ESPECTACULOS
jorge lavelli

“Aquí hay imaginación, pero faltan medios”

El director argentino, que vive en París estrena Idomeneo en el Colón, aunque critica su funcionamiento.Recuerda sus inicios en Francia, a Copi y a Urdapilleta. Su mirada acerca de la ciudad y del país.

Prestigio. El director radicado en París Jorge Lavelli estrenará la ópera de Mozart Idomeneo, rey de Creta en el Teatro Colón.
| Enrique M. Abbate
En Francia, Jorge Lavelli no necesitaba pedir la ciudadanía, sino que el ministro del Interior quería otorgársela. En la Argentina, quienes vieron sus puestas, como aquella inmensa escenografía habitada por la mágica Blanca Portillo en La hija del aire, o Rey Lear y Mein Kampf, farsa, con el gran Alejandro Urdapilleta –“un actor de gran imaginación. Tenía violencia y sensibilidad. Un actor raro, un actor para mí”– jamás olvidarían la mirada a la vez emotiva, abstracta y simbólica de este genial director de teatro y ópera. Pero para la mayor parte de los argentinos, este hombre de 82 años, que tuvo contacto con Albert Camus o con Eugène Ionesco, es desconocido. Proyectó al mundo la obra del polaco Witold Gombrowicz. Montó piezas del famoso Copi: “El fue casi un hermano para mí. Con unas de sus historietas, hice su primera obra, un happening con él como actor, en una bañadera, desnudo, con un micrófono en la mano”. También en España, Lavelli tiene una importante trayectoria, entre otros, junto a la actriz Núria Espert: “Yo la admiraba y un día ella me vino a buscar a París para invitarme a España. Le dije que no, porque yo era antifranquista y antifascista. Tuvimos una amistad muy sincera. Me esperó y fui a España en el ’75, cuando Franco murió”.
Desde comienzos de este junio, Lavelli está en Buenos Aires. La ocasión es una buena excusa para (re)conocerlo. Y para ir al Teatro Colón, donde el 8, 11, 12, 13 y 15 de julio se verá su versión de la ópera Idomeneo, de Mozart. Será una nueva producción del Teatro Colón, con dirección musical de Ira Levin, escenografía de Ricardo Sánchez Cuerda y vestuario de Francesco Zito. Sin embargo, al respecto el rostro de Lavelli demuestra disgusto: “No es que el proyecto no me guste, pero no estoy contento de estar en el Teatro Colón”.
—¿Por qué?
—Tengo muy pocos ensayos y hay un plan de trabajo muy ajustado. Hay cosas que no se hacen. El coro estable es un problema difícil de controlar administrativamente; hay mucho ausentismo. Asimismo, en una obra como Idomeneo el coro tiene un papel preponderante e intervenciones no convencionales, tal como yo las pienso. Para ello, uno necesita cierto tipo de comprensión intelectual, sensibilidad, je je. No es que sean cosas tan difíciles; son divertidas entre comillas, si uno adhiere o las comprende.
—¿Por estas cuestiones pasaron 15 años sin que usted regresara al Colón, desde “Pelléas et Mélisande” en 1999?
—No. El actor que también era director de escena, que fue director en un buen momento [Sergio Renán, 1989-1996, y 2000], me había invitado. Incluso trabajé con él en un proyecto que no tenía ningún contrato, pero eso aquí es como la norma, ¿no? También me había invitado el director siguiente, un escenógrafo [Emilio Basaldúa, 2001-2002]. Yo había trabajado en ese proyecto, pero no se hizo. Después no tuve más contacto, me olvidé del Teatro Colón y también se olvidaron de mí.
—¿Qué le gusta de venir a trabajar aquí?
—Me gusta mucho la ciudad, seguir el curso de sus transformaciones y sus repeticiones... Los errores del pasado recomienzan, je je. La ciudad está, en unos sectores, sucia y abandonada, y en otros, bien cuidada. Algunas calles son peligrosas: tienen unos boquetes que necesitarían una luz roja para indicar que alguien se puede caer. Otras calles han adquirido una cierta forma de elegancia. La avenida 9 de Julio creo que tiene medios de locomoción impecables, cómodos. Pero en esta ciudad hay un movimiento de tráfico impresionante, una polución insoportable.
—¿Se mantiene informado sobre la Argentina?
—Me mantengo más o menos informado. Los diarios franceses no hablan mucho… Miro La Nación, o diarios como El País, un diario serio, no fanatizado. Porque hoy, por ejemplo, saber cuál es el producto bruto de tal país, hay tantos métodos justos, tanta información, que no vale la pena… je je... Por ejemplo, Grecia ha mentido su economía; eso fue imperdonable: un país que mentía sus comunicaciones oficiales no merecía la confianza.
—¿Sabe lo que se dice sobre el Indec?
—Sí, sí, eso lo leí, con cifras y todo. En este momento, la Argentina está al borde del default, no por la deuda, sino por la economía. Las cifras en relación con la Argentina que se publican en los diferentes países son muy negativas. La realidad es muy fácil de saberla. Decir “esto es mentira, lo dicen los diarios” es tonto, porque el mundo capitalista vive sobre la confianza. Si un país tiene cifras que no coinciden con las que uno puede obtener, no invierte.
—¿Qué contactos mantiene con la Argentina?
—Siempre he venido, incluso durante la dictadura militar, porque mi madre estaba muy enferma. De ese período de horror, amigos desaparecidos, tuve por lo menos ocho; otros se suicidaron. También mantuve una relación artística; he venido a hacer obras al Teatro San Martín.
—¿Qué visión tiene del teatro en la Argentina?
—Aquí hay mucha imaginación, iniciativa. Lo que no hay son medios. Esa es una gran diferencia con Francia, donde Mitterrand propuso que el 1% del presupuesto nacional fuera destinado a la cultura. Sobre el teatro independiente [de décadas atrás], recuerdo que tenía un fervor, una ética, un pacto no escrito, como si a la gente le estuviera prohibido moralmente entrar en la cosa comercial. Hasta que me fui, tuve un teatro, el [Grupo] Olat, en Rodríguez Peña 80, con cien localidades [fundado con Fanny Mikey, quien luego fue directora del Festival Iberoamericano de Teatro, de Colombia]. Había cosas de trasnoche, la crítica venía; era un teatro más político, no era un teatro de diversión. ¿Aspirar a que eso se pudiera hacer en una sala privada…? Mmm… Eso era una cosa diferente.
—¿Ve el Mundial?, ¿lo ve como un espectáculo?
—Sí, lo veo. El fútbol tiene un atractivo espectacular, y las copas del mundo, un atractivo especial porque suscitan un nacionalismo muy agudo, un populismo apoyado: la gente actúa como si partiera al combate. Yo vi fútbol hasta los 14 años. Después le dije a mi papá que no quería ir más, me dejó de interesar de una manera total. Ahora lo vuelvo a ver con mucho gusto. Seguí bastante el fútbol español porque me parece que ahí se hace mejor fútbol a pesar de lo sucedido en esta Copa.