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Crítica de Cine

Shazam: un niño, dioses griegos y una gran película

El film de David Sandberg simplifica para que la diversión sea epicentro y no decoración, y para que su pluralidad cultural sea emoción y no gesto.

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Shazam! fue creado como cómic hace ochenta años. | Warner

OK, diez años de Marvel, y varios paradigmas previos bajo la firma de DC Comics (¿todavía hay que explicar la rivalidad de ambas compañías dueñas de los superhéroes más importantes de los últimos ochenta años?) ya han generado no tanto un léxico de género sino, precisamente, que hasta la figura más remota del álbum que implica esa cantera de franquicias tenga una chance de llegar a la pantalla grande. Lo que poco sospechaba el mundo es, eso sí, que Shazam! sería casi ochenta años después de ser un éxito tamaño Superman (cuando se llamaba Capitán Marvel –no pregunten–) el perfecto superhéroe centennial. Y lo es.

Su premisa calza perfecto, trueno en una botella que le dicen, con ese público que los CEO desean convencer: los adolescentes. ¿Por qué? Shazam es un personaje que imbuido con poderes de dioses griegos no es otra cosa que un niño, un adolescente, y aquí aparece una doble veta muy poderosa: un huérfano que pasa a ser parte de una familia pluralista, de niños adoptados (sí hay algo de caricatura en la pluridad, pero no tiene la toxicidad del cine que no atiende al mundo moderno), y la posibilidad de disfrutar el entusiasmo real, todo listo para Instagram y ser viral, de un niño que descubre que diciendo la palabra de marras posee todo aquello que Superman tiene y un poco más.

Ya lo deben haber leído por ahí, y el film de David F. Sandberg lo hace explícito: es Quisiera ser grande, pero con superhéroes. Bueno sí y no. Los instantes hedonistas, los selectos, donde el perfecto Shazam del actor Zachary Levy (casi una caricatura en su perfecta mandíbula cuadrada) se divierte con su nuevo hermano probando poderes y haciendo pavadas son momentos felices que hacía rato no veía el genero. No felices Guardianes de la galaxia, sino real felicidad boba, plana, que entiende quiere ser efervescente. Ni siquiera similar a la de los nuevos Hombre Araña. Aquí hay una intencional gana de hacer un film de la vieja escuela, con un villano que podría haber filmado Sam Raimi en los años 90, y con una estructura que si fuera más básica, directamente sería aire. Pero la película lo hace a propósito: simplifica para que la diversión sea epicentro y no decoración, y para que su pluralidad cultural sea emoción y no gesto. Esos son sus aportes pequeños –y nuevos– en un mundo que decidió que las películas de superhéroes le hablan a todo el planeta menos a los niños, que quizá necesitan una palabra mágica que los divierta un poco más que esa palabrota sin magia que es Instagram.

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