INTERNACIONAL

La sangre latina en el Titanic

Hubo siete latinoamericanos entre las 2.227 personas que se embarcaron. Muy pocos los mencionan.

El abogado y legislador mexicano Manuel R. Uruchurtu es el protagonista de "El caballero del Titanic".
| Cedoc

Estos hombres -junto con el cordobés Edgardo Andrew y Violeta Jessop- lograron convertirse en los héroes anónimos de la fascinante historia.

El abogado y legislador mexicano Manuel R. Uruchurtu es el protagonista de “El caballero del Titanic”, una novela de la escritora mexicana Guadalupe Loaeza, que narra detalles la noche en que el hombre (de 42 años y padre de siete niños) murió junto al Titanic. En vísperas de su viaje de regreso, Manuel escribió dos cartas, una de ellas a su esposa: “Muchos besitos a todos mis pollitos... Recibe amorosos abrazos y besos de tu viejo”.

Al viajar en primera clase, le ofrecieron ser de los primeros en tomar un bote salvavidas. Según su sobrino, Antonio Uruchurtu, basado en testimonios de sobrevivientes, cuando estaba en el bote, una señora de segunda clase se acercó con un bebé suplicando que la dejaran subir, argumentando que la estaban esperando su esposo e hijos en Nueva York. Y Uruchurtu se levantó y le cedió su lugar.

La mujer se llamaba Elizabeth Ramell y le prometió al mexicano que buscaría a su familia y le contaría cómo había muerto. Años más tarde se supo que no estaba casada ni tenía hijos, pero por lo menos, en 1924, cumplió la promesa. Manuel no apareció en la lista de los sobrevivientes ni en de las personas salvadas por el «Carphatia». Actualmente, el Registro Civil de la Ciudad de México conmemora el acontecimiento con una colección de cartas personales, documentos y telegramas que narran la travesía del mexicano. 

Servando Ovies y Rodríguez era el único cubano que viajó en el Titanic. Tenía 36 años, vivía en La Habana, donde trabajaba como empresario textil, y al parecer estaba de vacaciones en Francia cuando decidió regresar a América en el desafortunado viaje inaugural del Titanic. Abordó en el puerto francés de Cherburg, en primera clase, junto al millonario Benjamin Guggenheim “el rey del cobre”. Su cuerpo fue rescatado un día después del hundimiento.

Josu Hormaetxea, en su libro «Pasajeros del Titanic», revela la vida del acaudalado Ramón Artagaveytia, uruguayo de ascendencia vasca, quien tenía 74 años al momento de morir en el Titanic y que, curiosamente, cuarenta años antes se había salvado de otro naufragio, el del vapor «América», que se hundió en el Río de la Plata.
 
“Lo del «América», hace cuarenta años, fue terrible”, escribió. Entusiasmado con los avances tecnológicos con los que contaba el Titanic, escribió a su sobrino Enrique, que vivía en Guaminí: “No te imaginas, Enrique, la tranquilidad que da el telégrafo. Cuando se hundió el «América» en las narices de Montevideo nadie contestó los pedidos de ayuda... Los muy infelices no nos vieron... desde el puerto, no respondieron a nuestras señales luminosas. Con teléfono a bordo eso no se repetirá”.

A bordo de “un barco de verdad” como el Titanic, escribió a su familia: “Por fin voy a poder viajar y, sobre todo, dormir tranquilo...”. Tras la tragedia, durante los meses siguientes, su hermano Manuel no dejó de visitar cada día el puerto de Montevideo, con la vana esperanza de que Ramón hubiera superado la tragedia y regresara nadando a su país, algo que jamás sucedió.

 

Los jóvenes uruguayos Francisco Carrau (de 28 años), y su sobrino José Pedro (de 17 años) embarcaron en un camarote de primera clase. Su familia, de origen catalán, había fundado la compañía «Carrau & Cía», que en la década de 1910 ya estaba “fuertemente consolidada en el mercado”, según la página en internet de la empresa.

Lo que se sabe de ellos consta en una carta que atesora la familia. “En esa carta, Francisco le explica a su hermano que se había enterado de que había un barco que se llamaba Titanic que llegaba en seis días a Nueva York, y que había logrado cambiar su pasaje para abordarlo, porque inicialmente iba a viajar en otro barco”, reveló esta semana Ernesto Carrau, familiar de los náufragos. Sus cuerpos nunca parecieron: “Habrán encontrado sepultura en un camarote y descansan en el fondo del mar”, reflexiona Ernesto.

 

(*) especial para Perfil.com