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Poscomunicación y pospolítica ante las crisis

El desencanto con los relatos puede abrir paso a una era en la que se apliquen políticas públicas por su contribución al bien común y no por su comunicabilidad.

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Cuidados. En el paradigma actual, hasta las fotos en las listas electorales se diseñan de acuerdo a ideas comunicacionales. | cedoc

Soplan auspiciosos vientos en la historia de la cultura para el prefijo pos-. Ahora, al fin, desde hace un tiempo, parece haberle llegado el turno a la pospolítica y a la poscomunicación. En efecto, como categorías analíticas la política y la comunicación se han saturado exponencialmente, ya no dan más de sí. El rédito y el crédito que les quedaban se han agotado.

Asistimos, con frenesí entusiasta y disimulado desencanto al mismo tiempo, al triunfo (y decadencia) de la pan-política y la pan-comunicación. Porque si todo, absolutamente todo, es política y comunicación quizás ha llegado el momento de decir que nada lo sea. Hasta las próximas elecciones presidenciales podremos todavía habitar la ficción de que política y comunicación son un matrimonio de conveniencia -y connivencia- pero matrimonio al fin, hasta el extremo de que la expresión comunicación política se nos antoje por ahora una tautología.

Sofistas en la red. Pero a partir de diciembre, gane quien gane, las cosas nunca volverán a ser como antes, cabe augurar un estruendoso divorcio. No es en modo alguno una certeza, no puede serlo, sino tan solo un presentimiento, un presagio esperanzado. En la previsión de que ningún gobernante, el que sea, podrá revertir a corto plazo la penosa situación económica en la que nos encontramos, se producirá un hondo desencanto con la política, añadido al hastío ya existente. En la presunción y sospecha razonables de que el criterio para seleccionar qué políticas públicas han de ponerse en práctica no es su contribución al bien común –o al bien particular de los más necesitados- sino su comunicabilidad, preferentemente espectacular, se producirá un triste desencanto con la comunicación.

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Habrá llegado entonces, quizás, y por ventura, el momento de la pospolítica y la poscomunicación. Una comunicación de la política que abandone su lógica espectacular y distante, seductora, eminentemente visual, argumentalmente polarizada, sofística, a veces mendaz, cínica, para dar paso a una comunicación basada en la retórica, la persuasión y la oralidad primitiva, original.

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En Grecia, Aristóteles distinguía muy bien entre la sofística y la retórica. La primera vendría a ser el (mal) arte de hacer verosímil lo falso mientras que la segunda sería el (buen) arte de hacer verosímil lo verdadero, pues las verdades no siempre son evidentes de por sí. Casi toda la comunicación política hoy es pura sofística, envuelta en un sinnúmero de imágenes y sonidos impactantes perfectamente diseñados (y producidos) y eslóganes de mejor o peor fortuna, segmentada para según qué públicos y con una agenda de temas soft determinada por las encuestas de opinión pública realizadas previamente.

Hay, pues, en comunicación política un paradigma decadente o 1.0 y un paradigma emergente o 2.0. Por ahora, parece imperar el primero. Poco importa el muy intensivo uso que se haga de las redes sociales, community managers, trolls, bots y fake news incluidos, eso no cambia la naturaleza avejentada y obsoleta del paradigma. Sigue siendo una comunicación política invasiva, vertical, unidireccional, descendente, monolítica, monocorde.

Liberales y youtubers. En efecto, carece de relevancia que casi todos los políticos tengan muy activas cuentas en Facebook, Twitter e Instagram, incluso canal propio en YouTube. Nada de eso significa en modo alguno que sean políticos 2.0 en la precisa medida en que siguen intensamente apegados a los antiguos y obsoletos modos de hacer política, la muy reaccionaria y antigua cultura tribal de la polémica ácida y corrosiva, de la grieta, de la disputa, del desaire, del desmerecimiento ajeno, del desprestigio, del desprecio, de la diatriba furibunda y enajenada, del exabrupto, de la intemperancia, del desencuentro, de la enemistad, de la ofensa, de la descalificación ontológica, del exorcismo: la negación del otro en tanto que otro, la extradición definitiva del considerado enemigo. No existen hoy política ni comunicación 2.0, mal que nos pese, muy a pesar de las apariencias en sentido contrario. No se trata de políticos 2.0, sino tan solo de los mismos (viejos) políticos de siempre, haciendo la misma (vieja) política de siempre, pero usando ahora las novedosas plataformas sociales.

La comunicación política del primer cuarto del siglo XXI sigue poniendo sobre la mesa nuestro viejo e irresuelto debate entre democracias representativas y democracias participativas. Por supuesto que con las redes sociales quienes poseen el poder o aspiran a él están mucho más sujetos a nuestro escrutinio, imposibilitados ya y para siempre de su viejo anhelo por situarse en el Panóptico de Bentham, para ver sin ser vistos.

Pero escrutinio privado de lo público no es todavía sinónimo de diálogo y participación, por muy incisivo que ese escrutinio resulte. La democratización en el libre acceso a la información que han propiciado las nuevas tecnologías no ha traído de la mano todavía una paralela democratización del libre y voluntario acceso a la participación.

Vieja política, nuevo formato. El desvalimiento de la ciudadanía, la escasa procura de sus intereses, es directamente proporcional a los onerosos (y ostentosos) énfasis propagandísticos puestos en ella. En cierto sentido, puede decirse que toda propaganda es reaccionaria, más un estilo comunicativo del siglo XX que del siglo XXI. A pesar de la creciente segmentación de los públicos, lo que llevaría a pensar en una comunicación política más personalizada, siguen vigentes diversas técnicas propagandísticas de la más rancia estirpe. Las cadenas nacionales son un inmejorable ejemplo al respecto.

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La política 2.0, la que nos espera a partir de diciembre, no vendrá de la mano de cambios tecnológicos –ya vigentes- sino culturales. Se trata de un nuevo elenco de valores, valores 2.0: desintermediación de todos los procesos políticos y comunicativos, confianza, concordia, solidaridad, diálogo genuino, sereno y fecundo, descentralización, horizontalidad, innovación, reducción del control y la burocracia, conversación, creatividad, construcción colectiva y colaborativa del conocimiento, liderazgos inspiracionales, sí, pero transformacionales y conversacionales al mismo tiempo… La vieja política y la vieja comunicación política están exhaustas y a duras penas resisten a los acuciantes embates de su deterioro. Es la enfermedad mortal de la que hablaba Kierkegaard, el aburrimiento: nos aburren mortalmente.

Y eso no tiene, por ahora y por un tiempo, ni cura ni remedio. Baste pensar en los grandilocuentes e inflamados discursos de algunos de nuestros líderes recientes, o en las insulsas exposiciones públicas de otros, para concluir casi siempre lo mismo: no nos hablan a nosotros, le hablan a esos abstractos nichos de audiencia que sus asesores expertos creen haber identificado a ciencia cierta. Se dignan a concedernos su atención solo en cuanto nos perciben como potenciales votantes a favor de una fuerza u otra, no nos ven como ciudadanos de una comunidad sino como un censo de electores, no como un foro sino como un target. O se hablan los unos a los otros, se tienen por únicos interlocutores, en una muestra más de la profunda crisis de la representatividad política que nos aqueja.

Representatividad. Para que esto se revierta resulta indispensable la cooperación de los medios, hasta la fecha más preocupados por la agenda temática que sugieren los políticos que por la que requieren y reclaman los ciudadanos. Ciertamente, conviene hacerlo notar, en no pocas ocasiones los medios se adelantan a la agenda que pretenden imponer los políticos y sus innumerables asesores, de los que he sido parte en el pasado, en especial en cuanto concierne a escándalos de corrupción y a la promoción de los derechos humanos y sociales. Ahí sí llevan la delantera, definitivamente. Pero en lo referido a la cobertura informativa ordinaria de la vida política, ¿quién representa en el espacio público los genuinos y legítimos intereses comunicativos de la ciudadanía?

El advenimiento de la política y la comunicación genuinamente 2.0 depende menos, mucho menos, de los profesionales que se dedican a esas tareas y más del común de los ciudadanos. Las profesiones tienden a querer conservar a toda costa sus privilegios de clase, aun en la cubierta quebradiza del Titanic. Solo de una ciudadanía activa y comprometida con los asuntos públicos cabe esperar cambios en la política y en la comunicación. En la Historia de la guerra del Peloponeso, Tucídides recoge un célebre discurso dirigido por el gran orador Pericles a los atenienses para convocarlos a luchar contra Esparta: “No considero inofensivos, sino inútiles a aquellos que no se interesan por las cuestiones públicas”.

El término griego preciso utilizado por Pericles no es exactamente el de “inútiles”, sino el de “idion”, de donde procede nuestra palabra idiota. Así, serían idiotas los que han elegido pasar su vida consigo mismos, en su sola compañía, desinteresados de los avatares de la vida cívica de la que forman parte, remisos a prestar cualquier consideración a sus semejantes.

En contra de la concepción pragmática (y decadente) dominante, Vaclav Havel, intelectual y primer presidente de la por entonces recién creada República Checa, aseguraba que “la política es el arte de lo imposible”. De una mayor atención a los demás, de su procura, de su cuidado, depende una comunidad política más fecunda, en la que todos podamos hablar, en la que todos podamos ser escuchados. Desde Grecia, ése, y no otro, es el profundo y viejo secreto de la democracia. Y su más profundo y vigente desafío.

*Maestría en Comunicación Política, Universidad Austral.