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Repercusiones del polemico informe

Polaquito: estrategias para hablar sobre los ‘pibes chorros’ en el hogar

La autora analiza cómo repercute en las familias aquello que se ve en los medios y cómo hacer para responder al desafío ético en un contexto de inseguridad.

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Lanata. La autora no sólo cuestiona el método con el que se hizo el informe. También reflexiona sobre cómo repercute sobre el aspecto moral de los televidentes. | cedoc

Decir algo que aporte, que sume, al caso del Polaquito, parece superfluo. Como todo “caso mediático” –recomiendo para este tema consultar el libro de Damián Fernández Pedemonte, La violencia del relato–, su impacto emocional y las diferentes aristas que el periodismo llevó a la exacerbación merecen una mirada amplia y comprehensiva.

Hemos escuchado hasta el cansancio a adultos que se intercambian acusaciones unos contra otros, que sólo confunden y dividen a la opinión pública argentina, que lo que no necesita son más divisiones.

Hemos visto una y otra vez la entrevista a este niño que se acusa a sí mismo de delitos reales o ficticios, que sorprende con su conocimiento sobre las armas, que habla de su padre preso, de su adicción a la droga desde los 8 años, que muestra lo que todos sabemos y que nadie quiere ver: la pobreza es la madre de todos los males. El niño es uno en miles, su familia es una en miles. Lo que nos interpela no es el miedo a los llamados “pibes chorros”; lo que nos incomoda es saber que todos somos responsables, en mayor o menor medida, de que tantos argentinos vivan en condiciones indignas.

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Es cierto que es una vergüenza la forma en que se politizó la entrevista, que es una vergüenza que haya personas que quieran beneficiarse del horror cotidiano en que viven tantos compatriotas. Desvalidos, sumidos en el hambre y la ignorancia, esclavizados por los grupos que deberían ayudarlos, maltratados por las autoridades que deberían protegerlos.

Además, el responsable de la entrevista nunca respondió cómo se consiguió realmente esa nota. Decir que en un programa como el suyo iba a hacerse una investigación en un jardín de infantes de Lanús roza el surrealismo. Caballero, usted tiene una responsabilidad frente a su audiencia. No insulte la inteligencia de los que lo escuchábamos mal defenderse. Jamás nos explicó cómo se produjo realmente esa edición que vimos en la tele. Nunca supimos qué fines se perseguían al presentar a un chico que le preguntaba al periodista por qué quería saber sobre su vida y éste le mentía al callar que era una nota para la televisión. Si hubiera admitido un solo error, si se hubiera disculpado, muchos pensaríamos distinto de usted.

Claro que hay que hacer visible lo invisible. Claro que la gente que come todos los días, que manda a sus hijos a la escuela, que tiene un trabajo, debe ver la realidad. Porque los gobiernos usan a estos argentinos como les conviene, porque las agrupaciones que dicen defenderlos se enriquecen a costa de ellos, porque nadie los escucha, porque nadie quiere verlos.

¿Qué queda de todo este espectáculo repulsivo? ¿Qué mensaje educativo les dejamos a nuestros hijos que no son pobres? ¿Quién se hará cargo del tremendo desamparo y de la estigmatización, no sólo de los niños sino de todas las familias pobres? Ese es el problema de fondo. Cómodos en nuestras casas, nuestros chicos discuten por qué todavía no les compramos el último modelo de celular; la publicidad les dice que merecen ir a Orlando a conocer Disney World; nosotros los dejamos horas ante las pantallas, porque estamos tan cansados de trabajar que no tenemos tiempo para hacer de padres.

Y muchos de nuestros chicos, a quienes a diario otros chicos les roban sus celulares, pasado el susto ya tienen el nuevo modelo de repuesto. No pienso siquiera en los ricos. Viven tan lejos de esto que no les llegan ni unas cosquillas. Muchos ricos se precian de sus galas fastuosas para recolectar dinero para los pobres. Encerrados queden en su incoherencia.

Pienso, sí, en la indiferencia de los que componemos la clase media respecto de las familias que viven en la indigencia. El padre del Polaquito fue a la cárcel por primera vez a los 18 años. ¿Dónde están nuestros hijos a esa edad? La mayoría estudiando en la universidad. La mayor parte no busca trabajo, porque nosotros, sus padres, trabajamos el doble para que ellos estudien tranquilos, salgan con sus amigos, vacacionen y, con suerte, se vayan de intercambio estudiantil.

Poco les hemos enseñado la cultura del esfuerzo y del ahorro que signó a nuestros padres y abuelos. Pero ¿quién les enseñó algo a tantas familias pobres, a tantas madres, niñas que llevan a sus hijos a la escuela, temprano, con frío, uno en el cochecito, dos caminando con sus mochilas y el cuarto en el vientre? Porque de eso soy testigo todos los días cuando salgo a trabajar. Y, cobarde, nunca me detengo a decirles cuánto las admiro y compadezco a la vez. Porque la lástima nos sale fácil y dura poco.

Nos rasgamos las vestiduras porque la cara del pequeño, del Polaquito, no estaba bien oculta en la nota, clamamos desde los organismos internacionales cómo debe realizar un periodista la cobertura de los menores de edad. (Perdón por usar la palabra “menor” pero, en mi época significaba más pequeño, y ahora los llamados políticamente correctos, como diría Umberto Eco, nos dicen que “menor” alude a criminal).

No son las palabras las que van a mejorar la vida de tantos argentinos. Hagamos silencio de una buena vez. No perdamos el tiempo discutiendo minucias. Sordos al dolor del prójimo, de nuestras bocas fluyen palabras huecas, increíblemente absurdas.

La televisión, los diarios, la radio, se llenan de voces intemperantes. Cada cual lleva agua para su molino y no se acuerda de los miles de polaquitos ni de sus familias, hundidas en el pozo del olvido del 70% de los argentinos que sí tiene agua corriente, que paga la alta tarifa de la luz pero la paga, que tiene auto, que puede darles a sus hijos la leche, el pan, las vacunas, que los manda a la escuela y que les regala muchas otras cosas que no necesitan. De esta manera, a nuestros chicos, que no son pobres, sin darnos cuenta estamos preparándolos para perpetuar la indiferencia por el otro.

Y sí, la voz del Polaquito no se distorsionó como indicaba la normativa. Sin embargo, esa falta de ética periodística permitió –no hay mal que por bien no venga– que la voz del pequeño sonara y clamara en el desierto del corazón de tantos argentinos. Porque así hablan los analfabetos, señores, así hablan los chicos que pasan sus días en la calle, con malas compañías que los inician en la droga, y todos sabemos quiénes se benefician con ese negocio. También sabemos que la droga lleva al crimen.

A diario nuestras propias familias se ven destrozadas por la violencia impune. No obstante, nada mejora. Nos falta el coraje de exigir a funcionarios y políticos que no nos roben más y que usen el dinero de nuestros impuestos para crear viviendas, hospitales bien provistos, cloacas, escuelas en las que los maestros enseñen, trabajo honesto para los padres, jardines maternales para las madres que trabajamos fuera del hogar. Nos falta coraje para demandar justicia por nuestros compatriotas condenados a la pobreza y a recibir migajas de nuestras mesas o subsidios inmorales que los tornan cautivos de delincuentes disfrazados de defensores de los derechos humanos. Lobos con piel de cordero.

No alcanza con el optimismo y con creer que se puede. “Argentinos, a las cosas”, nos dijo Ortega y Gasset. Argentinos, a trabajar por todos, a demandar por nuestros derechos humanos y los de los más indefensos. Basta de discursos. Basta de escuchar y de que nos digan más mentiras. Miremos a nuestros hijos a la cara y preguntémonos a nosotros mismos: si no te enseño el coraje para luchar por tu dignidad y por la de los otros, ¿para qué te estoy educando?


*Profesora de la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral.