En la Argentina se palpa el mal humor. Estos días eso es evidente como en casi cualquier lugar
del mundo. Lo peculiar de la Argentina es que
el mal humor es una constante, a veces interrumpida ocasionalmente; que renace y
se instala bajo circunstancias muy diversas. Somos un
pueblo ciclotímico, oscilamos entre el pesimismo y el optimismo, entre la mufa y
la euforia. Vivimos como si los buenos momentos –ciclos generalmente cortos, de pocos
años– fueran regalos ocasionales de la providencia, que hay que disfrutar porque
inexorablemente terminan para dejar paso al país de siempre, el que no funciona, el que no va a
funcionar.
Tristeza nâo tem fin. ¿De dónde vienen ese mal humor, ese pesimismo, esa suerte de
impotencia colectiva? He oído decir que un filósofo europeo, de visita en la Argentina hace como
ochenta años, concluyó: “Este es un pueblo triste”. Los argentinos tendemos a pensar lo
mismo.
Una década atrás pudimos realizar un estudio de opinión pública para conocer la imagen que
tenemos los argentinos de nuestro país vecino, Brasil. La mayoría coincidía en una percepción:
los brasileños son un pueblo alegre, nosotros no; los brasileños tienen fuerza
vital, nosotros parecemos vivir la vida más resignadamente. Los brasileños pueden, nosotros no.
Somos cordiales, somos amigables, somos simpáticos (los extranjeros lo constatan), pero la mufa nos
persigue y nos domina.
Desconfiados por naturaleza. Los argentinos
vivimos la ciudadanía con profunda resignación, sin confiar en las instituciones,
ni en los dirigentes, ni en las organizaciones representativas. Protestamos con facilidad; eso
sabemos hacerlo. Y cuando no protestamos estamos de mal humor. Pienso que ésta es una de las caras
de un fenómeno complejo, la anomia argentina, la falta de cumplimiento de las normas enraizada como
un hábito en nuestra cultura.
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