INTERNACIONAL
Perspectivas

¿Quién ahorcará a Bush?

No deberíamos llorar la muerte de Saddam Hussein. Las imágenes de Saddam repetidas interminablemente en nuestras pantallas antes de la guerra (Saddam agarrando un rifle y disparando al aire) lo convirtieron en una especie de Charlton Heston iraquí, en el presidente no sólo de Irak, sino también de la Asociación Iraquí de Amigos del Rifle. Guardemos nuestras lágrimas para otras cosas.

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No deberíamos llorar la muerte de Saddam Hussein. Las imágenes de Saddam repetidas interminablemente en nuestras pantallas antes de la guerra (Saddam agarrando un rifle y disparando al aire) lo convirtieron en una especie de Charlton Heston iraquí, en el presidente no sólo de Irak, sino también de la Asociación Iraquí de Amigos del Rifle... Guardemos nuestras lágrimas para otras cosas.

Uno de los héroes más populares de la guerra de Irak fue sin duda Muhammed Saïd al-Sahaf, aquel desafortunado ministro iraquí de Información que en las conferencias de prensa diarias negaba heroicamente incluso los hechos más evidentes, sin salirse nunca de la línea oficial. Cuando los tanques americanos estaban tan sólo a unos cuantos cientos de metros de su despacho, continuaba afirmando que las imágenes de la televisión estadounidense de los tanques circulando por las calles de Bagdad no eran más que efectos especiales hollywoodenses.

Su misma manera de funcionar como una caricatura exagerada revelaba la verdad oculta de la cobertura informativa “normal”: sus comentarios salían sin el pulimento de la interpretación, por parcial que fuera; sólo una sencilla, rotunda, negativa. Sus intervenciones tenían en cierto modo una frescura liberadora; exhibían un arresto liberado del control de los hechos y, por consiguiente, de la necesidad de sesgar positivamente sus aspectos menos agradables. Su posición era la de aquel que dice: “¿En qué crees más, en lo que ven tus ojos o en lo que dicen mis palabras?”. Además, a veces incluso soltaba alguna extraña verdad: enfrentado, por ejemplo, a la afirmación de que los americanos controlaban una zona de Bagdad, espetó: “Los americanos no controlan nada; ni siquiera se controlan a sí mismos”.

¿Qué es exactamente lo que no controlan los americanos? Retrocedamos a 1979, cuando Jeanne Kirkpatrick publicó en Commentary su artículo “Dictators and Double Standards” (“Dictadores y dobles raseros”) en el que hacía una elaborada distinción entre regímenes “autoritarios” y regímenes “totalitarios”. Esta distinción sirvió de justificación para la política colaboracionista de Estados Unidos con ciertos dictadores de derecha, mientras que trataba con mucha mayor dureza a los regímenes comunistas: los dictadores autoritarios son gobernantes pragmáticos a quienes les preocupa su poder y su riqueza y les traen sin cuidado las cuestiones ideológicas, aun cuando apoyen de boquilla alguna gran causa; en comparación con ellos, los líderes totalitarios son unos fanáticos desinteresados que creen en sus ideologías y están dispuestos a quemarlo todo por sus ideales. De modo que uno puede tratar con los gobernantes autoritarios, pues reaccionan de una manera racional y predecible a las amenazas materiales y militares, mientras que los líderes totalitarios son mucho más peligrosos y hay que enfrentarse a ellos directamente...

Lo irónico del asunto es que esta distinción es la síntesis perfecta de los errores cometidos por Estados Unidos en la ocupación de Irak: Saddam era un dictador autoritario y corrupto que empleaba toda su fuerza para mantenerse en el poder y al que sólo guiaban brutales consideraciones pragmáticas (consideraciones que le llevaron a colaborar con Estados Unidos durante los años ochenta). La prueba definitiva de esta naturaleza secular de su gobierno es el hecho, irónico por demás, de que en las elecciones iraquíes de octubre de 2002, en las que Saddam consiguió un refrendo de un 100%, superando así en un 5% los mejores resultados de Stalin, el tema de la campaña, continuamente emitida por todos los medios de comunicación estatales, era ni más ni menos que "I Will Always Love You" (Siempre te querré) de Whitney Houston.

Una de las consecuencias de la intervención estadounidense en Irak es que generó en el país una constelación político-ideológica “fundamentalista” mucho más intransigente, siendo el resultado último de la ocupación el predominio de las fuerzas políticas pro iraníes: básicamente, la intervención puso a Irak en manos de la influencia iraní. Uno se puede imaginar que si el presidente Bush hubiera de ser juzgado en un consejo de guerra estalinista, sería inmediatamente condenado como agente iraní... Los violentos arrebatos de la política reciente de Bush no son así ejercicios de poder, sino ejercicios de pánico, passages á l’acte completamente irracionales.

Recordemos la vieja historia del obrero acusado de robo: todas las tardes, salía de la fábrica conduciendo una carretilla; los guardas la inspeccionaban cuidadosamente, pero nunca encontraron nada, siempre estaba vacía... Hasta que cayeron en la cuenta: lo que se llevaba el obrero eran las carretillas mismas. Esta es la trampa que intentan tendernos quienes hoy afirman: “¡Pero en cualquier caso el mundo está mejor hoy sin Saddam!” Sí, el mundo está mejor sin Saddam, pero ¿está mejor si incluimos en la panorámica de conjunto los efectos ideológicos y políticos de la ocupación?

Estados Unidos investido de policía mundial: ¿por qué no? La situación tras el final de la Guerra Fría demandaba un poder global que viniera a llenar el vacío. El problema no reside ahí: recordemos esa extendida percepción de Estados Unidos como nuevo Imperio Romano. El problema de Estados Unidos hoy no es que funcione como nuevo imperio mundial, sino que no lo es, o sea, que aparentando serlo, sigue actuando como un Estado-nación que no se detiene ante nada en la consecución de sus intereses.

Es como si la línea directriz de la política reciente de Estados Unidos fuera una extraña inversión del conocido lema de los ecologistas: actúa globalmente, piensa localmente.

Después del 11 de septiembre, Estados Unidos tuvo la oportunidad de darse cuenta del mundo del que formaba parte. Podría haber utilizado esa oportunidad, pero no lo hizo. Y en lugar de ello optó más bien por reafirmar sus compromisos ideológicos tradicionales: ¡se acabó la responsabilidad y la mala conciencia con respecto a un Tercer Mundo empobrecido! ¡Ahora las víctimas somos nosotros!

Hablando del Tribunal de La Haya, Timothy Garton Ash afirmaba en tono patético: “No se debería volver a permitir que ningún Führer ni Duce, ni Pinochet ni Idi Amín ni Pol Pot se sintieran protegidos de la intervención de la justicia del pueblo tras las puertas palaciegas de la soberanía”. Basta con tomar nota de lo que falta en esta lista de nombres, que, aparte de la pareja típica de Hitler y Mussolini, contiene tres dictadores del Tercer Mundo: ¿dónde aparece uno, al menos, de los Siete Grandes? O, para no alejarnos mucho de la lista estándar de “malos”, ¿por qué Ash, Michael Ignatieff y compañía, quienes, por otro lado ensalzan con el mayor de los patetismos la labor del Tribunal de La Haya, guardan silencio con respecto a la idea de entregar a Noriega y a Saddam a ese mismo Tribunal? ¿Por qué Milosevic y no Noriega? ¿Por qué no se juzgó nunca públicamente a Noriega? ¿Fue acaso porque podría revelar su pasado en la CIA, un pasado que incluía que Estados Unidos aprobó su participación en el asesinato de Omar Torrijos Herrera?

De forma semejante, el régimen de Saddam fue un Estado autoritario abominable, culpable de muchos crímenes, la mayoría de ellos perpetrados contra su pueblo. Sin embargo, no deberíamos olvidar el hecho extraño, pero clave, de que cuando los representantes de Estados Unidos y los fiscales iraquíes enumeraban los perversos delitos de Saddam omitieron sistemáticamente lo que sin duda fue su mayor crimen (en términos de sufrimiento humano y de violación de la Justicia internacional): la agresión a Irán. ¿Por qué? Porque Estados Unidos y la mayoría de los Estados extranjeros ayudaron activamente a Irak en esa agresión. Y eso no es todo: Estados Unidos está hoy prolongando por otros medios el mayor crimen de Saddam, su intento de derrocar al gobierno iraní. Una razón más para preguntar: ¿Quién ahorcará a George W. Bush?