ELOBSERVADOR
Alfonsín, 10 años

Un político a la antigua que ya está junto a Rivadavia y Sarmiento

Uno de los principales biógrafos del ex presidente subraya su esfuerzo por romper las divisiones en la sociedad argentina. Siempre buscó consensos, aún en los momentos más difíciles.

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Visionario. Creía que los dirigentes eran predicadores, consagrados a una misión. | cedoc

A diez años de su muerte, brilla su combate para evitar las grietas políticas y sociales. Y asombra el mal destino de quienes festejaron sus derrotas.

Era un político a la antigua. El dirigente debía ser un predicador, guiado por la vocación y consagrado a su misión. Se enojaba cuando elogiaban su decencia. Daba por sentado que la política era un sacerdocio laico, protagonizado por hombres desapegados a los bienes materiales.

No hablaba mal de nadie y retaba a quienes lo insinuaban. Rara vez se oyó a Raúl Alfonsín descalificar a las personas.  Hombre de convicciones, la principal era respetar al adversario. Como repetía hasta el cansancio a sus hijos, “la mejor discusión es la que se empata”.

Un tribuno de la plebe que detestaba la demagogia. No amenazaba ni apretaba. Su verbo era persuadir. Aunque había que aguantarlo. La persuasión resultaba agobiante, difícil de resistir.

¿Qué hacemos con el PJ? Hasta 1983 solo Yrigoyen y Perón habían logrado más de la mitad de los votos emitidos en elecciones limpias sin proscripciones. Alfonsín los empardó. Podía tentarse, “ir por todo”. Fue al revés. Victorioso en las urnas, tendió una mano a los vencidos.

Victorioso en las urnas, tendió una mano a los vencidos

A su rival, Italo Luder, le ofreció un lugar vitalicio en la Corte Suprema. Luder declinó y ubicó a otro abogado peronista: Enrique Petracchi, quien integró la mejor Corte Suprema (la de 1983) y terminó siendo uno de los juristas más influyentes hasta su muerte, en 2014.

Otro hombre de Luder, Carlos Campolongo, su vocero durante la áspera campaña electoral, fue al noticiero nocturno de Canal 11 antes de convertirse en la cara del Canal 7.

No eran  gestos para la tribuna. Entregaba poder real, sin condiciones.

Alfonsín había decidido juzgar a las Juntas Militares. La tentación: enchastrar también al peronismo 1973-76 por la Triple A de López Rega y la guerra entre montoneros  y sindicatos. Le convenía electoralmente, pero dañaba la convivencia. Lo desechó. Sabía que la democracia es, sobre todo, alternancia. Si uno descalifica al rival, erradica tal alternancia y quiere, aunque no lo diga, el gobierno para siempre. ¿Quién se haría cargo cuando la gente se cansara de los radicales?

Sabía que la democracia es, sobre todo, alternancia

Atlánticos y Tucumaneses. Otro mérito –poco analizado– fue intentar superar los desencuentros entre las Dos Argentinas, esas que Daniel Larriqueta identifica como Atlántica y Tucumanesa. Una liberal, individualista y capitalista; la otra más estatista, cerrada y colectivista. Alfonsín temía la ruptura entre una visión concentrada en las libertades, pero desentendida de la equidad, enfrentada con otra partidaria de la distribución e indiferente a las instituciones republicanas. El soñaba fundir ambas miradas en una corriente que defendiera con igual ahínco libertad y justicia social. No persiguió adversarios. No manipulaba los medios ni a los periodistas, no chantajeaba a los empresarios ni a los gobernadores. Su tolerancia no era tibieza. No rehuía el debate. En plena capilla Stella Maris se paró y tomó la palabra para refutar a un religioso promilitar (monseñor José Medina). Otra vez reclamó ante una Sociedad Rural que lo silbaba que “es fascista no dejar hablar al orador”. No invocaba la investidura presidencial, sino el simple derecho a expresarse. Reinterpretó la política exterior. Impulsó y forzó la democratización de vecinos indeseables. La dictadura uruguaya no aguantó la presión y no tuvo más remedio que llamar a elecciones en noviembre de 1984. El 5 de octubre de 1988, la oposición chilena, apoyada por Alfonsín, derrotó y clausuró la candidatura de Pinochet. El tirano paraguayo Alfredo Stroessner fue torpedeado y cayó el 3 de febrero de 1989.

Alfonsín desarticuló todo belicismo. La paz con Chile  evitó la guerra que las Fuerzas Armadas habían estado a punto de concretar pocos años antes. El desmonte de la rivalidad con el Brasil se inspiró en liquidar para siempre la puja argentino-brasilera por el liderazgo continental.

Con Estados Unidos fue ambivalente. Acuerdos sobre los derechos civiles y políticos de la democracia occidental y desacuerdos con la conducta imperial. Armó el Grupo de Apoyo a Contadora para impedir la invasión de Ronald Reagan contra los sandinistas de Nicaragua.

Tal vez confió demasiado en los socialismos amigos de España, Francia e Italia. Desde allí llegaron aplausos, pero no oxígeno financiero suficiente para capear la deuda externa impagable dejada por los militares, con productos agropecuarios devaluados, antes del boom de la soja.

“La equivocación fue nuestra” Hoy se ha olvidado, pero en aquellos tiempos los gobiernos electos eran echados entre el tercer y el cuarto año (Perón en 1955, Frondizi en 1962, Illia en 1966, Isabel en 1976). Durante su cuarto año, 1987, todo voló por los aires. En Semana Santa se levantaron los militares y el 6 de septiembre el peronismo ganó los comicios. Alfonsín supo que su gobierno entraba en decadencia. Había perdido al mismo tiempo la iniciativa política, el control territorial y la confianza popular. Poco más de un tercio de las argentinas y argentinos lo acompañarían hasta el final.

Generoso en la victoria, también lo fue en la derrota. Trece días después del 6 de septiembre, dirigió un mensaje al país. Su discurso fue de tristeza. No responsabilizó a los malvados ni a sus rivales, no criticó al pueblo, no invocó malas artes: “No se puede hablar de un voto equivocado, y mucho menos de un voto inmaduro: la equivocación fue del gobierno”.

“No se puede hablar de un voto equivocado, y mucho menos de un voto inmaduro: la equivocación fue del gobierno”

Los que se opusieron. Cuenta la leyenda que en 1989 el victorioso Carlos Menem pasó de la fantasía extrema del candidato al realismo casi cínico del gobernante. Hizo su lista de quiénes habían sido determinantes en el deterioro de la administración Alfonsín: las Fuerzas Armadas, los Estados Unidos, la Gran Patronal, los sindicatos y la Iglesia. Decidió arreglar con todos. Indulto para los militares; alineamiento con Estados Unidos; privatización del patrimonio público; apertura económica; negocios impensados a los sindicalistas. Su repentino catolicismo consiguió el apoyo de la mayoría del Episcopado.

Todos festejaron. Y después, ¿qué pasó?

Los indultos se cayeron, los militares volvieron a tribunales, encarcelados en masa. Los Estados Unidos pasaron a ser desafiados como nunca, ahora  por los chinos. ¿Cuánto tuvo que ver el silencio eclesial de los 90 en el avance de los pentecostales y otras ramas protestantes? Los industriales vieron aumentar sus costos de energía y las tasas bancarias. Obreros y empleados –hasta entonces en blanco en casi todas las actividades– perdieron derechos y descubrieron las duras condiciones de la informalidad laboral. Otros inauguraron una nueva clase social: los desocupados estructurales.

Años después, muchos ex opositores hacían cola para pedir perdón. Alfonsín siempre aceptó sus disculpas. No sugirió que las hicieran públicas. Cuando llegó el turno de Saúl Ubaldini, Alfonsín  reunió a sus colaboradores –que habían juntado hiel contra el gremialista– y les prohibió ofender o siquiera ser descorteses con quien lo había castigado tanto.

Después de todo Alfonsín soñaba con volver, aunque no lo confesaba. Quería ofrecerle a la Argentina otro final que el de 1989. Y creía que la sociedad argentina, en simetría, le debía a él esa oportunidad.

Después de todo Alfonsín soñaba con volver, aunque no lo confesaba. Quería ofrecerle a la Argentina otro final que el de 1989

Corajudo en lo personal, su audacia política decayó después de su presidencia. Lo horrorizaba volver a la pelea Peronismo vs. Antiperonismo. Muchos votantes lo abandonaron por pactar con Menem. Un desastre partidario, un logro institucional formidable.  

La Reforma Constitucional de 1994 incorporó, por ejemplo, la elección popular del intendente. Sin ese cambio, Mauricio Macri nunca hubiera sido jefe de Gobierno. Ni presidente. Macri jamás reconoció esa incorporación lograda por Alfonsín en la Convención Constituyente.

Se sabe, Macri no suele atribuir sus éxitos a otra persona, institución o idea. Alfonsín era todo lo contrario. Generoso para reconocer su deuda  y también para repartir, sin por ello sentirse más bondadoso ni exigir vasallaje.

Inventó el acuerdo con el Frepaso para construir la Alianza que ganó los comicios de 1997 y 1999. Acompañó a Duhalde para formar el único gobierno parlamentario de hecho y descubrió en 2007 a Lavagna: “juntar un candidato sin partido con un partido sin candidato”, dijo.

El último Alfonsín se entristeció cuando el kirchnerismo negó su lucha por los derechos humanos

El último Alfonsín se entristeció cuando el kirchnerismo negó su lucha por los derechos humanos, enfrentó la vocación hegemónica K y apoyó al campo contra la Resolución 125.

Nunca hubo alguien más enconado contra lo que llamamos La Grieta. Hoy diría, tal vez, que comparar a Macri con la dictadura es falso. Que tampoco deben desacreditarse los votos kirchneristas. Vale lo mismo un ciudadano macrista que uno cristinista, radical, comunista o justicialista. El analfabeto y el sabio, el patrón y el aprendiz. No admitirlo es una sublevación contra la voluntad popular.

Desde la eternidad sigue creciendo. Llega a la lista de los grandes. Aquellos visionarios que dedicaron su vida a la política, protagonizaron presidencias fundadoras, soportaron protestas, levantamientos y padecieron críticas de la sociedad y finales tempestuosos. Como Bernardino Rivadavia, como Domingo Faustino Sarmiento. Y, ya puede decirse, como Raúl Alfonsín.

*Periodista y escritor. Socio del Club Político Argentino.