ELOBSERVADOR
fraudes y patrañas

La posverdad

El neologismo fue elegido como la palabra del año por el Diccionario Oxford. Un sustituto moderno para una palabra rotunda y de larga tradición: mentira.

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Chequeo. Según una empresa especializada, el 75% de lo que Donald Trump dijo durante la campaña no era cierto. | Cedoc Perfil
Hasta no hace mucho, nos educaron enseñándonos que  la mentira era uno de los siete pecados capitales e incluso la condenaba el octavo de los mandamientos que Yahvé dictara a Moisés en la cima del Sinaí. En esa línea nos tranquilizaba el Diccionario de la RAE, al despachar la definición sin mayores miramientos: “Mentira: expresión o manifestación contraria a lo que se sabe, se piensa o se siente”.

Hoy el neologismo “post-truth” ha sido elegido como la palabra del año por el Diccionario Oxford, que la define como “lo relativo a las circunstancias en las que los hechos objetivos influyen menos a la hora de modelar la opinión pública que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”.

La publicación británica estima que el uso de la palabra posverdad aumentó un 2 mil% con respecto a 2015. No por casualidad esta discusión sale a la luz en los países de la cultura anglosajona cuando todavía no se han enfriado las cenizas de los incendios que dejaron el Brexit y las elecciones presidenciales en Estados Unidos.

En el siglo pasado, cuando el mundo era más o menos previsible y los cambios políticos, económicos y sociales atravesaban gallardamente y sin despeinarse el jopo las suaves y ondeadas colinas de una estabilidad que creíamos eterna, nadie hubiera podido imaginar que estábamos a las puertas de que recomenzaran fenómenos olvidados de la Historia, como las guerras de religión, la xenofobia o el reverdecer de los liderazgos, mesiánicos aislacionistas y autoritarios, inclusive en los países más ricos y poderosos de la tierra.

¿Así que esto era el futuro?; pues debo confesar que no se parece en nada a lo que yo había imaginado. Pero lo que termina de desconcertarme, heredero remoto como pretendo serlo de la Ilustración y el Racionalismo, es que, si el futuro no es lo que parecía ser tampoco la verdad es ya lo que era, porque lo que ahora importa no es la realidad sino las apariencias, las sensaciones, las emociones.

Falsedades. En EE.UU. existe una empresa llamada “FactCheck” que se ocupa de verificar datos usados en discursos políticos y medios de comunicación, procurando detectar errores, imprecisiones o falsedades. Según sus mediciones, al analizar los debates presidenciales de la última campaña electoral, casi el 75% de lo que dijo Donald Trump no era cierto. Lo curioso es que, si examinamos pormenorizadamente esas afirmaciones, nos encontramos con que había bolazos tan fácilmente detectables como que Barack Obama es musulmán o que el presidente de México, Peña Nieto, toma a su cargo personalmente la tarea de seleccionar delincuentes y asesinos para enviarlos a los Estados Unidos.

Por supuesto que a nadie se le ocurriría proferir estas enormidades sin un análisis sociológico previo que detecte lo que una considerable proporción de gente quiere oír, de modo que fábulas y disparates sirven para asentar y reforzar sus creencias y prejuicios.

Ya no vale la pena hablar de la sobredosis de información con que las nuevas tecnologías han intoxicado al rebaño humano hasta el paroxismo ni de la maraña hiperconectiva que posibilita que la opinión ramplona de un remoto bloguero merezca tanta o más atención que el dictamen emitido por la más renombrada y respetada Academia científica; ya sabemos que, no importa la complejidad del tema tratado, los 140 caracteres de un “tuit” ilustran mejor a muchas personas que todos los tomos de la Enciclopedia.

Pero es que la posverdad no es nueva, no brotó por generación espontánea al amparo del fértil clima de las democracias occidentales, no es el producto exclusivo de las redes sociales. La han usado desde siempre autócratas inteligentes, como Castro o Putin, histriónicos e insustanciales, como Chávez, y hasta torpes y necios como Maduro. Después de todo, una de las artes que no puede faltar en el arsenal de recursos del dirigente político inescrupuloso es ésa: metamorfosear el contexto, zarandear los conceptos y adaptar la realidad a las exigencias de sus objetivos.

Y sin embargo, me resisto a legitimar el fraude y la patraña como circunstancias contra las que no vale la pena luchar, me niego a aceptar que, desde los círculos de la intelectualidad, la ciencia y la cultura, se haga tabla rasa con todas las escalas de valores. Declino pues, tan gentil invitación a abandonar mi anticuada manía de llamar mentira a la mentira y me permito insistir en el rechazo a admitirla entre nosotros, no sólo como algo aceptable y cotidiano, sino incluso más creíble y verosímil que la menesterosa, marchita, triste y amarga verdad.


*Fiscal general.