POLITICA
CLASES MAGISTRALES

El laberinto

Una primera clase para entender mejor el pasado y el presente de un continente repleto de oportunidades y contradicciones. De Bolívar a Chávez.

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Cuando en la década de los ´60 fui a hacer un postgrado en París, me encontré con gran número de estudiantes africanos. Era el tiempo de una acelerada descolonización y los hijos de los caciques tribales convertidos en jefes de Estado venían a instruirse en Europa. Muchos de ellos tenían en el rostro cicatrices impuestas por los rituales de iniciación y casi nadie dejaba de vestir coloridas túnicas y gorros de antiguas tradiciones. Conversé con varios y me asombró el conocimiento que tenían sobre temas de América Latina. Manejaban con solercia nuestra historia y conflictos. Les dije que me avergonzaba el desbalance, porque sobre África yo sabía mucho menos que ellos sobre América Latina. Entonces uno sonrió y afirmó suelto de cuerpo: "Pasa que estudiamos América Latina para no repetir sus errores." Quedé de una pieza y esa frase me llevó a seguir con atención el curso de los acontecimientos africanos, con la expectativa de que ese continente brotado casi de súbito a la independencia, cargado de energía renovada y dispuesto a evitar errores ajenos, roturaría un camino ejemplar. Tuve la negligencia de no guardar el nombre de mis interlocutores, quizás fueron Mobutu o Idi Amín o Mugabe, transformados poco después en dictadores sanguinarios y voraces que devastaron a sus pueblos. Traicionaron las esperanzas de progreso, armonía y bienestar que se había soñado para esa nueva etapa.
Hace poco un lider africano dijo otra cosa: "No queremos parecernos a América latina". Grave. Es más contundente que sólo evitar errores. Porque ya hay un país africano que, en efecto, se aleja rápido del equivocado camino: Bostwana. Igual que Irlanda en Europa, ha decidido dejar de echarle la culpa a factores externos y se aplica a consolidar la establilidad institucional y jurídica nacional. En pocos años ha logrado torcer la tendencia declinante por otro de crecimiento sostenido mediante la recepción de grandes inversiones que aumentan las fuentes de trabajo, disminuyen la desocupación y la pobreza, mejoran el sistema educativo y sanitario, abren rutas e intensifican la exportación.
Años atrás, con una mirada abarcativa de nuestro subcontinente latinoamericano, dije que me daba miedo advertir nuestra "africanización", inclusive con la perspectiva de conflictos étnicos que parecían superados o se podían evitar mediante el crecimiento económico. Ahora es África la que no desea "latinoamericanizarse". En una Conferencia celebrada en Madrid se demostró con estadísticas y gráficos que el crecimiento de América Latina es ahora inferior al de África en sus respectivos conjuntos. Para llorar.
¿Qué sucede?

Hace dos siglos que firmamos la gloriosa Independencia y, después de tantas luchas facciosas, cambios de ideologías y experimentos político-económico-sociales, continuamos en la infancia, frágiles, y superados por países sin recursos naturales y menos calificados recursos humanos. Hace dos siglos que los refrescantes aires de la Ilustración y el modelo republicano de los Estados Unidos intentaron consolidarse en nuestros países. Pero debían enfrentar tres siglos de coloniaje donde hubo aportes muy valiosos, pero también dos elementos negativos de gravitación abstinada: la monarquía absolutista y la opresión inquisitorial. La primera enseñó a gobernar de cara al trono y de espaldas al pueblo, imponer funcionarios confiables en lugar de meritorios, cambiar la ley según conviniese al príncipe de turno, hacerse rico de la ubre estatal en vez del trabajo honesto, venerar al monarca en lugar de las instituciones, no entender el control recípoco de los poderes republicanos. La Inquisición castró el pensamiento crítico, el pluralismo, la tolerancia y el amor por la libertad individual. Creo que esta doble carga ominosa explica las dificultades -también contradicciones- que afligieron a nuestros padres fundadores desde México hasta las Provincias Unidas del Plata.
El ejemplo más notorio y trascendente podría ser Simón Bolívar. El actual uso demagógico de su figura no nos hace olvidar que fue un inestable hijo de la Ilustración. Pese a su amor manifiesto por la cultura política inglesa y la línea democrática inaugurada por la Independencia de los Estados Unidos, prefirió el caudillismo al estado de derecho. ¡Gravísimo y trascendental error! Fue un genio de la guerra y la política, un luchador insomne, un hombre culto, y quizás por eso imitó a Napoleón Bonaparte, distanciándose del edificio institucional que elogiaba pero no imponía. Mientras sus venerados Jefferson y Madison habían avanzado hacia la decentralización del poder y la restricción del ejecutivo, Bolívar se dedicó a la centralización y la concentración del poder absoluto en su exclusiva persona. Su anhelo de unidad fracasó, porque actuó como el emperador francés en lugar de los presidentes norteamericanos. En consecuencia, su final vino pronto y fue trágico, su sueño se hizo trizas y su grandiosa herencia se emponzoñó con los males del caudillismo: voracidad del jefe de turno, anemia de las instituciones republicanas, demagogia, justicia condicionada, ausencia de controles efectivos. ¿No actuó acaso Bolívar de una forma similar a la de los líderes de África, que decían admirar lo mejor de Occidente y acabaron imponiendo lo contrario?
En oposición a las ignorantes afirmaciones que pretenden convertirlo en símbolo de la "lucha antiimperialista", Bolívar solicitó en forma reiterada la protección del Imperio Británico y llegó a ofrecer a Londres el control de Nicaragua y Panamá a cambio de su ayuda contra España. Aludió con entusiasmo a la doctrina Monroe para enfrentar las ambiciones españolas y francesas. En una carta a Engels, Karl Marx lo descalificó al decir que era "el verdadero Soulouque", un revolucionario haitiano que se coronó emperador y estableció el terror en su país. También escribió Marx que era incapaz de "cualquier esfuerzo a largo plazo", refiriéndose al escaso empeño en consolidar las instituciones de la república, algo que le vendría bien a Chávez. Estas afirmaciones, desde luego, no empañan su gloria de Libertador. Pero sirven para no caer en confusiones interesadas, que llevan por mal camino.

Prestemos atención. Luego de padecer dictaduras que nos enseñaron cuán catastrófica es la ausencia del estado de derecho, pareciera que los dos ingredientes del largo período de la colonia –monarquía absolutista y opresión inquisitorial-, siempre latentes, vuelven a emerger. Las democracias que ahora se extienden desde el Río Grande hasta la Antártida se han debilitado, aunque prevalece el deseo de mantenerlas (digamos que algo se aprendió; no mucho, pero algo). Falta en casi todas ellas una lucha ferviente por la calidad de las instituciones, no se consolida la independencia de los poderes republicanos, hay notoria ausencia de límites a la voracidad del Ejecutivo, no se protege de manera convincente el derecho de propiedad (imprescindible para que haya inversiones genuinas y surjan las fuentes de trabajo). Dejo a un lado, por supuesto, el ejemplo chileno que, ojalá, no se contagie de tanto sarampión tardío en torno.

Recordemos que después de la Segunda Guerra Mundial el mapa de América Latina se había tornado dramático: Trujillo en República Dominicana, Duvalier en Haití, Somoza en Nicaragua, Pérez Jiménez en Venezuela, Odría en Perú, Batista en Cuba, Rojas Pinilla en Colombia, Stroessner en Paraguay, a los que se podrían añadir los autoritarismos de Getulio Vargas en Brasil, Perón en Argentina e Ibáñez en Chile, sin contar otros países con tiranías más o menos encubiertas o más o menos durables. Hasta hubo dictaduras militares de izquierda como Velazco Alvarado en Perú y Juan José Torres en Bolivia. Recién en la década de los ´80 Argentina inauguró el proceso de la re-democratización, que se extendió a los países vecinos y más lejos también. La represión sufrida durante años generó una primavera de libertades que parecían consolidarse a buen ritmo. Quedaban atrás, descalificados, los "aprietes" a la prensa, la intolerancia al pluralismo, la corrupción, el Estado invasor y omnipotente, los partidos hegemónicos. Pero no quedaron tan atrás... No. Al cabo de este lapso, en la mayoría de los países –insisto- es evidente la falta de un esfuerzo para vigorizar el estado de derecho y elevar la cultura política. Por el contrario, las instituciones parecen castillos de arena y los políticos y los partidos se han desprestigiado. En la Argentina se acuñó una frase célebre por su rabia: "¡Que se vayan todos!", luego arrojada al desván de los objetos inútiles. Pero en ese momento se llegó a hablar de refundaciones y nuevos estilos de democracia, hasta de la democracia directa, como en la antigua Atenas. Fue cuando escuché la siguiente historia:
Una maestra interroga a sus alumnos sobre la profesión de sus padres. Danielito refiere que su papá cepilla maderas, las une con clavos y tornillos, las barniza. Ah, deduce la maestra, tu papá es carpinterio. Mi papá, explica Carlitos, corta telas, las cose y pega botones. Ah, tu papá es sastre. Y así continúan varios hasta que le toca el turno a Javiercito. Se para enrojecido y tarda en hablar. Finalmente, tartamudeando, confiesa que su papá dirige una casa donde hay varias mujeres y que los hombres entran y salen cada hora más o menos, algunos con bolsitas llenas de un polvo blanco. La maestra, horrorizada, ordena cambiar enseguida de tema. Durante el recreo los compañeros rodean a Javercito y le preguntan afligidos si es cierto lo que había contado. No, replica con los ojos llorosos, pasa que me dio vergüenza decir la verdad... papá es presidente de la Cámara de Diputados.
Esta degradación de la política es muy peligrosa, porque no hay democracia sin políticos ni partidos representativos. En América latina abundan los ejemplos de figuras que han sacrificado sus fortunas y sus vidas en el altar de los ideales, que no debemos olvidar ni dejar de admirar. También lo opuesto, quizá demasiado, por eso el desprestigio que llegó a convertirse en maremoto.

La herencia absolutista determinó que en el siglo XX prendiese fácil el modelo totalitario que se desarrolló en Europa a partir de la Revolución Bolchevique. En ella gobernó "la vanguardia lúcida", "el Partido único" o "la dictadura del proletariado". Se privilegió el Estado sobre el ciudadano, lo colectivo sobre lo individual. Por arriba planeaba el líder único e infalible, primero Lenin, después Stalin. Toda disidencia, hasta la musical, fue considerada sedición. La ideología se convirtió en fe. El objetivo último era imponer un nuevo evangelio de igualdad monocolor, primero en un solo país, luego en Europa oriental, Asia, África, América Latina y el resto. Se tiende a disimular que tuvo cría, y esa cría se llamó fascismo y nazismo, también con líderes endiosados. Ambos fueron paridos a imagen y semejanza del comunismo bolchevique, aunque se intentó (con éxito) presentarlos en extremos opuestos del abanico político. Basta raspar con la uña para descubrir sus pesadas analogías en materia de desprecio a la democracia y los derechos personales, la degradación del respeto a la vida, el pluralismo, la tolerancia, el disenso, la libertad de prensa y de expresión. Entre Stalin y Hitler llevaron al otro mundo en nombre de sus delirantes ambiciones alrededor de 150 millones de víctimas. Los desfiles de la Plaza Roja, Nurenberg, Plaza Venecia y Tiananmen casi no tienen más diferencias que los matices de cada pueblo; los soldados, milicias, fuerzas de choque y multitudes alienadas practican la marcha de ganso y posturas a resorte que los convierten en patéticos robots.
Mussolini fue el mejor de los bufones. Un maestro en la manipulación de las masas, la postura guerrera, las utopías de grandeza imperial, las bravuconadas. Buscó enemigos a los cuales golpear y acusar, provocando confrontaciones que llevasen agua a su molino. Fue quien primero exclamó "El que está contra el fascismo está en contra de Italia".
Tuvo discípulos en América Latina.

En los complicados tiempos presentes, quien ahora mejor lo hace es Hugo Chávez, un personaje histriónico desprovisto de pudor. Alguien que disfruta haciendo el papel del guapo de barrio, que saca pecho y escupe groserías. Es líder gracias a la billetera gorda que le proveen los desorbitados precios del petróleo y la discrecionalidad ilimitada que impuso con su terror edulcorado, no a la genialidad de su caótica administración, que aumentó la pobreza y la inseguridad en su país inundado de petrodólares. La compañía petrolera de Venezuela, PDVSA tiene 120 mil empleados sobre 25 millones de habitantes y produce nada menos que ¡el 25 por ciento del ingreso nacional! que Chávez manipula a su antojo sin atisbos de control republicano ni de ninguna otra índole. Actúa como el propietario de esa riqueza enorme y casual. La usa para fines manifiestos y ocultos, entre ellos meterse con las elecciones de otros países y financiar políticas que le sirven para incrementar su poder en la región y el mundo. No se conforma con ser el presidente de Venezuela y darle bienestar a su pueblo (que hace poco y mal), sino que enciende hogueras para convertirse en otro Bolívar. Otro, claro, porque no aceptará retirarse hasta ser como Soulouque. Esta ilusión comienza a perfilarse con su paulatina apropiación de Cuba y su compromiso con los regímenes que tienen repulsa por el estado de derecho.
Nos encontramos pues, que a dos siglos de la Independencia, no sólo seguimos en la infancia, sino que padecemos regresiones estimuladas por una ideología que se mal llama "progresista", porque arrastra hacia el pasado y se inspira en el totalitarismo. Un "progresismo" con marcha de cangrejo, siempre hacia atrás, desinteresado por las instituciones de la democracia, sordo a la necesidad de políticas de Estado que mejoren en serio la educación, la salud, la seguridad y estimulen caudalosas inversiones. Chávez es el pretérito vuelto a emerger con otro ropaje, que sólo prospera con gente pobre, ignorante y fanatizada, y que por eso no tiene apuro en sacarla de la pobreza ni de la ignorancia ni del fanatismo. No reparte cañas de pescar, sino pescado.

Un editorial concesivo de The New York Times acaba de afirmar que no debemos creer que la presunta izquierda belicosa de Chávez es la izquierda que prevalece en América Latina. Se basa en el fracaso que debió digerir Ollanta Humala al perder las elecciones del Perú por el salvavidas de plomo que significaba la ayuda de su aliado venezolano. Cosa similar ocurrió en México. Sin embargo, pese a que muchos países latinoamericanos comprenden que Chávez es una carta peligrosa, jefes de Estado y franjas sociales lo siguen tratando con una distinción que no merece. Por ejemplo, no ha tenido escrúpulos en imponer un núcleo de necrosis en el sentido fundacional del Mercosur. En lugar de permitir su crecimiento como un bloque que trata de integrar economías para un mayor crecimiento, el vicecanciller venezolano afirmó que lo desea transformar en instrumento de lucha política. Chávez fue a Córdoba con ese propósito y metió de contrabando a su padrino Fidel.
Así como Fidel se negó durante más de dos años en reconocer que llevaba su país hacia una tiranía stalinista, Chávez se escuda en Bolívar para negar que se alía con el Frente Antidemocrático que se está constituyendo en el planeta. Basta el siguiente dato para los que no padecen ceguera ideológica.
El 18 y 19 de julio pasado se reunieron en Caracas 50 partidos comunistas del mundo con las ansias de reconstruir el imperio perdido. Después de la implosión soviética, la caída del Muro de Berlín, la primavera democrática de Europa Oriental, la conversión a la economía capitalista de China y Vietnam, ¿hacía falta reunirse en una ciudad como Caracas para volver a soñar lo imposible? Un par de días más tarde Chávez llegó a Córdoba para unirse al Mercosur y transformarlo de instrumento económico y cultural en un arma de trinchera. Después viajó a... ¡Bielorrusia! Bielorrusia es la única porción de la ex Unión Soviética que mantiene el viejo y opresor régimen bajo el corrupto puño de Alexander Lukashenko. A Chávez no le tembló la voz cuando lo elogió por no haber cedido a "la revolución de los colores" que había tenido un efecto liberador en Ucrania. Luego fue a Moscú, donde ya había comprado 100 mil fusiles de asalto y en esa ocasión aumentaba la compra con escuadrones de Mig-29 y docenas de helicópteros; a los españoles ya les había comprado aviones y naves de guerra. Ese armamentismo desenfrenado de un país que integra un continente donde hiere la pobreza, el atraso, la enfermedad y el analfabetismo, no ha suscitado manifestaciones masivas de repudio en las "conciencias lúcidas" ni el presunto progresismo que lo apoya. ¿No se preguntan acaso para qué necesista tantas armas? ¿Piensa hacerle una confrontación a los Estados Unidos? ¿O su ambición bolivariana consiste en poner en pie de guerra a toda América Latina para que nos demuestre su genio militar? Un encuentro con el lunático Mahmud Ahmadinejad de Irán, donde condecoró y fue condecorado, marcó otro hito de su lenguaje provocador e irresponsable, del cual hasta Mussolini tendría vergüenza. Había visitado Libia. Fue a China, coquetea con la alucinante Corea del Norte, con Malasia, con la dictadura hereditaria de Siria, todos países donde el estado de derecho, la democracia, el pluralismo, la tolerancia y la libertad individual es materia opinable u objeto de persecusión. No es casual el dibujo de sus itinerarios.

En este laberinto, América Latina debería recordar la división de las aguas que se produjo en su alumbramiento emancipador hace dos siglos. Por una parte la herencia colonial, por el otro la Ilustración verdaderamente progresista. Entraron en conflicto y la pulseada no termina de definirse. Los aspectos positivos de la herencia colonial ayudan a preservar los rasgos identatarios, pero no contribuyen al progreso económico, cultural y científico. Las aspectos positivos de la Ilustración, por el contrario, son los únicos que conducen a una etapa superior del hombre, con creatividad en todos los campos y una creciente igualdad. Es importante la lista de los países exitosos, que no son perfectos, pero han conseguido mejorar la calidad de vida de sus habitantes. Irlanda y Estonia, por ejemplo, integraban el mapa del atraso y han movido su timón con tanto éxito que ahora ascienden más rápido que otros estados de Europa. América Latina ¿no puede seguir esos ejemplos y debe resignarse a encontrar la salida de su laberinto en fórmulas asociadas al odio, la demagogia y la improvisación, como propone Chávez?