Terminó
Montecristo
, y con el extenso capítulo final del miércoles
logró coronarse como el programa más sorprendente del año en la televisión
argentina. Sorprendente para bien y para mal, pero sorprendente al fin. Hoy toca hablar
del episodio final, que amontonó varios de los puntos flojos que minaron el último tercio del
ciclo, y cuyo anticlimático crescendo fue más convulsión que progresión.
El capítulo subió, bajó, se hundió y finalmente logró asomar la cabeza, pero jamás fluyó
dejando una evidencia final del principal problema que fue debilitando a una novela que había
comenzado en un nivel de verdad extraordinario: la falta de recursos. Como no podía ser de
otra manera, en el capítulo final se repitió el truco (el trámite, más bien) del muerto que vuelve
a la vida: pasó con Santiago en la fundación del cuento, con “la muertita” Leticia, con
Laura y Matías, con Milena, con Marcos y, en el desenlace, con Laura nuevamente, la mujer que
volvió dos veces de la muerte.
La necesaria pelea final Santiago-Marcos, intensa más allá de citas visuales que
sólo lograron distraer, se produjo a partir de una vuelta de tuerca que podría haber sido
inesperada o tensa pero que apenas si resultó burocrática. Marcos confiesa todos sus crímenes en un
rapto de lucidez inexplicable, va a la cárcel y, claro, se escapa sin problemas, reapareciendo en
escena trajeado y con celular de última generación, en la más desprolija de esas traiciones al
verosímil que bordaron los últimos meses de Montecristo. Curiosamente, mientras la historia
principal fue conducida con escaso pulso, algunas de las secundarias fueron anudadas con elegancia,
sorpresa y emoción, en especial el cierre para la historia de amor de Rocamora y Victoria, y la
puesta en suspenso de la convivencia de Pedro y Leticia.
Se puede decir que
Montecristo tuvo un final “loteado”: un guiño autorreferente de mimos a los
guionistas (la escena de Ramón actor), imposibles escamoteos a
Matrix o a
Contracara (Santiago y Marcos tiroteándose al trotecito), un espacio de publicidad para el
programa que ocupará en breve el mismo espacio (la aparición de Miguel Angel Rodríguez), una dosis
de corrección política más intensa que de costumbre, y junto a ella un poco de un doble discurso
muy a tono con el veranito K, con Santiago logrando finalmente la aniquilación de sus adversarios
en nombre de la verdad y la justicia.
En la transmisión en vivo desde el Luna Park, el conductor, Marley,
mencionó más de una vez a
Resistiré como antecedente de una novela cuyo final se transforma en un fenómeno popular,
con miles de personas juntándose para ver el desenlace y estar cerca de los protagonistas.
Marley recordaba que el final de
Resistiré se celebró en el teatro Gran Rex, mientras que para el de Montecristo se impuso
algo más grande: el Luna Park.
En ese detalle puede haber una clave para comparar las dos novelas: progresar es, en la TV
argentina, sinónimo de inflar, de abultar, de galvanizar. Pero aun con lo barroca que era
,
Resistiré aparece, en la distancia, como un prodigio de síntesis e imaginación.
Montecristo decidió ir por otro lado, por el camino de la gravedad y la hinchazón, y por
ahí terminó estancada en la dificultad de llevar a buen puerto una bola de nieve que,
evidentemente, en determinado momento, se hizo inmanejable.