar de los enormes gastos militares que tuvo que enfrentar, fue excelente y dirigió con tino un proceso de afianzamiento y prosperidad en los Estados Unidos. Puede decirse de Eisenhower que, más que una especie de “monarca constitucional”, como lo calificaron, fue un lúcido administrador del poder más grande del mundo. Supo moderar hábilmente la ortodoxia economicista de su partido y ejecutar un importante programa de bienestar social sobre bases realistas. Y además consiguió superar las tendencias aislacionistas de ciertos amigos, consiguiendo la patriótica subordinación del senador Taft contra alguna de las perversas estupideces planeadas por el senador McCarthy, al que eliminó del panorama político sin violencia aparente. Y supo rendir homenaje a la realidad geopolítica, manteniendo los compromisos de Crimea y Potsdam, aunque apoyando a los “pueblos cautivos del Este”.

En una nota editorial del 25 de julio de 1955, The New York Times dijo: “El señor Eisenhower ha hecho algo mejor que derrotar al enemigo en la guerra, como era su deber una década atrás. Ha sabido prevenir la ocurrencia de la guerra”. Para eso estaba hecho Eisenhower. Otros personajes hubieran enfrentado la fuerza con la fuerza. Pero él tenía el don de arrimar a los contrincantes al círculo de su buena voluntad y modificar las actitudes y la política de los visitantes de la otra parte del Elba.

En su “Farewell Address”, de enero de 1961, quiso “advertir acerca de la adquisición de una desmesurada influencia del complejo militar-industrial, esos 3,5 millones de personas que están envueltas en el negocio de la defensa nacional. Proveedores de ese complejo gastan en el año el equivalente a las ganancias netas de todas las demás corporaciones norteamericanas”. Anunció también que “el crecimiento de ese factor de poder desubicado existe y persistirá”, y sostuvo: “No debemos permitir que esa combinación ponga en peligro nuestras libertades o el proceso democrático”. Es evidente la fuerza que, con el tiempo, adquirió esa dramática advertencia.

Creemos que este militar y gobernante eficaz, prudente y virtuoso estaba verdaderamente lejos de quien hoy preside desde el Partido Republicano los inciertos días de su gran país.

*Periodista, escritor. y diplomático.