POLITICA
Semana 32 de 2010

¿Si hubiera que elegir ONI (órgano nacional de identidad), cuál sería el suyo?

No estaría mal portar visible la miniatura del órgano que (suponemos) nos representa.

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Hace unas noches cumplí con Susana Reinoso y fuí hasta su micrófono de Palermo para hablar sobre la amistad literaria. Fui en un taxi de ésos. La declaración de principios no podía ser más clara. Y a la vista. Un chupete. San Cayetano. El banderín de Boca. Y en rojo paño lenci, revestido de lentejuelas, un corazón más grande que un pomelo. A poco de hablar comprobé que ese talismán y el conductor se parecían. También pensé que no estaría mal portar visible la miniatura del órgano que (suponemos) nos representa. Un ONI (órgano nacional de identidad) que diera aviso de algún rasgo del perfil de quien lo lleva. Un esbozo, un indicio (la conversación traería el resto). Cada cual, lo más aproximado. Hígado (ministros de economía), mano (rapiñeros, tesoreros, prestamistas), pie (los fetichistas, futboleros), ojo (nenes de la Side) y así... Yo, seguro, haría lo que el taxista. Soy fanático del corazón. Tanto que tuve uno bis: de plástico, policromo y desmontable. Sucedió cuando un infarto se propasó conmigo necrosándome el miocardio (esa puntita sur, la Ushuaia del corazón).

Confinado que fui en el Ramos Mejía me regresó al mundo un hada carnal. Una diosa que pudo más que la cardiología. Llevaba dormido tres días hasta que ella vino a verme y besó mi mejilla. Al reaccionar vi el rostro solar de Pinky alzado a una palma del mío. Le debo esa resurreción. Eso fue hace... Ahora, ya más grande, soy adicto al cerebro y sus bemoles. Me gustaría tener uno táctil, esos de armar y desarmar que los neurólogos lucen en su despacho. De ser taxista colgaría un cerebro así frente al volante. Debe ser grato posar los dedos como suavísimo mouse en el sitio donde hacen fila las palabras, y dedicar tiempos muertos en pasear con las papilas por los lugares que ocupan la lógica, el deseo, la esperanza, el ego y tanto más. Es tiempo ya de hacerle justicia a nuestra sesera y celebrarla como merece. Mal que lo viene pasando desde siempre por ninguneo que le aplica sin piedad la especie. Poquísimo han cantado al cerebro los artistas. Muchísimo lo han dañado los papas. Bien merece que tomemos conciencia (esto es, sepamos que lo tenemos) de que es autoayuda mayor que un millón de libros que presumen de serlo. Y cada tanto sostenerlo con amor semejante al de Hamlet por la calavera de su amigo Yorik. De una buena vez sentirlo nuestro más generoso proveedor de sentido y (yendo suave de un lóbulo a otro) estimularlo para que nos active la memoria y como primera prioridad, el juicio perdido.

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Fue muy distinto el taxista que me trajo de regreso. No necesitaba de símbolo alguno. Su corazón ocupaba todo el coche. Un cuarentón sonriente como etrusco con quien hubo química y charla abierta hasta el final. "¿Usted sabe que yo no hago más que pensar en la vida?" me disparó de entrada. "Mire si le miento-dijo, y manoteó en la guantera- Llevo meses queriendo entender este libro, usted..." Era "El sentimiento trágico de la vida", de Miguel de Unamuno. Hablamos. Roberto aclaró que lo había leído completo y que ahora lo hacía, en las paradas, en páginas abiertas al azar. "Pero tampoco me entra lo de trágico que está hasta en el título...". Mantuvimos una conversación para grabar. Un ida y vuelta del que aprendimos ambos. Le ofrecí apoyo y le dejé mi email. Este sábado me escribió: "Esteban, soy el taxista que lo llevó hace unos días. Me he dejado vencer por ese libro de Miguel de Unamuno, que usted con generosidad me lo abrevió en el viaje , lo que le agradezco, pero soy fiel lector de su página, que me parece maravillosa. Lo seguiré molestando por este medio y quisiera que me recomiende algun libro para leer, usted sabe, algo menos exigente que aquel. Ok?. Espero siga bien. Un abrazo. Roberto." Ya le separé "La importancia de vivir" de Lin Yutang y otros más. Hay que ayudar al lector.

 

* Especial para Perfil.com