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como deben actuar las fuerzas de seguridad

Protesta sin control: símbolo de la incapacidad de la dirigencia

De los noventa al fin del kirchnerismo, puede percibirse un giro en la manera de manifestarse en la calle de los descontentos de la sociedad. Una suerte de privatización de la violencia, que requiere nuevas estrategias y protocolos para enfrentarla con eficacia dentro de los ejes de la institucionalidad.

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Cuatro olas. De los noventa a hoy, hubo cuatro momentos clave para entender cómo varió la protesta social. El primero, del 90 al 97, estuvo signado por los hechos de Cutral-Co. Entre el 97 y el 2001, fue el nacimiento del movimiento piquetero. A eso, le siguió la crisis del 2001. Del kirchnerismo a hoy, el eje está en los movimientos sociales. | cedoc

La protesta social y su control se han transformado en esos asuntos que representan grotescamente la incapacidad de la dirigencia de consensuar el abordaje de un problema e implementar las acciones para resolverlo. Si no se generan las regulaciones adecuadas y se desarrollan las capacidades necesarias para administrar una protesta que se ha fragmentado, y controlar una violencia que se ha privatizado y mercantilizado a lo largo de los últimos veinte años, seguiremos rehenes de situaciones en las que perdemos todos.

Violencia privatizada. Aun a riesgo de (sobre) simplificar, la restauración de la democracia trajo cierta normalización de la conflictividad político-social inherente a toda sociedad moderna, con sindicatos y partidos políticos tradicionales prácticamente monopolizando su administración. Ambos eran actores institucionalizados por el sistema, con legalidad y legitimidad para determinar cuándo, dónde, por qué y para qué protestar. Esto permitía que el conflicto se administrara por sus élites con cierta racionalidad, entendida como una calculada adecuación de medios legales a fines legítimos.

Sin embargo, la década del noventa rompió este cuadro. Con la desarticulación del Estado de bienestar, la liberalización de la economía, y las privatizaciones comienza un proceso que –de la periferia al centro y en sucesivas olas– fue fragmentando la protesta social y privatizando y mercantilizando la violencia.

La primera ola (1990-1997) se origina en los directamente afectados por las privatizaciones y la crisis de las finanzas provinciales. El Santiagazo (1993) fue un preludio, pero es en Cutral-Co y Plaza Huincul, primero (junio de 1996) y General Mosconi y Tartagal, después, donde empiezan a emplearse actos de fuerza –“piquetes”– como medios legítimos para la reinserción laboral de los desocupados. Así, lentamente se despliega el proceso de privatización de la violencia por actores que conforman un “movimiento social” distinto y separado del sindical tradicional (vgr. CTA, 1992).   

En la segunda ola (1997-2001) el conflicto se mueve de la periferia al centro y los “movimientos sociales” adquieren ciertos rasgos organizativos (FTV, Barrios de Pie, CCC, PO, MTR, MTL, MIJP, Coord. Aníbal Verón, etc.). La gestión delarruista comenzó a canalizar los programas sociales a través de ellos de modo de hacerle un “bypass” a los intendentes (peronistas) del Conurbano que los manejaban. Entonces, se inicia un lento, pero constante camino de mercantilización de la violencia.

La crisis del 2001 marcó la tercera ola, incorporando a las clases medias a la protesta social, con actos de fuerza hacia los bancos que habían incautado sus ahorros. En un contexto de quiebre generalizado del contrato social, de las reglas mínimas de concordia, y de los frenos inhibitorios, las razones de las protestas de los distintos grupos legitimaban los actos de fuerza empleados. De allí el consenso respecto a la “no criminalización de la protesta”, el cual abrió la puerta a la suspensión discrecional de la ley en razón de la excepción. En otros términos, el fin o las circunstancias cualificaban los medios.

Finalmente, la cuarta ola abarca de la era kirchnerista a nuestros días. Sus gestiones llevaron a los movimientos sociales a su máxima expresión, como forma de reducir la dependencia del aparato justicialista bonaerense. Estos adquirieron una administración económica propia y completaron el mentado proceso de mercantilización de la violencia, pues los actos de fuerza se transformaron en la práctica sistemática que justifica la existencia de la organización, equivalente a la declaración de huelga para los sindicatos.

Pero en esta época también se sumaron a la protesta los sectores más acomodados, cuando –en ocasión de la discusión por las retenciones– las entidades del campo desplegaron actos de fuerza por distintas rutas del país. Así, la coacción, aunque en intensidad y frecuencia distinta, se ha legitimado transversalmente como medio para expresas protestas. Por ello, hoy los actos de fuerza los realizan vecinos de barrios de clase media que cortan la calle cansados de sufrir largos cortes de luz en pleno verano, o que toman y destruyen una comisaría por un hecho de inseguridad que atribuyen a la inoperancia y/o complicidad policial. También lo hacen alumnos de escuelas secundarias, en queja por la calidad de las instalaciones educativas o alguna medida pedagógica, y facciones sindicales no oficiales, que toman o bloquean una fábrica, o grupos de DD.HH. que escrachan genocidas. Sin olvidar a simpatizantes que festejan el día de su club con movilizaciones y cortes, sectores marginados que saquean un supermercado en reclamo de comida, o grupos indígenas que reivindican tierras.

Frente a este escenario de fragmentación de la protesta y de privatización y mercantilización de la violencia, ¿qué hacer?

Regulación, disuasión y sanción. En general, la dirigencia política ha optado por la “no criminalización” de la protesta social, zona de confort entendida como actitud prescindente frente a ella. Dicha posición se funda en una combinación de sentimiento de culpa, por las causas económico-sociales de la protesta, y de temor, por las consecuencias potenciales del ejercicio de la violencia estatal.

Cuando la acumulación de “daños colaterales” originados por tal prescidencia alcanzaba cierto nivel de hartazgo, entonces el péndulo momentáneamente se corría a la posición de “imperio de la ley”, conseguido a fuerza de policía y Código Penal. Ello a pesar que ni las policías tienen la capacidad –hombres, doctrina, entrenamiento, equipamiento– ni la legislación refleja la complejidad del problema.

Ahora bien, entender el problema es condición necesaria para solucionarlo. Para ello es menester descomponerlo en: a) la protesta social, derecho reconocido por la Constitución Nacional y los tratados de DD.HH.; b) su ejercicio en el espacio público, pasible de regulación y control como cualquier otro derecho (art. 28° Constitución Nacional) o conducta desarrollada en aquel ámbito; c) los actos de violencia privada, reprochables penalmente.

De tal entendimiento se sigue la necesidad de una nueva política de protección del orden público y la protesta social basada en los siguientes ejes. Primero, un nuevo plexo normativo que, reconociendo el derecho inalienable a la protesta, establezca regulaciones claras y justas respecto a las condiciones bajo las cuales éste debe ser ejercido. Considerando la fragmentación de la protesta, dichas regulaciones deben ser equitativas, amplias y flexibles, de modo que resulten legítimas.

Segundo, un conjunto de sanciones administrativas y contravencionales para disuadir el incumplimiento de aquellas regulaciones, junto a un procedimiento ágil y transparente para aplicarlas. Sucede que la fuerza pública y el recurso penal es la última “ratio”, pero no puede ser la única so pena de socavar su eficacia como protector del orden público. Multas, suspensiones temporales de personerías, quitas de subsidios o beneficios, inhabilitaciones, etc. deben formar parte del conjunto de instrumentos mediante los cuales se induce al cumplimiento de las regulaciones al ejercicio del derecho a la protesta. La reciente legislación mendocina en la materia debe ser considerada en tal sentido.

Tercero, nuevos tipos penales y agravantes para disuadir los actos de fuerza que se cometen en ocasión de protestas, pues es necesario separar y aislar a la violencia. Así como no hay peor enemigo de la paz que el pacifista, no hay mayor peligro para la protesta social que el permisivo, pues la creciente privatización de la violencia socava la legitimidad de aquella.

Finalmente, una profunda modernización de la parte delgada del hilo: las policías.

Acciones concretas. En este escenario resbaladizo, éstas se han guiado por el imperativo de la situación, viendo cómo actuar según el momento político, el organizador, el lugar, el clima social, etc. Es decir, cualquier cosa menos la imparcial e igualitaria aplicación de la ley. Para alcanzar este ideal es necesario: a) reforzar la cantidad de efectivos disponibles para la protección del orden público, asumiendo que es una especialidad crítica dentro de la función policial; b) modernizar la doctrina en la materia, inadecuada aún para contener la multiplicidad de formatos de protestas y de las misiones deseables en cada uno; c) mejorar el equipamiento, estrechamente vinculado con el aumento de la disuasión y la disminución de los daños colaterales por el ejercicio de la coacción estatal; y d) aumentar la cantidad y calidad del entrenamiento, pues es el que permite encarnar la nueva doctrina y emplear adecuadamente el moderno equipamiento.

La protesta social en Argentina, y su manifestación en la calle bajo las características descritas, vino para quedarse. Frente a ello, cuadra el viejo adagio inglés: “quien no tenga cabeza para pensar, deberá tener espalda para soportar”.

* Politólogo. Especialista en seguridad.