ELOBSERVADOR
in memoriam

Eliseo Verón, el semiólogo que pensaba el país con pasión

El intelectual, que falleció esta semana, era colaborador habitual de PERFIL. Aquí, extractos de tres análisis de discursos políticos clave: De la Rúa, Cristina y Scioli. Además, una despedida a Ernesto Laclau. Escriben Abraham, Mora y Araujo, Ramírez Gelbes y Ríos.

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El suicidio mediático de un presidente solo

La bandera, que ocupa como es habitual la totalidad de la pantalla mientras una voz en off anuncia la inminente toma de palabra del señor presidente de la República, no flamea al viento como lo ha hecho más tarde en los programas de la cadena nacional. Es una imagen congelada, donde la cara redonda e inexpresiva del sol, en primerísimo plano, no parece estar iluminando nada. Fundido encadenado a la figura del presidente: en esa noche del 19 de diciembre de 2001, Fernando de la Rúa comunica la decisión que ha tomado ante el agravamiento de la situación y los crecientes disturbios. Comienza así, mirando a cámara: “Compatriotas: culmina un día difícil, han ocurrido en el país hechos de violencia que ponen en peligro personas y bienes, y crean un cuadro de conmoción interior. Quiero informarles que ante eso [sic] he decretado el estado de sitio en todo el territorio nacional e informado al Honorable Congreso”. Acto seguido, se coloca los anteojos para iniciar, sin dejar de mirar a cámara, la lectura del texto preparado de su discurso, donde el anuncio del estado de sitio aparece mucho después, como conclusión de un argumento bastante más largo. Alguien le debe haber aconsejado agregar esa primera frase contundente, que el presidente memorizó, donde está todo dicho desde los primeros segundos, incluidos los tecnicismos legales (“violencia que pone en peligro personas y bienes”, “cuadro de conmoción interior”). Ante “eso”, estado de sitio.
De la Rúa convoca una vez más, como lo había hecho unas semanas antes, “a los partidos políticos, a los gobernadores provinciales, a los bloques legislativos del Congreso Nacional, para acordar las decisiones que exige la hora, pero esa convocatoria queda una vez más sin respuesta. Al día siguiente, y después de dos jornadas de violencia en distintos puntos del país pero particularmente en la Ciudad de Buenos Aires, y de una represión policial que deja un total de 39 muertos, Fernando de la Rúa abandona la Casa Rosada (la famosa escena del helicóptero), después de haber presentado su renuncia.
¿Qué se puede decir de este discurso del presidente De la Rúa, cuya importancia histórica es indudable, puesto que precipitó la violenta represión y los muertos del día 20 de diciembre? Del discurso propiamente dicho, nada o casi nada: son cuatro minutos anodinos, grises, sin ningún momento fuerte. Para los cientistas políticos y los historiadores, el único dato importante sería la declaración del estado de sitio; el modo en que esa información cobró forma en un discurso audiovisual no tendría mayor interés. Conclusión que considero errónea, pero para entender por qué, tenemos que modificar el punto de vista.
De un hecho mediático tomado aisladamente no hay nada que decir, o lo que es lo mismo, se puede decir cualquier cosa. Aunque suene paradójico, el objeto del análisis discursivo no es un discurso en particular, sino un haz de relaciones dentro del cual el discurso que me interesa es un elemento; relaciones de ese discurso con su contexto (que incluye otros discursos) en un momento dado y también a lo largo del tiempo.
Desde el punto de vista de la evolución de las formas televisivas, la intervención de De la Rúa del 19 de diciembre de 2001 corresponde al formato más frecuentemente utilizado en Argentina y en muchos otros países en los años 80 y 90, cuando el ocupante de la posición ejecutiva se pone en contacto con los gobernados, hablándole “al país”, tal como lo anuncia la voz en off: plano medio que es casi un primer plano, donde las manos son invisibles salvo en los momentos de gestualidad pronunciada; mirada permanente a cámara de un cuerpo solitario sentado detrás de un escritorio que casi no se muestra; un espacio cerrado y oscuro –en este caso se adivina, detrás, la decoración dorada de algún salón de la Casa de Gobierno–. A Raúl Alfonsín, en sus intervenciones por la cadena nacional –igualmente sentado detrás de un escritorio y mirando a cámara–, le gustaba ser tomado delante de un famoso cuadro del general Belgrano, también sentado. En algunos casos se solía utilizar con discreción el zoom, acercando o alejando lentamente la imagen. Es un formato que acentúa el desequilibrio del vínculo: el enunciador, desde su solemne soledad, les habla a todos los ciudadanos. (...)
El contexto mediático de aquel momento es un elemento fundamental. Desde el anuncio del corralito por el ministro Cavallo el 2 de diciembre, los medios se focalizaron en el creciente descontento popular y en la multiplicación de las manifestaciones de protesta. Estábamos aún lejos de esos usos de las nuevas tecnologías para la movilización en los espacios urbanos que hemos conocido en los últimos dos o tres años, pero el funcionamiento de la televisión de aquellos días, particularmente de la información continua de Crónica TV y de TN, puede ser visto hoy como un antecedente importante: cuando, a partir de mediados de diciembre, la protesta cobró la forma de asaltos a supermercados y se multiplicaron los cacerolazos, la televisión siguió las 24 horas, en tiempo real, lo que sucedía: el anuncio por televisión de que una concentración de vecinos con cacerolas estaba comenzando en tal barrio de la ciudad era información que permitía salir a la calle y sumarse a la protesta. (...)
El único formato de que disponía para expresarse era el del presidente solitario mirando y hablando a cámara, sentado detrás de un escritorio, en un rincón oscuro de un salón oscuro: un alien. (...) ¿Tenía otra alternativa? Ninguna.

Daniel Scioli y el arte de responder sin definir

La metodología de Scioli no parece consistir simplemente en evitar responder las preguntas directas; lo que hace de manera sistemática es evaluar la pregunta –en la mayoría de los casos de manera implícita–, calificándola: como prematura, como fuera de lugar, como planteada en un nivel que no corresponde, como necesitando una reformulación, etc. Práctica que puede considerarse totalmente normal en un responsable político de primera línea.
Pero claro, a lo largo de sus múltiples intervenciones, Scioli está haciendo también otra cosa: está construyendo un espacio-tiempo político propio, un ámbito que él busca definir como estable: peronista siempre. Ese ámbito trasciende los incidentes menores de la coyuntura, asociados por lo general a motivaciones y ambiciones personales (“yo no tomo decisiones a nivel personal”). En ese espacio-tiempo, Daniel Scioli tiene sus reglas de conducta. Está focalizado en el presente de su trabajo y sus responsabilidades (“Tengo la energía puesta en la gestión, no en cuestiones electorales”). No confronta (“La pelea entre los dirigentes no le soluciona los problemas a la gente. Yo hablo con quien tengo que hablar y no confronto”. “Yo este año no necesité andar peleándome, confrontando, comentando declaraciones de otros; yo me peleo con los que me tengo que pelear, con las organizaciones del narcotráfico, con las injusticias”). No opina sobre temas respecto de los cuales los responsables directamente involucrados no han tomado las decisiones que corresponde (“Si todavía la Presidenta o ella [Alicia Kirchner] no lo han definido, cómo voy a planificar sobre eso”). No sigue los múltiples rumores que circulan sobre los aspectos más diversos de la situación política ni tampoco las declaraciones de tal o cual funcionario (“No puedo andar corriendo detrás de los rumores o haciéndome eco de cada especulación electoral. Soy respetuoso de la democracia, de las opiniones de todos, así que hago mi trabajo y punto”). Y cuando hay un problema de fondo, habla directamente con Cristina: así de simple. (...)
Más allá de la metáfora, un principio: las diferencias son una dimensión natural del vínculo entre las personas que trabajan en un mismo proyecto político. ¿Y el vínculo con la oposición? Si consideramos globalmente los elementos de esta configuración discursiva, no cabe duda de que el perfil público que está construyendo Daniel Scioli es, en sentido estricto, excepcional, único: ningún otro funcionario del Gobierno tiene semejante posicionamiento.
Evaluar su eficacia con respecto a qué objetivos es otra historia. Claro que nada impide especular al respecto, con los consiguientes riesgos.
La distinción, comentada más arriba, entre un espacio-tiempo político estable y trascendente por un lado, y el flujo de los incidentes cotidianos de la coyuntura por otro lado, es una disociación fuerte y resulta extremadamente útil: le otorga a este dispositivo de Scioli una capacidad de absorción de los ataques casi infinita, una suerte de inmunidad que es sin duda el factor más irritante para el kirchnerismo. (...)
La percepción negativa de la táctica de Scioli ya existe, dentro y fuera del kirchnerismo, y puede fácilmente amplificarse: oportunista, está siempre con el oficialismo, antes fue menemista y ahora es cristinista, se traga todos los sapos, etc. Y aun en el caso de una lectura no necesariamente negativa de esa táctica (como es mi caso), hay una gran distancia entre ese dispositivo de esponja, que absorbe desplazando sobre el otro la decisión de una ruptura, y el perfil de un candidato presidencial.

Show cristinista para los convencidos

Todo acto de comunicación mediatizada (...) puede ser reconocido globalmente como perteneciente a una cierta clase (en este caso, supongo que habrá acuerdo en identificarlo como discurso político). Pero a su vez, es posible distinguir, en cada acto de comunicación particular, una serie de dimensiones que se entrelazan para constituir el complejo tejido de la discursividad audiovisual. Si conseguimos  analizar la composición de ese tejido, podemos llegar a ciertas hipótesis sobre sus características y, eventualmente, sobre sus efectos. Lo que sigue es, por supuesto, un ejercicio del que ningún televidente se libra de manera espontánea (tampoco yo): en el consumo, los efectos son el resultado opaco de una multitud de factores de los que el receptor no tiene ni idea en el momento mismo en que están operando sobre él.
Constatación global: dada la manera en que se construye su figura líder, el cristinismo posee una estrategia definitivamente cristalizada y estabilizada: el “retorno” de la señora Presidenta ha sido la reiteración-confirmación de lo que podríamos llamar la poética discursiva de Cristina. Si las modalidades de la comunicación pueden ser tomadas como un anticipo de la metodología de la acción política (cosa que merecería una discusión), lo más razonable sería concluir que, de este segundo mandato, sólo podemos esperar más de lo mismo.
Este último miércoles hubo, por un lado, distintos “momentos” y, por otro lado, varios niveles de discurso funcionando simultáneamente. (...)
A las 19.40 aproximadamente, Cristina se coloca de pie frente a los micrófonos y empieza a hablar. (...) Este fue un largo momento con las mismas características que he descripto en otras oportunidades: interpelación directa a varios de los funcionarios o personalidades presentes, pedido cómplice de confirmación de tal o cual fecha o dato, observaciones humorísticas a propósito de Moreno o de Boudou... Los televidentes asistimos al show, pero quedamos fuera: lógica cinematográfica más bien que televisiva. (...) Esta es la Cristina rodeada de sus fieles y sus amigos, siempre con alguna señal que transmite, simultáneamente, el mensaje: “No se equivoquen, aquí la jefa soy yo”. Poética cristinista en estado puro. La única posible “presencia”, en la poética cristinista, de los simples ciudadanos que miramos televisión es indirecta: resulta implícitamente de la enunciación pedagógica que la señora Presidenta no parece dispuesta a abandonar: Cristina es siempre una maestra cordial, informal, que explica cada cosa para que se entienda. Y esa explicación no puede estar dirigida a los presentes en la sala, que son los miembros del Gobierno responsables directos de cada uno de los temas tratados.
La señora Presidenta introdujo el cuarto y último momento de su discurso con una transición explícita, anunciando que quería decir algo acerca de “cómo fue tratada mi enfermedad”. Y entonces, de manera abrupta, sorpresiva, se instaló un espacio de síntomas: en esos últimos minutos ocurrieron cosas más interesantes que en toda la hora anterior (éste es el tipo de razones por las que el estudio del discurso me sigue pareciendo una actividad fascinante). La obsesión y el ataque directo: a propósito de su cicatriz (que luego exhibió complacidamente a los fotógrafos), Cristina comenta que se le sugirió usar un pañuelo en el cuello, pero que ella decidió no hacerlo porque de lo contrario Clarín iba a decir: “Esta no se operó”. Una frase con tonalidad claramente negativa: sobre su enfermedad “opinaron todos”. Claro, ¿cómo no iban a opinar “todos” ante un acontecimiento que la misma Presidenta calificó minutos antes de “cuestión de Estado”? Habría que recordarle que se trata de lo que se suele llamar la “libertad de expresión”. Y el deslizamiento final, inevitable, imparable, hacia el eje de la verdad y la falsedad, donde el enunciador se define como único ocupante del polo de la verdad: todo el personal del hospital, relata Cristina, estaba asombrado de “tanta mentira”.  (...) En este caso, la moraleja sería un consejo: tener cuidado de no caer en el error de pensar que el ideal de este gobierno kirchnerista es que todos los medios le sean favorables. A lo mejor yo mismo cometí ese error en alguna de mis columnas –no he tenido tiempo de verificarlo. Lo cierto es que el Gobierno y la señora Presidenta necesitan que los medios hablen lo más posible de ellos: la expectativa en torno a la operación de tiroides fue cuidadosamente administrada y alimentada por el Gobierno. Nada más normal. Pero la Presidenta, en particular, necesita desesperadamente que los medios hablen mal de ella, necesita sentirse atacada para poder operar. (...)
Imaginemos una situación –seguramente imposible– en la que todos los medios informativos que hoy son críticos se ponen de acuerdo y reducen a un mínimo sus discursos sobre la gestión del Gobierno: información completa pero escueta, puramente descriptiva, sin comentarios, sin columnas de opinión, sin evaluaciones, sin interpretaciones. No se me ocurre una situación más “destituyente”: apuesto a que se produciría inmediatamente una grave crisis política.