POLITICA
Opinión

Cristina Kirchner, el jarrón chino más grande del mundo

Vistas desde afuera, las decisiones de la expresidenta parecen obedecer más a caprichos que a estrategia política. Pero Cristina solo hace lo único que puede hacer en su posición.

Cristina Temes
Cristina declara el 3 de mayo contra funcionarios del PRO | Pablo Temes

Como todo refrán, tiene tantas versiones como personas que la pronuncian, pero dice algo así: "Un expresidente es un jarrón chino en un departamento chico: se supone que es valioso, pero molesta y nadie sabe bien dónde ponerlo". La idea pertenece al expresidente de España, Felipe González, pero aplica con más fuerza en Argentina. Un país que tiene jubilaciones de privilegio de sobra, pero carece de un plan para los dirigentes que abandonan el sillón de Rivadavia. El ejercicio de la presidencia es ingrato en Argentina: por lo general termina en muerte, exilio, prisión o un repudio generalizado que impide volver a la escena pública. Llevamos más de 30 años de democracia pero todavía no sabemos bien qué hacer con los pocos que sobreviven a esas cuatro posibilidades. Raúl Alfonsín no volvió a ser candidato, pero siguió en la política partidaria, con suerte dispar. Eduardo Duhalde, que alguna vez citó la frase de González, y él tampoco supo administrar bien su retiro: perdió la interna abierta contra el kirchnerismo en las legislativas de 2005, volvió a perder contra Cristina en las presidenciales de 2011, y ahí está, a sus 75 años, con ganas de anotarse en las Primarias Abiertas, Simultáneas y Obligatorias (PASO) del Partido Justicialista bonaerense. La perseverancia es un valor hasta que se transforma en obstinación.  

Argentina tiene el jarrón chino más grande del mundo: Cristina Fernández de Kirchner. Un jarrón que tiene un problema adicional, de mecánica cuántica: puede ser tanto o más grande que el salón que la contiene (o la contenía), es decir, el Partido Justicialista. Imposible medirlo, al menos en este momento. La ruptura en el peronismo bonaerense parece ser la fatalidad más evitable. Todos quieren que Cristina sea candidata, en especial porque no hay otro que se acerque a su intención de voto. Todos harían bien en evitar una interna que los obligue a hacer campaña en contra de su propio espacio. Todos podrían aprovechar para mostrar unidad ante las políticas de ajuste, que denuncian ellos mismos pero cada uno por separado, y ofrecer soluciones a los argentinos. Pero no.

La intransigencia de Florencio Randazzo es entendible: una PASO contra Cristina le daría una visibilidad inconseguible de otra forma. Cuanto más postergue un acuerdo (tiene tiempo hasta el sábado 24 de junio, cuando cierra el período de inscripción de listas), mejores chances tiene de negociar. Corre, claro, el riesgo de quedarse sin el pan y con un pedazo muy chico de torta, y terminar compitiendo solo contra Mario Ishii, con la posibilidad de no conquistar ni siquiera un cuarto puesto. El que no arriesga no gana.

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Lo de Cristina es un tema aparte. Vistas desde afuera, sus decisiones parecen obedecer más a caprichos que a estrategia política. La expresidenta le ganaría la PASO a Randazzo. Con ese envión, y salvando una catástrofe inédita (o una postulación de Vidal), podría también ganar el primer lugar en la provincia de Buenos Aires (el conurbano, con 11,8% de desempleo frente al 9,2% nacional, es el lugar donde menos se ven los "brotes verdes" macristas). Una victoria que, además, la dejaría como la líder opositora mejor posicionada de cara a 2019. Es imposible que pierda contra Randazzo, incluso en ese escenario onírico y febril en el que los partidarios de Cambiemos votarían al exministro para perjudicarla. No hay chances. Pero Cristina es Cristina. Y solo Cristina sabe lo que se siente ser Cristina. Se está muy solo en la cima, sobre todo cuando tu lógica de construcción política premia a los obsecuentes, castiga a cualquiera que ose esbozar una crítica, y bloquea al que se atreva a querer construir poder propio. A riesgo de caer en el psicoanálisis a distancia, para Cristina solo Macri está a su mismo nivel. Si va a competir, va a competir contra el dueño del circo, en su propio rol de (ex) dueña; no contra un empleado, encima jubilado. Puede no tener sentido para nosotros, pero tiene sentido para ella. Si en el camino logra vaciar al peronismo que, según ella, los traicionó en 2009 y 2013, mejor. Si la sala se rompe antes que el jarrón, el jarrón gana.

Las elecciones de 2015 fueron tan extraordinarias, tan imprevisibles en sus resultados (mucho más que otros cisnes negros de la época como el triunfo de Trump o el Brexit) que todavía no entendemos bien lo que pasó. Pocos analistas, pocos en el oficialismo y en la oposición, hacen una lectura correcta de los resultados de los tres comicios nacionales de hace dos años. Acaso esta columna tampoco la haga, pero vale la pena repasar algunos porcentajes y algunos hechos. Cambiemos saca un 30% en las PASO y un 34% en la general, contra el 37% del Frente Para la Victoria. Macri suma más de cuatro millones de votos entre primera y segunda vuelta, frente a los menos de tres que aumentó Scioli en el balotaje. Toda especulación en este ámbito es contrafáctica, pero algunos analistas remarcaban los límites del exgobernador bonaerenses por no despegar su discurso del kirchnerismo (mientras Cristina, que entonces tampoco reconocía pares, ni lo mencionaba en sus discursos). Macri, en cambio, reconoció que la táctica que desplegaba hasta julio casi le hace perder su territorio a Horacio Rodríguez Larreta, en la segunda vuelta con Lousteau. Fue en ese mismo escenario de la victoria, entre globos y Gilda, que el líder de Cambiemos pegó el volantazo discursivo y prometió mantener muchas políticas de la década ganada: YPF y Aerolíneas Argentinas en manos estatales, Asignación Universal por Hijo y Fútbol Para todos, entre otras. Algunas de las promesas de campaña que, como bien denuncia la oposición, Macri no cumplió.

No sería irracional pensar que buena parte de los votantes que optaron por Cambiemos en primera y sobre todo en segunda vuelta, algunos de esos millones que votaron a Massa, aspiraban a una continuidad de algunas políticas kirchneristas, pero sin cristinismo en primera plana. Algo como lo que Scioli no pudo ofrecer. Buena parte del 49% fue anti-Macri, pero mucho del 51% fue solo anti-Cristina. De nuevo, esa distribución es dinámica, el electorado se mueve y no queda rehen de lo que haya votado antes. Por ahora solo se puede especular, al menos hasta octubre. Pero si esa lectura es más o menos correcta, si buena parte del electorado respaldaba ciertas políticas del gobierno de Cristina pero no a sus dirigentes, Cristina podría ganar las legislativas, pero no volvería a ganar una presidencial. Y eso es un problema grande para un dirigente que se candidatea en estas elecciones para volver a competir en las siguientes. Los jarrones chinos no se caen solos al piso, y Cristina no va a autoexcluirse solo para mejorar las hipotéticas chances de otro candidato peronista, que todavía ni siquiera existe, en 2019.

Sería demasiado optimista (para Cambiemos) aceptar que el peronismo tiene su cataclismo de 2001 por este cisma, como plantea Carlos Pagni hoy en La Nación. Cristina puede haber vaciado de contenido al PJ bonaerense, o no, lo sabremos el 24. Un jarrón puede ser más grande que una sala, pero no que el departamento entero, o que el mundo. Al partido ya lo proscribieron, lo metieron en frentes electorales, lo partieron en tres y lo volvieron a juntar, lo vaciaron y lo llenaron. El Partido Justicialista es solo la herramienta electoral de un espacio amplio y diverso que abarca a demasiados sectores distintos en todo el país. Allí donde haya una población con necesidades insatisfechas, habrá un dirigente para (intentar) representarlas y tratar de transformarlas en derechos. Ningún trámite ante tribunales electorales modifica esa premisa.

Sin embargo, y si se convalida el análisis anterior, el rechazo al cristinismo/kirchnerismo (con Cristina como primera candidata opositora) le alcanzaría a Cambiemos para ganar en casi todo el país y tomar esta elección como un respaldo a su proyecto. Resta ver, en cambio, si ese respaldo sería suficiente para imponer su programa de reformas estructurales (liberalizadoras) y si ese proyecto logra dar resultados económicos visibles en los próximos dos años. Pero ahora es demasiado pronto para el peronismo, que todavía no se renovó, ni solucionó las tensiones que lo llevaron a partirse en 2013, ni los problemas que le hicieron perder en 2015. Falta mucho éxodo para terminar de caminar los 40 años de desierto que le permitan llegar a la tierra prometida y a la reencarnación. Por suerte, existe más peronismo más allá del cierre de listas y de la provincia de Buenos Aires. Tendrá que demostrarlo de acá a octubre.