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Silencio ante el terrorismo y falta de compromiso

Los intelectuales son cada vez menos influyentes en Francia

Lejos de la tradición de los Albert Camus o Jean-Paul Sartre, la intelectualidad parisina parece abandonar la preocupación por la realidad. La política le reclama que asuma el desafío.

Sartre y Beauvoir. Pasean por Saint-Germain-des-Prés en París, una zona cargada de simbolismo.
| Cedoc Perfil
Desde París
 “¿Adónde están los intelectuales? ¿Adónde están las grandes conciencias de este país, los hombres y las mujeres que deben ir al combate? ¿Adónde está la izquierda?”, clamó el primer ministro Manuel Valls el año pasado. Esas preguntas todavía resuenan como un repique de campanas cada vez que algún debate agita la vida política francesa.
 Ese vacío se hizo sentir dramáticamente después de los atentados de enero y noviembre de 2015, frente a los excesos cometidos en la lucha contra el terrorismo en nombre del estado de urgencia o cuando el gobierno presentó su controvertido proyecto de flexibilización laboral. Tampoco nadie abrió la boca cuando Vladimir Putin instaló fuerzas rusas en Siria y comenzó a bombardear a todos los enemigos del presidente Bashar al-Assad con el pretexto de combatir al grupo yihadista Estado Islámico (EI).
Ese silencio ensordecedor induce inevitablemente a preguntarse si no ha comenzado la decadencia de los intelectuales franceses.
Durante años, los franceses habían tomado la cómoda costumbre de posicionarse frente a los acontecimientos trascendentales de su existencia en función de los pronunciamientos de los intelectuales: desde que Emilio Zola publicó su explosivo manifiesto Yo acuso, el 13 de enero de 1898 –en pleno caso Dreyfus–, todos los grandes episodios de la historia moderna de Francia fueron modelados, en cierto modo, por esa aristocracia del pensamiento que heredó los principios y la arrogancia de las élites que determinaban la moral en el siglo de las luces.
 El modelo del “intelectual comprometido” fue una especialidad francesa  –inimitable en el exterior, como la baguette o el queso camembert– que permitió a tres generaciones optar entre el bien y el mal. El paradigma de esos profesionales del compromiso fue Jean-Paul Sartre, quien en su vida firmó 1.120 peticiones, manifiestos y documentos políticos.
 La mayoría de sus pronunciamientos, que solían coincidir con los intereses estratégicos de la URSS, arrastraban a otras personalidades de prestigio que integraban esa élite “infalible” que era conocida en el mundo como la divine gauche: Simone de Beauvoir, Pablo Picasso, Albert Camus  –muy reservado con respecto a la URSS–, Yves Montand y Simone Signoret, Paul Eluard, Juliette Greco, Elsa Triolet, Louis Althusser, Jacques Lacan, Jean Cocteau, Boris Vian, Gerard Philippe, Marc Chagall…
  Durante casi medio siglo, los acordes perfectos de esa orquesta roja ahogaron el clamor de los partidarios del modelo democrático occidental, que la izquierda definía peyorativamente como “reaccionarios”, como Raymond Aron, François Mauriac o André Malraux, quien abjuró del marxismo para convertirse a la nueva “religión” que encarnaba Charles de Gaulle.
 Medio siglo después de la época de oro de Saint-Germain-des-Prés y el Barrio Latino, los intelectuales franceses han perdido prestigio, dejaron de pesar en los grandes debates nacionales y la opinión pública no les presta más atención. Sólo intervienen en las grandes discusiones, aunque no influyen demasiado, quienes tienen el talento necesario para destilar provocaciones o fórmulas impactantes frente a las cámaras de televisión.
 La primera razón de esa progresiva transformación fue el auténtico miedo que inspira la creciente arabización del país y el rechazo que expresan los jóvenes musulmanes a los valores republicanos de Francia, a comenzar por el laicismo. Ese fenómeno se agravó con el auge del islamismo y –más recientemente–  con el atractivo que ejerce el yihad sobre amplios sectores juveniles. Frente a esa “pérdida de los valores tradicionales de la sociedad francesa”, algunos escritores y filósofos han derechizado su discurso hasta el punto de convertirse en portavoces del racismo y de la intolerancia, y otros han girado tan fuertemente a la derecha que están cerca de las posiciones del Frente Nacional (FN).
   En esa corriente figuran algunos pensadores como Luc Ferry, Alain Finkielkraut, Alain de Benoist y Pascal Bruckner, y el polémico ensayista Eric Zemmour, autor de un best-seller sobre el declive de Francia.
Otra corriente reúne a los intelectuales de izquierda, como el sociólogo Alain Badiou, el historiador Benjamin Stora, el ensayista Jacques Julliard y el futurólogo Jacques Attali, ex asesor del presidente François Mitterrand. En medio de esa colisión de colosos quedó el ex guerrillero Régis Debray, quien en 1979 desmenuzó los mecanismos del “poder oculto” en su famoso libro El poder intelectual en Francia: “La prensa manda a la edición, que a su vez manda a la universidad”, decía. Otro intelectual que se esfuerza en mantenerse a mitad de camino entre las dos locomotoras es el filósofo anarco-liberal Michel Onfray, fiel a su consigna de “el pueblo es la víctima expiatoria de los representantes del libre mercado”.
 El combate ideológico se convirtió en batalla campal cuando Alain Finkielkraut fue elegido para ingresar a la Academia Francesa. Su candidatura fue aprobada por 16 votos contra 12 boletines que surgieron de las urnas marcadas con una cruz. Ese signo, inusual en ese recinto de “gente bien educada”, significaba algo más que un rechazo categórico: era un repudio.
“El Frente Nacional ingresa a la Academia”, dijo uno de los miembros, orgulloso de su humor.
Vengativo como un gitano, Finkielkraut logró conocer el nombre de los 12 adversarios, los denunció uno por uno en declaraciones públicas y les prometió venganza.
 La pérdida de influencia de los intelectuales comprometidos en un mundo sin ideologías ni causas sublimes –con debates banalizados por las redes sociales y los talk shows de televisión– adquirió características dramáticas en la medida en que la nueva generación relegó la reflexión a segundo o tercer plano.
 En 2008, antes de ser absorbido por el star system y las tapas de las revistas del corazón, el escritor peruano Mario Vargas Llosa sostenía que el intelectual “se ha esfumado del debate público” a nivel mundial porque en la sociedad del entretenimiento “el pensador sólo interesa si sigue el juego de moda o se vuelve bufón”.
 Ese diagnóstico se aplica perfectamente a Francia. Luego de la muerte de André Glucksman –uno de los últimos paladines–, incluso personajes de primer nivel como Alain Touraine, Guy Sorman, Alain Minc o el inefable Bernard-Henri Levy desaparecieron del radar y sólo resurgen episódicamente cuando deben promocionar sus libros.
 Otra de las razones que explican la decadencia de los intelectuales en Francia –para nada insignificante– es que, en lugar de pensar, dedican gran parte de su tiempo a rentabilizar su capital de prestigio, cerrando seminarios organizados por grandes multinacionales con una breve reflexión o participando en conferencias pagas –entre 10 mil y 25 mil euros por 45 minutos de intervención–, asistiendo a comidas con empresarios, participando en emisiones de radio y televisión, y a cócteles de esa nueva clase denominada bobo (apócope de burgueses bohemios).
Esa despliegue, por ejemplo, obliga a Finkielkraut a realizar un permanente ejercicio de reciclado. Su último libro, La única exactitud, publicado en octubre pasado, es la versión escrita de las charlas e intervenciones que tuvo durante dos años en la Radio Comunitaria Judía (RCJ), luego publicadas como crónicas en el mensual Causeur y reunidas finalmente en un volumen de 306 páginas.
 El dinero es, al parecer, la única preocupación común entre los pensadores de izquierda y derecha. Finkielkraut, que ganaba 3.600 euros mensuales por dirigir un programa en la radio France-Culture, recibió una propuesta “diez veces superior” para mudarse a la emisora comercial Europe 1, pero finalmente la rechazó. La estrella de la profesión es el economista Thomas Piketty, quien vendió un millón y medio de ejemplares en el mundo de su libro El capital en el siglo XXI.
 Entre los intelectuales, la lista de best-sellers la encabeza Onfray con 794 mil ejemplares vendidos entre 2011 y 2015, pero esas cifras no tienen en cuenta las ediciones en el extranjero.
 Algunos académicos temen que, si prosigue a este ritmo, ese eclipse progresivo termine por dar la razón a la profecía que lanzó Régis Debray en el año 2000 cuando pronosticó “el fin de los intelectuales”, debido al “cambio de naturaleza de la política en Occidente”.
 “Lo que fue un signo positivo de nuestra nueva modernidad –una ayuda a la madurez y a la toma de responsabilidades– se convirtió en un factor negativo que infantiliza y esteriliza las energías”, escribió en un libro de 198 páginas, titulado I.F. (Intelectual Francés) continuación y fin.
Más que un diagnóstico, esa frase podría servir acaso como un epitafio