Nuestra alegre patria locutora
Es un ronroneo que empieza al amanecer y se desliza de balcón en balcón. Se filtra de casa
en casa. Hay gente que ya despierta sintonizada y pasa del sueño al cotidiano desayuno de
inquietud.
El ronroneo lo va despertando como aquel delicado cuarteto de cuerdas que sacaba a la
Pompadour de sus espesos sueños de boudoir. El ronroneo se afirma a partir de las 7 se va
transformando en una especie de zumbido generalizado, de avispero enfurecido. Es la patria
locutora.
En realidad son heraldos de los heraldos periodísticos, porque desde un par de horas antes
del amanecer han estado subrayando el laborioso y silente producto de diarios y agencias de prensa.
Con ocho o nueve diarios y un buen lápiz colorado se las arreglan. Lo que ellos ponen esa arte,
voz, personalidad y, sobre todo, énfasis para la tragedia. Es un criptoperiodismo radial, vocal,
telefónico, donde se necesita más llaneza de bachillerato que complejidades de universidad.
La patria locutora nos conduce hacia la irresistible fascinación de la catástrofe, del
peligro, de la tragedia. Rara vez se detiene a comentar los bancos de mariposas que septiembre trae
con la primera tibieza; ni se detienen a comentar la extraordinaria gama de colores de la puesta
del sol de ayer sobre el Río de la Plata. Ellos están comprometidos con el drama, el dolor y la
inexorable degradación moral y vital de los argentinos. En esto son intransigentes, hay que
reconocerlo. A veces, cuando la Argentina está floja de drama y el ministro no se pelea o cuando no
ha sido violado algún gobernador con artilugios y venganza fálica o cuando la nena está por fin en
la tenencia del papá, la patria locutora tiene que prepararse a costosas llamadas internacionales y
optar entre el desacarrilamiento de Jaipur que causó ciento setenta y seis muertos, o por alarmante
caso del chico que violó a su hermanita de cinco años detrás de una góndola (no de Venecia sino de
un supermercado de Liveropool).
Siempre habrá, en Jaipur o en Liverpool, un argentino con facilidad de palabra que nos
describirá la repercusión local y los pormenores del caso.
Más bien callados
Es de observar que los pueblos que vivieron grandes dramas históricos, verdaderas aventuras
de sangre, sudor y lágrimas, son más bien callados. Uno en Alemania, Japón, Inglaterra o Francia
vive mañanas de verdadero opio. Da pena que teniendo tanto no lo sepan explotar. Allí no se puede
ni imaginar que un ministro, después del bostezo y antes de la primera medialuna, tenga que
improvisar su posición ante la caída de las tasas de interés en Tokio o sobre las últimas andanzas
petroleras o piscatorias de los ocupantes de parte de nuestro territorio. A nadie se le ocurriría
allá escuchar a un terceto de altos funcionarios peleándose al amanecer por los sutiles vericuetos
de las ondas hertzianas. Sin jactancia nacionalista, hay que decir que en esta materia logramos un
nivel realmente caribeño. Estamos a la altura de Miami y, sin exagerar, de la Cadena Caracol o de
Radio Reló. En una ocasión un nostálgico diplomático europeo que dejaba ya su puesto en Buenos
Aires me lo reconoció con todas las palabras: \"¡Qué divertida es la Argentina, hay que ver el jugo
que ustedes saben sacarle a las cosas que les pasan, sobre todo cuando no les pasa nada!\".
Es verdad que los hombres de la patria locutora saben destacar el sentimiento tráfico de la
vida, el tiene una innata capacidad unamuniana. Sabemos dramatizar desde un gol de River en la voz
de José Maria Muñoz (Werner Herzog incluyó esa muestra del infinito oral en una película
sobre los primitivos de Australia), hasta un alzamiento de empleados públicos en Salta. Salen
airosos de todas las pruebas y en la masa auditiva de sonido y furia saben deslizar en el oído de
su público la debida gota diaria de tragedia y desesperación.
En homenaje a los hombres y mujeres de la patria locutora hay que reconocerles que han
sabido ganarse la dostoievskiana complicidad de la gente. El espacio radial es hoy nuestra modesta
y única ágora para la vida política argentina. Se la supieron robar al Parlamento que, después de
las dictaduras, quedó sumergido en un aura de gris mediocridad. No se repuso nunca. Se diga lo que
se quiera, la Argentina es un país radial, hasta la televisión parece un apéndice de la radio en lo
que hace a noticias y dramatización.
¿Quién se resiste a ser llamado ante miles de somnolientos connacionales por los alegres
bachilleres del éter? ¿Cómo negarse a una más o menos justa improvisación? Sin embargo, no siempre
es fácil. Hay gremios duros de boca como los eclesiásticos, los jueces, los diplomáticos, los
científicos. Por un locuaz hay cien retraídos. La generosidad oral se encuentra del lado de los
políticos y funcionarios. Tienen que hacer carrera, hacer imagen. Están siempre dispuestos y hay
más de uno al que la mujer le prepara un vaso de agua sobre la mesa de luz para que pueda aclararse
la voz en el amanecer telefónico.
La patria locutora crece, se sabe poderosa y empieza a buscarse un destino mayor por el lado
de la ética. Obligan a la transparencia (en general de las cuentas y conductas de los otros). Poco
a poco se van configurando como una voluntariosa fiscalía oral de la Nación. Una especie de
intuitivo y olfateante FBI del éter. Claro que corren con el riesgo de venalizarse ellos mismos con
el rating que les deja la cotidiana venta de corrupción y desconfianza. Sabemos que sus cachets son
enormes, dignos de estrellas del music hall. Ganan más que todos los ministros y el presidente
juntos. Claro que sólo algunos, los que ya empiezan a padecer del síndrome de Berlusconi y empiezan
a preguntarse ¿por qué no yo?, enceguecidos por la importancia que los mismos políticos les
otorgan.
La patria locutora crece, se sabe poderosa y empieza a buscarse un destino mayor por el lado
de la ética. Obligan a la transparencia (en general de las cuentas y conductas de los otros).
Como en tantos otros campos de la vida argentina, el poder no va unido ni a la imaginación
ni a la pasión del bien. Salvo contadas y muy loables excepciones, los hombres de la patria
locutora no advierten la oportunidad que tendrían para suscitar lo creativo, la postergada cultura,
la reflexión creadora y serena en este momento de crisis de valores. Sin una dimensión didáctica,
rectora, superior, no son más que instrumentos de histeria, de desasosiego. De sólo ver el albañal
terminan por confundirlo con la realidad. El instrumento los supera: son como bebes que encontraron
el cajón de los cuchillos.
Somos ciegos dilapidadores de riquezas, como afirma Germán Sopeña. Riquezas de todo tipo,
políticas, oportunidades económicas, etcétera. Del mismo modo, la patria locutora no está a la
altura de la función que podría tener en un país amenazado de disolución.
Pudiendo ser -y crear- no son. Se prefieren como el poder inquietante. El mero ronroneo
matinal.
Publicado por Abel Posse en el diario La Nación el 4 de octubre de 1995