MEDIOS
una experiencia tan breve como trascendente

Prehistoria de un diario irreverente

El escritor y periodista comparte anécdotas y detalles de cómo fue el proceso creativo para armar un diario de cero. Las enormes expectativas e ilusiones. Y el duro golpe del cierre.

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Especial Perfil 20 años | Cedoc

Que otros se jacten de sus éxitos, yo me jacto de mis derrotas. De haberlas experimentado y de haber sobrevivido a ellas. Una de las más pedagógicas fue el espectacular naufragio del diario PERFIL. Esa travesía llena de peligros comenzó cuando alguien detrás de alguien sugirió que Jorge Fontevecchia me necesitaba para dirigir el área dura: Política, Policiales, Información General caliente. Fundar un diario era, por entonces, la tarea más excitante que se le podía ofrecer a un editor periodístico. Trabajar con Fontevecchia me parecía tan interesante como jugar un picado con Maradona: venía de crear revistas arrasadoras en Argentina y en Brasil, y tenía el toque mágico. Nunca nadie está más cerca del fracaso que cuando acumula una serie interminable de triunfos.

Las primeras reuniones eran para un selecto grupo de iniciados: varias veces a la semana abandonábamos nuestro trabajo rutinario para discutir, elegir los jefes de sección, hacer listas de los periodistas, analizar los estudios de mercado, programar las ediciones futuras. Armamos un cronograma y comenzamos a cumplirlo con rigor prusiano. La primera vez que ingresamos en el edificio de la calle Chacabuco, todos sentimos un estremecimiento. El proceso de convocatoria y seducción de colegas llevó meses de encuentros, cafés y persuasiones. El debate interno resultó por momentos una discusión apasionante sobre las ideas, las políticas y las estéticas. Creo que tenemos el récord Guinness de números ceros.

Por supuesto, nos queríamos comer cruda a la competencia y hacer picadillo al poder. Nuestra religión íntima era la libertad sin condicionamientos históricos, políticos ni comerciales, y como no éramos una estudiantina, sabíamos que ese propósito irreverente podía ser muy riesgoso, y creíamos que todo esto nos conduciría a una “guerra popular prolongada”. Supongo que, no exentos de nuestro peor defecto –la soberbia–, nos veíamos a nosotros mismos como una mezcla de The Washington Post y Der Spiegel. Nuestro desafío era tan grande y apetitoso que muchísimos profesionales de primer nivel decidieron abandonar sus cómodas carreras en otros periódicos para jugarse el pellejo en este. Ese fenómeno produjo, a su vez, que los demás diarios pagaran enormes sueldos de retención y de captación, y que toda la industria viviera entonces un raro esplendor, que a la postre resultaría agónico: chocamos el barco y ese fue el primero de una serie de golpes mortales que llevarían a la industria por su resbaloso tobogán.

Recuerdo que en plena campaña de lanzamiento llegó Arturo Pérez-Reverte a la Argentina y me invitó a almorzar en Piegari para presentarme al nuevo editor de Alfaguara, y para ofrecerme largar de una vez y para siempre el periodismo y dedicarme por entero a la literatura. Era una operación internacional y una oferta soñada y en firme. Tuve, con todo el dolor del mundo, que decirle que no. Acababa de llevar sesenta periodistas a PERFIL, y no podía abandonarlos en el campo de batalla. Nunca, en veinticinco años de amistad, vi tan enojado a Arturo conmigo. Y con razón: venía a ofrecerme el paraíso, y yo decidía quedarme a luchar en el infierno. Luego, cuando el castillo se desmoronó brusca y prematuramente, esta última palabra no resultaría una exageración.

Lo cierto es que la flamígera aventura siguió adelante, y que parir un diario de gran porte era una tarea más compleja que poner en órbita un transbordador espacial. La noche que cerramos el primer cero hubo una fiesta en la populosa redacción; después nos trasladamos a la calle California y vimos cómo la reluciente rotativa se ponía en marcha con su delicioso ruido ensordecedor. Cuando todo lo que sucede parece suceder por primera vez, las sensaciones mezcladas de magia y de angustia resultan deslumbrantes y adictivas. Nuestro día D estuvo lleno de erratas e imprecisiones; aun así, el legendario Jacobo Timerman reconoció que habíamos obrado un milagro.

Lo primero que descubrimos fue que sobraban páginas; la oferta era demasiado recargada: la gente venía a comer a nuestro restaurante, pero los platos eran tan grandes que resultaban indigestos, o los clientes se quedaban con la terrible sensación de culpa que da el hecho de no poder consumir lo que se paga.

Lo segundo que aprendimos fue que ir contra la corriente, como el salmón, puede ser una actividad estimulante y necesaria, pero también suicida. Fernando de la Rúa era desde temprano, para vastos sectores medios, el hombre providencial que vendría a desplazar a Menem y a reinstaurar por fin la decencia pública. Una fuente anónima, que se movía como Garganta Profunda, nos hizo llegar por correo unas cintas grabadas; en ellas encontramos pinchaduras de teléfono: los hijos de De la Rúa arreglaban con profesores sus notas en la facultad. Daniel Capalbo y María José Grillo estuvieron abocados durante meses a constatar su veracidad y a encontrar testigos serios y hechos verificables que apoyaran esas grabaciones polémicas. La publicación fue una bomba de fragmentación, esa clase de primicias de alto impacto que marcan un estilo y empiezan a definir para el gran público la personalidad del nuevo medio. El caso fue estudiado luego por el filósofo Miguel Wiñazki en el libro La noticia deseada: allí demostraba que la misma sociedad que luego votaría a la Alianza resistió la información a pesar de las evidencias porque no quería perder las ilusiones, y que hasta llegó a indignarse con PERFIL por sus revelaciones. Solo vemos lo que queremos ver. Mucho después, ya en el ejercicio del poder, cuando esos “chicos inocentes” formaban parte de la mesa chica de un presidente decepcionante, los mismos que nos miraban con sospechas nos reclamaban que no hubiéramos sido más agresivos aún con aquellas cintas. Pero en el momento la investigación sufrió una derrota política, y es una tentación decir que ese punto de inflexión nos llevó a la ruina y que fuimos incomprendidos.

La verdad es que fracasamos no por nuestros aciertos, sino por nuestros errores: los planes financieros habían sobrestimado nuestra capacidad de generar rápidamente circulación, y el amor de Fontevecchia por su criatura se parecía a la imagen de ese hombre juicioso que llena su bote de cosas necesarias y virtuosas pero con tanto afán que termina echándolo a pique.

Una noche, Fontevecchia me invitó a cenar a solas y me hizo una extraña pregunta: “¿Por qué pensás que el diario no funciona?”. Sentí asombro y un golpe de electricidad, y me costó mucho dormir aquella noche. Sin embargo, el asunto no pasaba de una observación de sobremesa. No hubo, para mí, que estaba en la sala de máquinas y en el día a día, ningún otro preaviso de lo que estaba por ocurrir. Más tarde supe que Jorge intentó quemar las naves (vender su empresa en Brasil para continuar con el diario contra viento y marea) y que su socio no se lo permitió, salvándole de algún modo el pellejo. Como Perfil cotizaba en bolsa, Fontevecchia y sus gerentes de mayor confianza iniciaron un operativo secreto para cerrar el periódico. Ochenta y cuatro días después de haber abierto sus puertas al público, esa majestuosa tienda de novedades debía cerrar.

La noche infausta, ignorando lo que sucedía, yo discutí con vehemencia para imponer la foto principal de portada. Jorge cedió fríamente a mi opinión, y subió a su despacho. Cuando terminamos la última página de Política, su secretaria me pidió que subiera al último piso. Pensé: “Está disgustado por la discusión que tuvimos”. Pero cuando llegué a esa sala descubrí que no estaba solo. Una gran mesa cobijaba a la plana mayor administrativa y periodística de PERFIL. Me senté, y Jorge tomó la palabra para darnos la mala nueva. La situación me parecía tan irreal que no podía creerla; bajé entonces la vista y descubrí que sobre la mesa Fontevecchia tenía una fotocopia de la contratapa. Había enviado una distinta al taller, para no dar la alarma, y a último momento la había reemplazado por la verdadera. El título era escalofriante: “Hasta pronto”. Su monólogo resultaba sombríamente didáctico y vibrante, y yo sobreimprimía las caras de los periodistas que había traído a esa guerra y el Albergue Warnes se me derrumbaba por dentro.

Nos pidieron reserva absoluta, pero antes de irme bajé a la redacción de Noticias, me encerré con mis amigos Héctor D’Amico, Pablo Sirvén y Gustavo González, y les anticipé lo que ocurriría en pocas horas. Luego en casa comenzaron los llamados, que duraron toda la noche. Los periodistas de adentro y de afuera, atónitos, me llamaban para confirmar la catástrofe. Las jornadas que siguieron fueron convulsas y tristes. Cerrar un diario es como volar una iglesia. Un escándalo de Dios.

Una tarde de esas, los directores fuimos llamados al hotel Hyatt para una reunión misteriosa. El edificio de Perfil permanecía tomado, el conflicto escalaba y no sabíamos qué nos esperaría. Como en una película, nos sentamos a una mesa del restaurante de la planta baja y comenzamos a especular. Todos teníamos inscriptos en la cara el cansancio y la pena. Por increíble que parezca, de fondo sonaba adecuadamente un arpa, que ejecutaba con languidez y solvencia un músico en vivo. De repente, una persona que permanecía de espaldas en el fondo del salón se incorporó y vino hacia nosotros: era Jorge Fontevecchia, que acababa de terminar de escribir un diario personal sobre toda aquella experiencia. Día tras día, Jorge había anotado con cuidada caligrafía sus impresiones y temores en ese diario inédito que alguna vez debería publicarse. Discutimos en voz baja la situación y cada uno dijo lo que podía. Hubo enojos y resignaciones; también, puro pragmatismo de la hora.

Algunos de los fundadores se marcharon de la editorial, otros nos quedamos.

En lo particular, pensé que debía efectivamente aceptar la oferta de Pérez-Reverte y abandonar el oficio. Y para sustraerme del drama, comencé a escribir en casa una novela sobre cuchilleros que tenía un solo lector y que por lo tanto no estaba bien. La frustración me llevaría a una crisis profesional y a una crisis creativa, y esta última, al libro Mamá, donde todo comenzaría de nuevo.

En plena convocatoria de acreedores, Fontevecchia me pidió poco después que dirigiera Noticias y que condujera ese jumbo en medio de la tormenta más cruel. Un día fuimos a almorzar con Marcelo Tinelli y, al regresar al edificio donde todo había sucedido, Jorge entró en el ascensor e inopinadamente me miró a los ojos y se llevó las manos a las costillas: “Mirá, tengo tanto pero tanto dolor acá adentro que no sé si me alcanzará la vida para poder quitármelo”. En ese instante, las puertas se abrieron y el ascensor se llenó de gente. Más arriba me bajé y él siguió hasta el piso 14, hacia su soledad y su amargura.

Pero ya saben: no debemos jactarnos de nuestros éxitos, sino de nuestras derrotas. De haberlas experimentado y de haber sobrevivido a ellas. Fontevecchia, al borde de la quiebra, le dijo a Jesús de Polanco que no vendería la rotativa porque volvería a sacar PERFIL, algo que sonaba a épico y a delirante. Y después superó esa ruina, y siguió adelante y recuperó su toque mágico. Algunos gerentes le sugirieron, en mitad de las turbulencias financieras, que les dejara el timón y se fuera a Nueva York a pasar unos años calmos. Pero no conocían la fibra de este personaje ineludible de la historia de la prensa escrita. Se quedó, y siguió soñando y estudiando y aprendiendo. Perdió todo, y cuando se recuperó, volvió a la mesa de juego y siguió apostando, con una valentía y un tesón inusuales.

En un país donde muchos empresarios se dedicaron a vender y a vivir de rentas, él puso el pecho y demostró, con sus aciertos y errores, que para algunos elegidos el periodismo es una pasión inagotable. PERFIL resucitó de las cenizas y desplegó aquel espíritu contestatario, a veces irritante; los lectores respondieron, y la vida le dio entonces la oportunidad a Jorge de reparar aquel dolor profundo y lacerante. Tucker, un hombre y su sueño. Aquel primer PERFIL solo fue un prototipo fallido; este es un avión que vuela en el cielo siempre nuboso e inestable de la verdad.