ELOBSERVADOR
a 25 años de la reforma constitucional

Tres reflexiones de un constituyente de Santa Fe

El ministro de la Corte Suprema de la Nación Horacio Rosatti repasa los legados más importantes dejados por la Convención, de la que se cumple este año un cuarto de siglo.

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Solemnidad. El por ese entonces ya ex presidente Raúl Alfonsín, uno de los autores del Pacto de Olivos, jura como constituyente en Santa Fe en 1994. | cedoc

Ha pasado un  cuarto de siglo desde que la Convención Constituyente sesionara en Santa Fe y legara al país la reforma constitucional más democrática (por la amplitud de los sectores representados), más legítima (por la forma en que los convencionales fueron elegidos) y más transformadora (por la vastedad de la temática incorporada) de la historia argentina.

Más allá de los análisis técnicos, que abundarán en estos días en que se conmemora el evento, de todo aquello que se pondere como acertado o desacertado, la experiencia social, política y económica de los últimos 25 años permite formular una mirada retrospectiva más profunda y extraer enseñanzas más duraderas.

El consenso y la grieta. La instalación de la Convención Constituyente de 1994 estuvo dominada por fuertes críticas al acuerdo previo celebrado por los partidos mayoritarios de la época. Expresado en el llamado “Pacto de Olivos”, el consenso fijó la agenda de los temas a tratar en la ley de convocatoria de la Convención reformadora y, en algunos casos, el sentido de la decisión que sobre ellos debía tomarse. Este acuerdo fue etiquetado, por parte de quienes lo combatían, como una afrenta a la libertad de acción de la futura Convención Constituyente.

Disentía con esa crítica entonces y disiento ahora. Prefiero que las bases de una reforma constitucional se expresen antes de que la Convención se reúna, y que los temas susceptibles de modificación se discutan previamente en la sociedad y se plebisciten en ocasión de la elección de convencionales. Un acuerdo no es espurio si es explícito, publicitado y refrendado por el pueblo. Las decisiones que surjan en cumplimiento de estos mecanismos participativos tienen mayor legitimidad que las que son producto del albedrío de un grupo de representantes reunidos en Asamblea por un tiempo limitado.

Lo cierto es que la labor de la Convención reformadora de 1994, que se había iniciado en un contexto de sospechas y temores, dominado por la creencia de que lo único que importaba era habilitar la reelección del Presidente de entonces (luego de lo cual –decían algunos– la Asamblea habría de clausurarse), culminó con la sanción del texto que hoy nos rige, votándose una profusión de normas que ubicaron a la ley fundamental argentina a la vanguardia de los documentos nacionales de su clase. La Constitución fue jurada por los convencionales en un clima de euforia patria.

Más allá de las interpretaciones sobre el acierto o desacierto del texto aprobado, fue evidente que las divergencias de opiniones propias del caleidoscopio político representado en la Asamblea no frustraron las convergencias. Convergencias que adquieren un significado mayúsculo teniendo en cuenta lo que había pasado antes de 1994 y lo que sucedió después.

Si quisiéramos decirlo con términos actuales, diríamos que en la Convención no hubo grieta; o, mejor aún, que la grieta que había se superó en la Asamblea.

O sea que si fue posible hacerlo, es posible hacerlo.   

Instituciones y cultura política. El Barón de Montesquieu, uno de los padres de la teoría contemporánea de la división de poderes, consideró hace casi tres siglos que los desbordes de los gobernantes debían ser evitados, corregidos y –eventualmente– sancionados por medio de las instituciones. Las instituciones son, en ese sentido, artefactos creados por el ser humano para incidir desde afuera –mediante órganos especializados– hacia su interior. Expresan un cierto pesimismo respecto de la producción de cambios que surjan desde la intimidad del ser humano (conciencia) y se proyecten hacia sus actitudes concretas (conducta).

La posteridad asignó a la teoría de Montesquieu una gran dosis de verdad y las instituciones se impusieron como una herramienta para la producción de normas, la gestión política y la aplicación de sanciones. Contribuyeron eficazmente a la gestación y consolidación de los sistemas republicanos y se erigieron en instrumentos necesarios para la evolución democrática. Necesarios, pero no suficientes.

Algunas reformas institucionales introducidas en la Convención Constituyente de 1994 fueron autosuficientes, bastó con escribirlas en el papel para que se concretaran en la realidad; a título de ejemplo, la elección directa del Presidente y vice (en reemplazo del anticuado e incomprensible sistema de Colegios Electorales), o el acortamiento de sus mandatos (de seis años a cuatro). Pero otras reformas no pudieron concretarse; también a título de ejemplo, ¿cómo se justifica que no se haya hecho una sola consulta popular nacional desde 1994 a la fecha, siendo éste un mecanismo incluido en la reforma, con diferentes variantes?, ¿es que no ha habido en todo este tiempo temas que lo justificaran?

Tal vez algunas reformas no pudieron aún ser concretadas porque no bastaba con institucionalizarlas; porque debían ser precedidas (o acompañadas) por una modificación de las bases culturales de nuestra forma de entender (y practicar) la política. Pues así como el cambio profundo y verdadero, tanto a nivel personal como social, es el que fluye desde adentro hacia afuera, y no al revés (la obediencia ciudadana más genuina es la que se practica por convicción y no por temor a la sanción), así también las instituciones deben tener un complemento subjetivo, espiritual, que es la cultura. La cultura política.

Siempre recuerdo a mis alumnos de Derecho Constitucional la reflexión del Presidente Sáenz Peña luego de sancionarse, en 1912, la ley electoral que consagraba el voto universal: él pensaba que se había institucionalizado el sufragio, pero que aún debía crearse al sufragante.  

Es algo que no debemos olvidar: así como no hay república sin instituciones republicanas, tampoco la hay sin ciudadano/as republicano/as. Las primeras pueden crearse en una Convención, lo/as segundo/as no.

Pluralidad y uniformidad.  En un principio… fueron las provincias. Luego surgió, por voluntad de aquellas, el Estado Nacional. ¿Recordamos esta secuencia quienes tenemos responsabilidades públicas? ¿O acostumbrados a vivir en cierta “comodidad funcional” que ofrece el centralismo olvidamos que no seríamos un país si no hubiéramos sido antes un grupo de pueblos libres?

La pérdida gradual de la esencia federal explica también la decadencia de las instituciones argentinas. La reforma de 1994 intentó revitalizar la alicaída descentralización político-territorial por medio de variados instrumentos, tales como la posibilidad de regionalizar el Estado a partir de la iniciativa provincial, la consagración de la autonomía a los municipios, la asignación de un estatus específico a la Ciudad de Buenos Aires acorde con su relevancia, el reconocimiento del dominio originario de los recursos naturales a las provincias (sin perjuicio de la planificación y explotación nacional por razones estratégicas con el debido reconocimiento económico), etc. Los instrumentos están, pero la mentalidad centralizada, con matices desde luego, no ha cedido.

No es solo un problema de los gobiernos. También éste es un problema cultural, incidido por las nuevas herramientas comunicativas que si bien han contribuido a generar espacios de libertad, originalidad e igualación expresivas, también han propiciado una uniformidad que diluye los matices propios de la heterogeneidad federal y atrofia la vitalidad que conlleva el pluralismo.

Se empieza por unificar la herramienta y se termina por uniformar el contenido, diluyendo –en el extremo– la diferencia misma entre herramienta y contenido.

*Miembro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación Argentina.