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Feudalismo siglo XXI

Situación de Venezuela, la reelección de Maduro y la comparación con nuestro país.

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Eleccion Maduro | AFP

Venezuela vive una hecatombe: derrumbe de la inversión, el consumo y el crecimiento, explosión de pobreza, y a las vísperas de la hiperinflación, miles de venezolanos huyen hacia el resto del mundo, como podemos dar fe los argentinos. En ese contexto, Nicolás Maduro logra su reelección, que suscita el rechazo de numerosos países de la región y del mundo, incluyendo nuestro país. Hoy estamos en la vereda de enfrente. Ahora, ¿el fantasma de terminar como la Venezuela chavista se desvaneció para siempre? Hay razones para no ser tan optimistas.  

Recordemos el lastimoso intento de re-reelección de Menem, o el malogrado segundo mandato de Angeloz. Tuvimos la Catamarca de los Saadi, el medio siglo de linaje Juarista en Santiago del Estero, los Romero en Salta, y a Alperovich en Tucumán, y hoy a Insfrán en Formosa en su quinto mandato. Néstor Kirchner gobernó Santa Cruz tres períodos, alterando la Constitución y subyugando la Legislatura. Sin su súbita muerte, el proyecto reeleccionista presidencial de los Kirchner podría haber perdurado décadas. 

La democracia sindical exhibe mandatos, incluso hereditarios, de 30 años de duración. Votamos a los “Barones del Conurbano”, al “Rey de la Sota”, a la “dinastía Rodríguez Saa”, a la “Reina Cristina”, o a regímenes provinciales o municipales cabalmente feudales, donde la mayoría de sus poblaciones sufren penurias injustificadas, los poderosos están por arriba de la Ley y la Justicia, y familias o minorías dominan la vida política y económica, y usufructúan del Estado. 

El poder feudal sólo se puede ejercer si se somete a la función pública, eliminando la imparcialidad y autonomía del Estado. Así, agentes de policía, de Justicia, y de la administración se convierten en vasallos del regente. Hace falta usurpar cargos, pisotear la carrera, el mérito, y los requisitos de idoneidad, para crear redes de nepotismo y lealtades que promueven la complicidad y la impunidad. La finalidad es la perpetuación en el poder para abusar del Estado sin limitantes. 

A pesar de todo, se vende a la Argentina como ejemplo de democracia, porque hay elecciones todo el tiempo. Entonces: ¿y el tercio de la población excluida, las cuasi mayorías descontentas, los paisajes regados de cartoneros y villas, y los niños desnutridos en uno de los graneros del mundo? No pudiendo tapar el sol con las manos, hace unos años los intelectuales del poder mitificaron al país como muy democrático, aunque un poco “flojo de papeles” en lo institucional. 

Esto es falaz. Institucionalidad y democracia son indisociables. Sin legalidad y sin Estado imparcial no hay democracia.  Democracia no es tener elecciones, sino la igualdad de acceso al poder, que sólo ocurre si el Estado organiza elecciones imparciales. En contraste, el Estado feudal se amaña al poder de turno, impidiendo la alternancia, o sea la igualdad de acceso. Venezuela no innova: el dictador Stroessner gobernó al Paraguay 35 años, renovando cada uno de sus mandatos “democráticamente” en las urnas. 

También, como Maduro en Venezuela, aquí algunos siguen intentando hacernos creer que todo se juega entre neoliberalismo y neopopulismo. En el fondo, la puja derecha-izquierda está casi perimida. Mientras, el verdadero peligro para las democracias contemporáneas es la captura patrimonialista del Estado, principal causa de nuestros niveles de exclusión social, injusticia y corrupción, e incompatibles con un sistema democrático. Revertir este régimen feudal debiera ser prioridad nacional. Por desgracia, todas las fuerzas políticas argentinas, aún entrado el siglo XXI, siguen esquivando la agenda de la institucionalidad. 

*Profesor en Políticas Públicas de la Escuela de Gobierno, Política y Relaciones Internacionales de la Universidad Austral.