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La agonía de la democracia

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En su libro La agonía del cristianismo, Miguel de Unamuno usa la palabra “agonía” en su acepción original de lucha para vivir enfrentando a la muerte, necesidad de renovarse para renacer. Queremos usar el término en el mismo sentido: en Occidente la democracia representativa agoniza, mueren sus formas y contenidos arcaicos, y surgen otros propios de la posmodernidad.
Acaba la época de la radio, de la voz y de caudillos que invitaban a morir y matar por mitos ideológicos. Declinan las dinastías y los autocentrismos: es poco usual que los presidentes pretendan permanecer indefinidamente en el poder o que intenten acumular un poder absoluto. Suena anticuada la idea, frecuente en el siglo pasado, de que ellos son el centro del mundo y las fuerzas del mal se dedican a perseguirlos y a detener su modelo revolucionario.
Algunos intelectuales y miembros de la élite que perdieron importancia en la democracia de masas tratan de revivir una política que carece de sentido para las nuevas generaciones. Rechazan la investigación, no les interesa una realidad que parece aburrida y banal, y creen que su observación intuitiva es más certera que cualquier análisis científico. En algunos casos son muy cultos y han leído muchos libros, pero éstos son de su misma línea teórica, lo cual sólo les ha servido para reafirmar sus dogmas políticos o religiosos. Son como los ayatolás de Irán, los estadistas que más leen en el mundo, pero al mismo tiempo los menos informados porque leen los mismos contenidos reformulados en diversos textos. Algunos quisieran que vuelva una democracia elitista, que nos salve de esta democracia de “mal gusto” en la que la gente común, jóvenes, mujeres y muchas personas que no actúan ni hablan como sociólogos se  rebelaron, son la mayoría y deciden la suerte de las elecciones. Para ellos la política es aburrida  porque no es épica. Los nuevos electores no creen que nacieron gracias al vuelo heroico de una cigüeña militante, sino que llegaron a la vida por algo tan vulgar como el sexo. No defienden el genocidio maoísta, los procesos de Moscú, no hablan del superhombre ario, del homo sovieticus ni del ciudadano devoto que quería Franco, porque todo eso parece entre ridículo e irrelevante. Los militantes de antaño, cuando su pareja les ponía cuernos tiraban piedras a la embajada norteamericana porque creían que detrás del incidente había una maniobra del imperialismo para dividir a los cuadros revolucionarios. Los seres humanos actuales se alejaron de los marcos teóricos, creen que son sólo problemas personales y que la Casa Blanca no se mete entre sus sábanas.
En algunos países existen todavía políticos que pretenden resucitar el autoritarismo. Así como el Generalísimo que dormía con un brazo de Santa Teresa en su dormitorio, hay dictadores que duermen en el sepulcro de otros mandatarios, persiguen a sus opositores, los apresan porque piensan distinto, combaten la libertad de expresión y violan los derechos humanos. Para justificar sus vínculos con la droga y su voracidad por enriquecerse, normalmente no se refieren a la realidad, sino a teorías abstractas. Hay dirigentes poco educados que creen que el presidente norteamericano complota todos los días en su contra, que el imperialismo los acosa, que los únicos modelos posibles de democracia son la teocracia iraní y las corruptas dictaduras de Zimbabwe y Angola. Viven en el pasado porque nada tienen que decir acerca del futuro y se dedican a discutir sobre estatuas o sobre si el caballo del escudo nacional mira a la izquierda o a la derecha, porque en realidad no se interesan por los seres vivos.
Están lejos de millones de personas que se comunican todos los días y hablan de lo que les gusta. Viven en una sociedad con una oferta de placer ilimitada y con normas laxas, no tienen en sus iPod la marcha radical, ni la marcha de los jóvenes peronistas. Son los electores de ahora: oyen rock y son tan vulgares que sólo quieren ser felices.

*Profesor de la GWU, miembro del Club Político Argentino.