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en las montañas del noroeste

Viaje a Yan'an, la cuna de la Revolución Comunista china

PERFIL visitó la ciudad donde creció el ejército de Mao Zedong. Ocho décadas después, el partido la usa para mantener vivo el “espíritu rojo”.

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Ofrenda. Una niña deja una flor para los héroes del Ejército Rojo en el Museo de la Revolución en Yan’an, donde se evoca la etapa inaugural del movimiento maoísta. | FFB / CRI

Desde Yan'an, China

Primero aparecen uno, dos, tres y de repente son cincuenta o sesenta que copan todo el museo. Un contingente de chinos y chinas vestidos con ese uniforme grisáceo que acá cualquiera puede reconocer, porque es el mismo que llevan puesto los maniquíes de la exposición que representan a los combatientes comunistas de los años 30. Están impecables, no les falta nada: la gorrita con visera, el cinturón a la altura del ombligo, las polainas rayadas, la estrella roja. Solo desencajan las zapatillas. Nike, Adidas, New Balance: un detalle no muy maoísta que digamos.

Estamos en el Museo de la Revolución en la ciudad china de Yan’an, cuna del movimiento campesino que tomó el poder en 1949, y la escena es un poco bizarra: decenas de personas adultas recorren las salas disfrazadas igual que los héroes revolucionarios de las fotos colgadas en las paredes. Turistas mimetizados con lo que vinieron a ver, como si la ropa les permitiera saltar las ocho décadas de triunfos, penurias, cambios y reinvenciones que los separan de los primeros maoístas.

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Al final de la muestra, cuatro de ellos sonríen tímidamente cuando este diario les pregunta qué hacen acá, por qué visten así. “Mejor hablá con la jefa”, dicen, y salen corriendo a buscarla. La jefa se llama Tian, tiene 30 años y es todo lo que uno espera de un cuadro joven del Partido Comunista. Explica que son trabajadores de un banco estatal de la provincia de Heilongjiang y que sus empleadores les organizaron el tour. “Venimos a Yan’an para aprender sobre una historia que nosotros no vivimos, pero que está en la esencia de nuestros valores como chinos”, dice. “Vestirnos así es una forma de sentir el espíritu de los héroes revolucionarios. Aunque hace un poco de calor para uniforme”. Afuera, sobre la explanada de cemento, el termómetro marca treinta y pico grados.

Veterano. Cao Kai tiene 90 años. En los años 30 luchó contra los japoneses y los nacionalistas.
Veterano. Cao Kai tiene 90 años. En los años 30 luchó contra los japoneses y los nacionalistas.

Origen. Ubicada en la provincia de Shaanxi, al noroeste de China, entre las montañas de la Meseta Amarilla, Yan’an es a la Revolución china lo que la Sierra Maestra es a la Revolución cubana: el punto de partida, la tierra natal rebelde consagrada por el relato oficial, el lugar donde el voluntarismo y el idealismo se convirtieron en doctrina y disciplina para la conquista real del poder. Es, también, una referencia geográfica a la etapa inmaculada del maoísmo, cuando todo era camaradería y hombre nuevo, mucho antes de los años oscuros del Gran Salto Adelante y de la Revolución Cultural. En Yan’an se habla muy poco de eso. Y en el resto de China también.

En 1934, en plena guerra civil, las fuerzas nacionalistas del general Chiang Kai-shek tenían sitiados a los comunistas en el sur del país. Fue la chance para que Mao Zedong se destapara como un estratega militar fuera de serie. Diagramó una ruta de huida hacia el norte de 13 mil kilómetros para evadir a las tropas del Kuomitang. Apenas 8 mil de los 86 mil soldados rojos completaron el éxodo de 370 días, pero la Larga Marcha llegó a su destino: Yan’an.

Luego de la toma de la ciudad, el Partido Comunista estableció aquí la sede del gobierno rebelde de la región fronteriza de Shaan-Gan-Ning. Durante los siguientes 12 años, Yan’an fue la principal base de entrenamiento y adoctrinamiento de los campesinos incorporados al Ejército Rojo. El lugar donde Mao apuntaló su liderazgo, por encima de los demás jefes del Partido, y desarrolló sus lineamientos teóricos para corregir las tendencias “poco ortodoxas” del campesinado chino.

Durante la Segunda Guerra, el pueblo de Yan’an sufrió como pocos los bombardeos japoneses. Fueron los tiempos de las yaodongs, las rudimentarias casas-cueva en las laderas de las montañas en las que vivió hasta el propio Mao. El catre, el escritorio y el mosquitero del Gran Timonel aún se conservan intactos, lo mismo que su huerto y el banco en el que, entrevistado por la periodista estadounidense Anna Louise Strong, pronunció una de sus frases más famosas: “Todos los reaccionarios son tigres de papel”.

Fueron, también, años de carencia material y abundancia intelectual. El leitmotiv del Museo de la Revolución es el mito de superación de un ejército mal alimentado y mal pertrechado, pero con la claridad conceptual suficiente como para desatar una de las mayores revoluciones sociales del siglo XX. La guía del museo lo resume bien: “Lo único que comían esos hombres era arroz amarillo, pero todos ellos eran capaces de explicar El capital”.

Monumento en la ciudad china de Yanan.

Memoria. El señor Cao Kai tiene 90 años y pasaría por un jubilado más si no fuera por la docena de medallas de honor que cuelgan de su chaleco militar. Se puso el uniforme para la ocasión: los periodistas occidentales no suelen frecuentar la salita del Partido en el distrito de Ansai, en las afueras de Yan’an, en la que ahora recibe a PERFIL. El viejo está entusiasmado: revisa los papeles que preparó, saca fotos con su celular a los extranjeros de visita, presenta uno a uno a los héroes comunistas de los cuadros en blanco y negro que decoran la galería.

Cao es uno de los pocos veteranos vivos del movimiento de Yan’an. Conoció personalmente a Mao y luchó primero contra los japoneses y después contra los nacionalistas. “Me sumé al ejército a los 16 años. Yo sabía leer muchos caracteres, así que mis oficiales me requerían para tareas de análisis de inteligencia. Después pasé al frente de batalla. Conocía la experiencia de la guerra, porque desde niño los combates habían ocurrido literalmente frente a la puerta de mi casa”.

En China, hablar de Mao es caminar sobre una fina línea entre lo decible y lo que a veces es mejor obviar. “¿Qué pensaría Mao sobre la China de hoy?”, le pregunta este diario a Cao. Pero el colega chino que oficia de intérprete –sabremos más tarde al chequear la grabación– traduce con una leve variación que direcciona la respuesta: “¿En la época del movimiento de Yan’an hubieran imaginado que China crecería hasta convertirse en lo que es hoy?”. Y el viejo contesta según el guión: “Desde los soldados rasos hasta los máximos líderes, todos teníamos el sueño de la liberación comunista como medio para mejorar la vida de las personas. Ese espíritu de Yan’an hoy sigue vivo y debemos inculcarlo a los niños y jóvenes. Ellos no vivieron los tiempos difíciles. Tenemos que enseñarles que eso es parte de nuestra memoria nacional, aunque hoy tengamos un buen pasar material”.

Mimetizados. Turistas disfrazados de combatientes de Mao.
Mimetizados. Turistas disfrazados de combatientes de Mao.

Espíritu. Tras el colapso de la Revolución Cultural y la muerte de Mao, China entró en el proceso histórico de la llamada reforma y apertura iniciado por Deng Xiaoping y continuado hasta hoy por todos sus sucesores. El “socialismo con características chinas” barrió con las premisas económicas elementales del marxismo en clave maoísta. Sin embargo, el pensamiento de Mao aún es el sustento teórico de la supremacía política del partido, que a su vez es un pilar clave del proyecto de poder de Xi, el presidente que aspira a convertir a China en primera potencia mundial.

Por eso el gobierno se empeña en mantener vivo el espíritu rojo entre las nuevas generaciones de chinos. Yan’an tiene un papel que jugar en eso. Acá la revolución es una marca ciudad que atrae a cincuenta millones de turistas nacionales por año, buena parte de ellos traídos en tours pagados por organismos e instituciones oficiales.

Como el de Tian y sus camaradas. Nike, Adidas, New Balance: el único detalle espontáneo en el uniforme de los maoístas de ocasión. Aunque no por eso más genuino que el resto del disfraz.

 


 

You laowai!

El chinito entra a la casa, me encuentra ahí parado y se queda mirándome como si estuviera frente a un marciano. Los ojos rasgados se le ponen como un dos de oro, se agarra la cabeza a dos manos y le tira del brazo a su papá en busca de una explicación. “You laowai!”, le dice. A esta altura ya sé lo que eso significa: “¡Hay un gringo!”.

El chinito tiene 4 o 5 años y es probable que nunca antes haya visto un occidental. Vive en Fengjiaying, una aldea rural de treinta familias perdida entre las montañas de la Meseta Amarilla, en la provincia de Shaanxi, cuna de la civilización china y también del maoísmo. En este pueblo lejano, hasta los perros me miran como si fuera un alienígena.

Tuvieron que pasar cuatro meses desde mi llegada a China para que por fin acusara recibo del famoso “choque cultural”. Hasta ahora me había movido en Beijing y otras grandes ciudades, donde los extranjeros no somos la regla pero tampoco la excepción. Esta semana, en cambio, recorrí durante cinco días varias aldeas como Fengjiaying, en el interior remoto chino.

Jamás me había sentido tan observado. No fue incómodo pero sí un poco abrumador. Hubo mil escenas como la del chinito: viejos en las plazas siguiéndome boquiabiertos, señoras filmándome con sus celulares y cuchicheando sin disimulo, adolescentes pidiéndome selfies –decenas de selfies– por la calle como si fuera Mick Jagger. Hasta los funcionarios públicos quisieron su foto conmigo.

Para ellos, mi única gracia es mi fenotipo. Un par de veces intenté explicar que vengo de un país llamado Argentina, pero no hubo caso: acá no saben ni quién es Lionel Messi.

La “reforma y apertura” de China celebra este año su 40º aniversario. Reforma, sí. La apertura, parece, viene más lenta.