POLICIA
La realidad supera a la ficcin

Schoklender y otros parricidios en Argentina: cuatro verdaderos relatos salvajes

El de Pilar se suma a los de Sergio y Pablo (1981), deIribarren (1995), de Da Bouza (1998), y deBressán (2007). Motivaciones, coartadas y fallas. Crímenes macabros e imperfectos.

El caso de Pilar se suma a los casos de los hermanos Sergio y Pablo (1981), de Iribarren (1995), de Da Bouza (1998), y de Bressán (2007).
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Un nuevo caso conmociona a la opinión pública. En Pilar, dos hermanastros fueron detenidos por asesinar a sus respectivos padres, que aparecieron descuartizados y quemados luego de varios días en lo que habían permanecido desaparecidos: el barrio no sabía nada de ellos.

Una familia ensamblada, a la vista de todos, disfuncional. Ricardo Klein (54) y Miriam Kobalczuk (50) desaparecieron de la vista el primero de septiembre. Vivían con Karen (22), hija de Ricardo, y Leandro (25), hijo de Miriam. Nadie se imaginaba que los padres estaban muertos y que sus dos hijos, y también pareja, serían los principales sospechosos de los escabrosos asesinatos. El caso ahora llega a la Justicia y a los medios. Pasará algún tiempo hasta conocer detalles que horroriza al país..

Pero este hecho macabro no es el único en nuestra historia reciente. El más emblemático de todos los casos de parricidio es el de los hermanos Sergio y Pablo Schoklender. Bressan (2007), Da Bouza (1998) e Iribarren (1995) también son apellidos con historias macabras que sin lugar a dudas podrían inspirar historias en el cine, como lo hizo El Clan Puccio.

1) Comencemos con el más conocido por todos: el caso Schoklender. Muchas son las versiones pero la que más cobró fuerza fue la siguiente: un padre con inclinaciones homosexuales -según relataban los medios de la época- y falto de carácter, una madre alcohólica y perversa, tres hijos inmersos en una relación familiar patológica. Sergio y Pablo Schoklender asesinaron a Cristina y Mauricio la madrugada del sábado 30 de mayo de 1981 en el interior del departamentos ubicado 3 de Febrero 1840, en Belgrano.

Ese día, Sergio cumplía 23 años. Toda la familia fue a cenar a la Costanera Norte. A las doce brindaron con champagne y al volver al hogar, cada uno siguió caminos diferentes. El ingeniero Schoklender se fue directamente a su cama. Valeria (la hermana) pidió permiso para salir. Los hermanos se fueron a dar una vuelta y la madre decidió caminar sola por las inmediaciones.

El primero en regresar fue Pablo. Luego lo hizo Sergio, quien se refugió en su habitación. A la media hora ingresó la madre -aparentemente alcoholizada-. De las actuaciones judiciales se desprende que Cristina Silva se acercó a Pablo, su hijo, y lo provocó intentando mantener relaciones sexuales. Allí se generó una discusión y cuando ella se dio vuelta para servirse un trago, Pablo tomó una barreta de hierro cromada unida a una cadena y la golpeó fuerte en la cabeza sobre la oreja izquierda. Al escuchar ruidos, Sergio salió de su habitación y vio la escena. Inmediatamente, tomó una soga y la ahorcó. A los pocos minutos fue Sergio quien utilizó la misma barreta para golpear a su padre -aún en la cama- y Pablo lo ahorcó con una soga de yute trenzada.

Juntos bajaron los cuerpos hasta el Dodge Polara del padre, ubicado en el estacionamiento del edificio. A las siete de la mañana, Sergio estacionó el vehículo en la cuadra de Coronel Díaz al 2400 y luego se encontró con su hermano para planificar la huida. El 3 de junio de año, la policía descubre los cadáveres del matrimonio en el interior del baúl. Al otro día, Sergio y Pablo fueron detenidos.

2) La doble vida de Fernando. La historia de Fernando Iribarren, “El chacal” o “El carnicero” de Giles, como lo llamaban, conmocionó a un país que salía de la pesadilla Barreda y aún debatía el caso Schoklender. El 31 de agosto de 1995, la policía halló el cadáver de su tía Alcira Langevin, de 59 años, enterrado en el fondo de su casa. “Kuki”, como la llamaban, padecía cáncer.

Irribarren admitió haberla matado de un hachazo en la cabeza “para que no sufriera más” y contó al comisario Angel Santos su gran secreto: una noche de julio de 1986 asesinó -con una carabina 22 y mientras dormían- a su padre Luis, a su madre Marta Langevin y a sus dos hermanos: Marcelo, de 15 años y María Cecilia, de 9. De aquella noche recordaba todos los detalles y un solo motivo: “Los odiaba desde chiquito”.

3) En la noche del 25 de marzo de 1998. Los restos de pizza aún estaban tibios y los chocolates a medio comer. El hombre que presidía la ceremonia, Ramón Da Bouza, de 44 años y casi cien kilos, cruzó los cubiertos sobre el plato y le reclamó a sus hijos que desafiaran su “inteligencia superior”. Santiago y Emanuel siempre salían humillados. Pero ese día no les importó. Había llegado la hora de deshacerse de su padre. Ramón iba a morir y sólo ellos lo sabían.

Ramón era brillante. Había llegado a ser gerente de la empresa Techint y tenía obsesión por el conocimiento, el arte y la música. Los hijos estaban nublados de ira. Aquella noche, en el departamento de San Telmo, ejecutarían el plan que habían pergeñado unos meses antes. En febrero, Emanuel escribió en su agenda algunos pasos a seguir y detalles que no debían olvidar: “Son tres fases. Comprar las cosas. Una soga. Proteger los zapatos como los médicos (para no mancharse con sangre). poner pelo al lado del Gordo”, fueron algunas instrucciones que escribieron de puño y letra.

Santiago se encargó de averiguar los requisitos para comprar un arma. Compraron una Bersa calibre 22, la misma arma que mató al fiscal Alberto Nisman. Después fue la soga. Quince metros. Y al otro día, los guantes de látex que no dejarían huellas. El menor de los dos hermanos tenía una coartada para explicarle a sus amigos la necesidad de tener un arma: había sido atacado en el barrio cierto día en que fue a comprar cocaína.

Unos días antes del crimen fueron a la baulera del edificio donde vivía su padre y guardaron la soga. Después concertaron una cena, como tantas otras, para el 25 de marzo, y se aseguraron de que ningún otro invitado asistiera. Los tres comieron y bebieron hasta que la charla se volvió ácida e irónica, como de costumbre. Santiago decidió ir a comprar cigarrillos y chocolates: su padre era adicto. En el camino, constató que la soga que ya habían atado y colgado desde la terraza del edificio estuviera en su lugar.

El segundo hijo del gerente volvió 10 minutos más tarde. Su hermano estaba sentado a la mesa y su padre recostado sobre la silla. Con el arma escondida en su puño, se colocó detrás de Ramón y le disparó dos veces en la nuca. Segundos después, Santiago tomó la mano de Emanuel, le puso el revólver y lo hizo disparar en su muslo izquierdo. El más grande se apoderó del arma y la escondió en un recoveco debajo del inodoro, pero dejó una delatora gota de sangre sobre la tapa. Más tarde se golpeó en la cabeza para simular un ataque que le iba a servir de coartada, mientras escuchaba s u hermano gritar: “¡Ramón está vivo!”. Santiago, entonces, remató a su padre hundiéndole un tarro lechero en el cráneo.

“La policía llegó al lugar por pedido del portero y creyó por unas horas la teoría del robo. Pero los pasos conducían a los hijos del gerente y a Patricia Polo Devoto, quien estuvo detenida en Ezeiza por la declaración de dos testigos que dijeron haberla visto en la escena del crimen. El abogado Sergio Schoklender, quien ya había cumplido una condena por el parricidio cometido en 1981, se hizo cargo de la defensa de la mujer y logró liberarla de culpa y cargo.

4) Matías Bressán, hijo extramatrimonial de Miguel Bressán, mato a su padre, la esposa -María Celia Taleb-, y el hijo de 18 meses de ambos, el 18 de noviembre de 2007 en la chacra del funcionario en Concordia. Después admitió su autoría, pero como tenía 17 años, no fue preso. Lo enviaron a un hogar en Paraná, bajo la tutela de un pastor evangelista. Estudió Derecho en la ciudad de Santa Fe. En el juicio lo encontraron culpable. El periodista Daniel Enz reconstruyó la historia de este triple crimen en su libro Herencia de familia.

Miguel Bressán se acostó temprano la noche del sábado 17. Su hijo Matías, a pocas cuadras, hizo lo mismo. Al día siguiente, domingo 18, el chico se levantó temprano y esperó a ver si su padre lo pasaba a buscar a las diez, pero Miguel nunca llegó. “Esa gorda me volvió a cagar; no me puede cagar así toda la vida”, pensó. Hacía varias semanas que venía maquinando la idea de hacer algo contra la esposa de su padre porque no soportaba más el odio y la discriminación de los que era víctima.

Cerca de las diez y media, el chico salió de su casa y empezó a caminar por la calle Pellegrini. Iba llegando a la esquina de una pollería cuando vio un remís y le hizo señas. Subió al auto y se ubicó en el lado del acompañante, en la parte trasera. En la mochila llevaba dos pistolas: una 22, que era de su abuelo, el padre de Miguel; la otra, la calibre 380 que su padre había sustraído del juzgado. Lo había decidido: iba a matar a la mujer de su padre. Se escondió en un galpón que había en el fondo de su casa. Estaba afuera cuando, a la distancia, escuchó que llegaba la camioneta de su padre.

María Celia se puso a hacer tareas de jardinería cerca de la tranquera de la chacra. A metros, estaba su hijo Facundo. Se puso a jugar con la manguera. Matías siguió la escena con atención desde el galpón. Las palabras de la mujer de Bressán lo violentaron: “Miguel, ¿qué hace ese guacho hijo de puta en el galpón? ¿No era que no iba a haber nadie en la chacra? ¿Qué carajo se creen?”, espetó la mujer.

- “¿De qué estás hablando?”, le preguntó Bressán.

- “¡De ese pendejo de mierda que tenés de hijo, que está escondido en el galpón!”, contestó a los gritos María Celia.

Matías salió corriendo con una pistola en cada mano. “¡Hija de mil puta, te voy a matar, te voy a matar!”, repetía, mirándola fija. Su padre intentó salirle al cruce. Matías le disparó dos veces con la 22, a unos 10 metros de distancia. Un tiro le pegó en el omóplato y el otro en la espalda. Miguel cayó pesadamente.

María Celia intentó correr hacia la tranquera, pero el joven fue en su búsqueda y le descargó dos proyectiles de la pistola 380 que la dejaron boqueando, de espaldas, casi colgada de un carro de ganado hecho de madera y hierro. Matías giró sobre sus pasos, avanzó unos metros y observó que su padre se ahogaba por la hemorragia interna. Llegó hasta él y miró durante algunos segundo cómo se iba muriendo, en especial por las heridas provocadas en un pulmón, el corazón y un riñón. Lo liquidó disparándole esta vez con la 380. Una de las balas fue directo al pecho, perforó el portadocumentos que tenía en el bolsillo izquierdo de la camisa y alcanzó el corazón, provocándole un desgarro de casi diez centrímetros.

- “Sos una basura…”– fue lo último que le dijo Bressán.

- “De una basura, sale otra basura” – le alcanzó a replicar Matías y terminó rematándolo con otros dos tiros.

El pequeño Facundo no paraba de llorar. Matías volvió sobre maría Celia y la ultimó con otros cuatro disparos. Luego, tomó al nene de la mano, lo trasladó unos metros, se sentó con él, rezó una oración y lo puso de espaldas. Lo mató sin mirarlo, con cinco disparos efetuados a unos tres metros de distancia.

El joven intentó volarse la cabeza, pero ya no tenía más proyectiles en la pistola 380. Tomó la 22 pero desistió de la idea. “Esta no mata. Voy a quedar loco y discapacitado”, pensó. Lo único que lo quebró de la escena sangrienta que había a su alrededor fue la imagen del niño muerto. Caminó hasta la casa, trajo una camisa de jean, lo puso boca arriba y lo cubrió. Escondió las armas y entró y salió varias veces de la casa para ver cómo había quedado la escena. Incluso, hasta se ocupó de tumbar algunas sillas y correr algo dla mesa de la cocina, como intentando simular algún forcejeo antes de las muertes. Subió a la camioneta de su padre y salió a toda velocidad, sorprendiendo incluso a algunos vecinos que no desconocían que cuando la Ford Ranger pasaba así de acelerada era Matías quien estaba al volante. Cometió el error de dejar nuevamente con candado la tranquera, del lado de afuera.