ESPECTACULOS
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Astor Piazzolla y el tiburón

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Genio. O’Donnell rescata una anécdota del talentoso músico y compositor Astor Piazzolla. | Cedoc Perfil
Me gusta la pesca mar adentro. Cada vez que llego a un lugar costero pregunto si se pueden hacer excursiones de pesca. Eso hice en Punta del Este, a mediados de los 80. En el puerto hay lanchas de alquiler, me informaron. Era un día soleado a la mañana temprano. Me puse de acuerdo en el precio y tomé la única disponible, de nombre Dante, que exhibía sin pudor sus muchos años de vida.

Dante Rinaldi, me dijo extendiéndome su mano callosa y sin mirarme a los ojos. Era un hombre cerca de los setenta, con el rostro arrugado de marinero. Mientras ponía en marcha el motor y revisaba los aparejos me preguntó: ¿quiere que probemos con los tiburones? El mar está calmo. Casi automáticamente le respondí que no, sospechando que quería extender las horas de alquiler pues la isla de los Lobos no queda cerca. Pero de inmediato la idea me resultó atractiva. Vamos dije. Le aclaro que los tiburones andan muy escasos, muy de vez en cuando sale alguno.

Partimos y durante un rato reinó el silencio mientras el viento pegaba contra mi cara en una sensación agradable. Dante parecía un hombre reservado, sin muchas ganas de hablar, aunque pude imaginarme que después de muchos años de traer y llevar turistas pocas ganas tendría de repetir diálogos convencionales y de responder a preguntas obvias.
¿Antes había más tiburones?, me animé. Tardó en contestar, ocupado en responder algo a una radio carraspeante e ininteligible. Antes era otra cosa. ¿Qué cambió? Otro silencio algo más breve. Antes se faenaba en la isla de los Lobos y se tiraban las sobras al mar y entonces los tiburones tenían para comer. Eso se terminó. La Dante se bamboleaba con alguna gracia haciendo crujir sus maderas mientras el viejo motor humeaba e impregnaba el aire con olor a aceite. ¿Puede salir una pieza grande? Pregunté sin decidirme si esperaba una respuesta positiva o negativa.  La imagen de El viejo y el mar de Hemingway cruzó amenazante por mi mente. Ese año habían salido sólo cazones de no más de medio metro. Suficiente para divertirse un rato. ¿Antes? Antes era otra cosa. Hubo que insistir para que volviera a hablar como si hubiera que estar muy atento al timón para navegar por ese mar inmenso y aplanado sin ningún obstáculo a la vista. ¿De qué tamaño salían? Entonces se dio vuelta y con la cara nublada por una pitada fuerte a su Camel me preguntó si yo era escritor. Algo así. Ya me parecía. Durante un rato se escuchó sólo el esforzado traqueteo del motor y los graznidos de las gaviotas que nos sobrevolaban con esperanzas de una buena pesca.

Mi respuesta pareció abrir la compuerta. ¿Sabe quién era un buen pescador de tiburones? Lo dijo así, sólo el nombre, poniéndome a prueba a ver si sabía de quién hablaba y sólo entonces seguir con el tema. ¿Quién? Don Astor. ¿Piazzolla? Sí, el Maestro Piazzolla. Se abría un tema interesante mientras llegábamos a los alrededores de la isla de los Lobos, Dante disminuía la velocidad y me ataba con una cincha a un barrote, por las dudas. Luego puso en mis manos una caña corta, muy sólida, con un enorme anzuelo encarnado con una pescadilla entera y él preparó otra para peces de menor tamaño. ¿Cuántas veces salió el maestro? Dante me miró casi con reproche y una pizca de desprecio. También algo de orgullo. El Maestro no era un turista que salía de vez en cuando. Como yo, pensé tratando de no amoscarme. Era un hábito. Lo hacía por lo menos tres veces a la semana, lunes, miércoles y viernes durante los meses cálidos y templados. No le gustaba el frío. ¿Y pescaba? ¿Si pescaba? Otra vez la suficiencia. Pescaba dos o tres por salida. Alguna vez fueron cinco. Y de los grandes. Siguió hablando mientras desenganchaba una corvina de buen porte que se había resistido con heroísmo. Uno midió dos metros y medio. Y no exagero, aclaró, como hacen algunos pescadores. Calculé que dos metros y medio eran la mitad de ese barquito. Enorme. Tengo la foto en mi casa. Si me avisa cuándo vuelve se la muestro. ¿Cuánto tiempo se tarda en sacar una bestia de ese tamaño? El Maestro era buen pescador así que sabía cansarlo hasta que el bicho se ponía a la par del barco y entonces yo lo izaba. Si era grande: pum, un tiro en la cabeza. Dante señaló vagamente hacia dónde debía guardar el arma. Las corvinas picaban en la caña chica y eso hacía amena la espera del ¿deseado? tiburón.   ¿Y de qué hablaban? Para ser sincero le digo que hablábamos muy poco. Casi nada. El parecía estar atento a la caña pero en realidad estaba metido para adentro, como ensias… como se dice, ensamas… Ensimismado, ayudé. Eso. Estoy seguro de que arriba de este barco compuso varios de sus temas. Muchos me atrevería decir. Recordé: hay uno que se llama Escualo. A Dante le brillaron los ojos, mientras desprendía otra presa pequeña y la devolvía al mar. A que no sabe a quién le dedicó Escualo. La respuesta era obvia. A usted. Sí, a este humilde laburante. No hay día que no escuche Escualo. El silencio fue ahora largo, fue evidente que Dante se había inundado de memoria y yo recordé con satisfacción que en el 85 le entregué al maestro la distinción de Ciudadano Ilustre de Buenos Aires. Para anunciárselo lo visité en su casa de Punta Indio, cerca de Punta del Este, donde vivía con su última compañera, Laura Escalada. Entre sus muchas obras, gran parte de las cuales no ha sido aún ejecutada en público, se destaca la suite Punta del Este. Ahora, gracias al azar que me regaló varias horas con Dante comprendí por qué había elegido ese lugar para vivir varios años de su vida, una etapa de mucha riqueza creativa.

Era ya tiempo de regresar y levar el ancla. Cuando hay peces chicos quiere decir que el tiburón no está, explicó Dante como disculpándose, mientras izaba el ancla con la fuerza que todavía le sobraba a pesar de sus años. Pero esta noche voy a comer corvina a la vasca, comenté, amable. Además ha sido un verdadero placer conocerlo, le soy sincero. Fui sincero.

*Escritor.