SOCIEDAD

Los chicos nos miran

Esto escribe uno cuando advierte que la época pierde oxígeno, su país hace agua y el ciático le muerde el trocánter.

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| Esteban Peicovich

Nunca sabré en que sitio del universo me encontré con Clara por primera vez pero en la Tierra no fue. Esto sucedió en noviembre de 2012. El IPad anticipó su silueta a tres meses de gestación, ya en pleno viaje celular hacia el planeta. Fue natural que me diera acunarla, pre bisnieta aún, y que el IPad  acentuase mi fe en que la imaginación es la más feraz productora de sentido. Clara pulsando por arribar a su meta biológica. Yo aguardándola. Sublime. Acaso un instante próximo al de los dedos de Dios y del hombre tanteándose en la bóveda Sixtina. Los de mi bisnieta “haciéndose” en la travesía y los añosos míos sosteniéndole el vuelo.

Esta novísima mujer de mi vida se llama Clara Fraomeni y a ella le debo haber alcanzado categoría de bisabuelo. Que tampoco es mucho. Apenas un geronte cronista de costumbres y recuerdos que gota a gota diaria se fuga del tiempo. Pero tampoco la pavada. Sobran razones para no  bajonearse. Aun queda el bastón para defender las utopías que lanzamos jovenes a la responsabilidad del futuro. Bien coimeado el Gauchito Gil, cubiertas las vacunas de otoño y no dañando al neocortex con sobredosis de bochas y tevé, puede un geronte superar normalito esta filosa década Octo y alcanzar la Nona. Aunque la realidad la cuente como Décima. Es lo que me propongo y seguro alegrará a quienes me quieren. El dato no me abruma. Mi madre murió en su undécima: a los 101.

En nuestro país son 400 mil los octos que resisten, recuerdan, plañen, olvidan y dicen cada tanto “En mi época había…”. Entre ellos, yo. Lo cual no nos convierte en sabios ni en noticia. A esta “alta edad”, ya cubiertos los dos “mezzo” del “cammin di nostra vita” hay muchas chances de eludir los hongos melancólicos de los días sin huella. En mi caso, como cuento, nada más genésico que vigorizarme con las células frescas de un ser originario de mi jardín familiar como es Clara. Su arribo le quita filo a las agujetas de mi columna, me ayuda a soportar el sopor verbal  del Coqui Capitanich y me inspira iniciar campaña de prensa a favor de los Bebés. Las encuestas no los contemplan siendo que el futuro de la especie depende más de cómo cuidemos a los miles de infantes que nos rodean, que despotricar por los bárbaros adultos que estragan el planeta (y la nursery) de adultos (y bebes) a la vez. Todo vale si se trata de dar cuenta que la aventura humana disparata pe-ri-co-lo-sa-men-te y que solo contamos con los niños para que futuro no se caiga. Habrá que tomar pronto partido por los chicos si queremos que la aventura humana no acabe en disparate cósmico.

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Así lo siento, en medio de este júbilo que me provoca deslizar el brevísimo pie de Clara sobre la palma de algarrobo de la mía. Francisco será Papa pero yo soy Bisabuelo. A cada cual le toca prolongar la esperanza del mundo como puede. También consuela el pronóstico de que mis hijos puedan rozar los 90 años de media (y mis nietos el siglo) Aunque me arrepiento por no haber trampeado el turno natal. Debí preverlo, ponerme más atrás en la cola genética, y aparecer orondo, novísimo, en éste que apunta a ser el siglo que traiga la gerontocracia más veterana de la historia. No es fantasía. Véase lo próxima que está la Juvencia por la que tanto se clamó en los mitos, en Fausto o Dorian Grey. En 1900 la expectativa de vida de hombres y mujeres rondaba los 40 años. Hoy han llegado a estabilizar la eternidad media en los 75. Y por lo que se infiere del informe, la mayoría de los bebés y párvulos que hoy balbucean, podrían soplar sus 120 velitas allá, en los mismo bordes del siglo 22.

No, los adultos, no. Para entonces nosotros todos calvos y bien hermanos de Yorik, aquél a cuya noble calavera dio fama póstuma Shakespeare poniéndola en la mano sorprendida de Hamlet.  "La vejez es el hecho más inesperado de todos los que le suceden al hombre", dijo, en queja, el mismo León Trotsky. Más que susto da lástima no poder filmar el guión que uno armó y le prometió a su vida. De tener por delante 50 años más, tal vez fuera posible que millones de humanos hubiesen alcanzado a tocar algunos de sus mas lejanos sueños.

Lo que también me inquieta (por curioso) es saber como hará la tanta gente centenaria y tranqui, para que esa amplitud de vida les cunda y no se pierda, como le sucede a la nuestra por corta. Cuando la longevidad ya venga asegurada en el orillo del primer pañal se podrá ser niño hasta los 30. Adolescer mucho más, tal vez hasta los 50. Y entrar a pensar en tener esposa a los 60. Y casa propia, a los 70.

¿Y el medio siglo restante? Lo más probable es que sea dedicado a lamentar el haber nacido antes de tiempo. Por entonces, ya se andará vaticinando que la media de vida va camino de los 250 años y que la infancia trepa hasta aquietarse en los 70. Futurista que se pone uno cuando siente que el tiempo (la eternidad cuando se mueve, según Platón) llega a destiempo.

Esto escribe uno cuando advierte que la época pierde oxígeno, su país hace agua y el ciático le muerde el trocánter. En casos así es imposible bancarse la gestión bélica de CFK, los palotes ideológicos del mutante Jozami o las naderías de las dis-oposición. No queda otra que echarse un trago de Juancito Caminador, balbucir  primero “aquí me pongo a cantar”, pasado otro rato “Reloj no marques las horas”  o “Que un viejo amor, no se olvida ni se deja….” o, en fin, son tantos los temas que le van a momentos así……

Hace medio siglo nos pegó hondo la película “I bambini ci guardano”. Hoy los bebes argentinos hacen lo mismo. Son 746 mil  los que llegan cada año (1 cada 40 segundos) y lo primero que hacen es mirarnos. ¡Y cómo nos miran!

(*) Especial para Perfil.com