En materia de derechos públicos, uno de los grandes desafíos hoy pasa por lograr que los derechos emergentes de los ciudadanos lleguen a tener un nivel efectivo de intervención, tanto en el diseño como en la implementación de las políticas públicas generales y el control de la gestión pública.
Por eso, las prácticas de gobierno abierto, que postulan una intervención real de la sociedad civil en el control de la gestión, son un paso adelante, pero no suficiente y –ciertamente– riesgoso para las personas por dos razones: primero, porque si bien hay movimientos sociales orientados a involucrarse de manera activa en el control de la gestión gubernamental, se trata de fórmulas participativas no vinculantes. Es decir, no condicionan ni inciden en ninguna decisión. Y segundo, porque el intento de acudir a un juez para pedirle el reconocimiento de estos nuevos derechos para efectivizarlos en medidas concretas conlleva un riesgo para la persona o asociación que haga tal presentación.
Aquí entran en juego los resortes propios del doble estándar: por un lado, se declaman derechos a la tutela efectiva de las personas pero, por el otro, se prevén enormes restricciones procesales que condicionan el ejercicio real de los derechos y los sumen en engorrosos procesos judiciales que, en los hechos, ponen en situación de enorme inferioridad a las personas.
Se enfrentan David y Goliat: el peso del poder no dudará en pedir sanciones proporcionalmente adecuadas al monto millonario que la “turba” osó cuestionar, a modo de “sanción ejemplar”, en lugar de ajustarse a una medida proporcionalmente adecuada a la realidad del ejercicio de la defensa de los intereses públicos.
*Abogado. profesor adjunto de Derecho Administrativo (UBA).