SOCIEDAD
A los maestros, en su da

Relatos de una obsesión: "Ya no podía entrar al aula"

perfil.com entrevistó a docentes con licencia psiquiátrica. Cada uno narró de qué manera comenzó a padecer su profesión hasta que la situación se les fue de control. Las experiencias extremas.

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La angustia ante la impotencia de la pobreza. Tartagal, Salta.  
Graciela tiene 42 años y desde hace seis es maestra de grado en una escuela humilde de Tartagal. Allí es bastante usual que los alumnos, de 9 años, lleguen a las aulas sin zapatos y con hambre. Pero lo habitual no quita sus efectos.

"Cada vez que sonaba el despertador para ir al colegio empezaban a caerme lágrimas. Llegué al punto de dar media vuelta a mitad de camino. Estaba paralizada, ya no podía entrar al aula", confiesa Graciela, quien ya no se sentía útil en ese lugar con tantas demandas imposibles de solucionar, al menos por ella.

Lo que la dejaba a mitad de camino entre su casa y la escuela se llama crisis de pánico. "Llegué a tener palpitaciones en la puerta de la escuela, me quedaba apoyada en la pared y la vista se me nublaba", cuenta. "Es una situación horrible, sobre todo porque los niños se acercaban a ver que me pasaba y yo no podía decirles nada".

Luego llegó la visita al psiquiatra, su resistencia a tomar licencia por temor a ser estigmatizada hasta que, a principios de este año, la solicitó. Hoy está ejerciendo nuevamente.

"Por suerte estoy mejor. Fue difícil la vuelta, pero estoy contenida y aprendí que enfermándome no soy útil para nadie", concluyó.


Cuando el sueldo no alcanza. El Alto, ciudad de Neuquén.
Hace un mes y medio que María Laura no va a la escuela donde dicta clases, en el Alto, cerca del puente que une Neuquén con Cipoletti. El diagnóstico médico indicó anemia severa. El psiquiátrico, depresión.

María Laura tiene 48 años y hace 27 que trabaja como docente. Es hija única y sólo su padre percibe una magra jubilación. Su madre tiene una enfermedad ósea que hace más de dos décadas la dejó postrada.

Si bien siempre estuvo acostumbrada a “hacer piruetas” para que la plata alcance, hace un par de años que sabe que llegar a fin de mes con efectivo en el bolsillo es casi una utopía. “Es horrible saber que hay dos personas mayores que dependen de mí y no puedo responderles”, comenta angustiada.

La situación la llevó, poco a poco, a una fuerte depresión. “No tenía fuerzas para nada y no podía comprometerme con mi tarea. Pasaba noches enteras sin dormir, tratando de encontrar una solución a mi situación económica, pero no había caso”, recuerda.

El insomnio se volvió crónico, hasta que el cuerpo dejó de responderle. “Sonó el timbre del primer recreo del día. Los chicos se levantaron de sus asientos y salieron al patio. Intenté seguirlos, pero al pararme la vista se me nubló y caí al piso”.

Cuando recobró el conocimiento estaba internada. Tenía suero y un diagnóstico de anemia aguda. Fue en el mismo hospital donde uno de los médicos le recomendó consultar a un psiquiatra.


La violencia pega fuerte. Lanús Oeste, provincia de Buenos Aires.
“Un lunes, un chico le rompió la cabeza a patadas a otro en el patio. El miércoles siguiente, dos chicas de séptimo le dieron tal golpiza a una nena de cuarto que terminó hospitalizada. El viernes, me tocó a mí: una madre, enojada porque su hijo se había sacado una mala nota, me pegó una trompada en la puerta del colegio”.

La dueña de la historia es Julia, una maestra de una escuela de Lanús Oeste, provincia de Buenos Aires, que estrena cargo como titular en la cátedra de dibujo. Ella sabía, por referencias de sus colegas, que el colegio era “bastante bravo”, pero nunca imaginó tal nivel de violencia. Aquella semana había terminado, pero el calvario recién empezaba.

“Hace 28 años que soy docente. He pasado por todo tipo de situaciones, pero nunca algo como lo que viví este año”, se desahoga con perfil.com.

El problema no se agotó en el golpe. “Estuve tres meses soportando los insultos y los empujones de esa madre a la entrada y a la salida de clases. Labramos actas, hicimos la denuncia, pero no se la podía parar”, explica.

Como resultado, Julia comenzó a angustiarse hasta solicitar licencia por problemas psiquiátricos. Estuvo cuatro meses en tratamiento hasta que, hace dos semanas, tuvo que volver al trabajo. “No me renovaron la licencia. Imaginate cómo me puse al saber que tenía que volver… Lloré todo el fin de semana.”

Por ahora, respira aliviada. “Creo que esta mujer se asustó y por eso no molestó más. De todos modos, sé que tarde o temprano voy a tener que encontrármela y de sólo pensarlo empiezo a temblar”.


Disfonía, enfermedad de otros tiempos. Barrio Ejército de los Andes, provincia de Buenos Aires.
Florencia de la Llave es maestra, profesora de educación especial y psicopedagogía. Hace 27 años que ejerce como docente –diez frente al grado y otros tantos en gabinetes psicopedagógicos–. En la actualidad, es directora del Centro Educativo Complementario en Fuerte Apache –dependiente de la Dirección General de Cultura y Educación de la provincia de Buenos Aires– aunque, en este momento, está de licencia.

“Estoy haciendo un tratamiento de educación de la voz porque sufro de disfonía crónica, resultado del esfuerzo de hablar todo el día, dar clases y charlar con los chicos en el patio, donde la voz se pierde y uno la eleva mucho más”, contó Florencia.

Como directora del CEC, admite que tiene muchas compañeras con licencias por salud mental. “Nuestra tarea es muy estresante. Una de las complicaciones más grandes es la de los sueldos bajos que hace que mucha gente tenga dos o tres cargos. Un docente que se inicia gana 700 pesos y por antigüedad va cobrando un plus que ha bajado respecto a otras épocas. Por un cargo jerárquico como el mío, sólo se gana un 20 por ciento más que un docente de grado y uno tiene mayor responsabilidad”, concluye.

La docente explica que trabajar en ese barrio -denominado en forma despectiva Fuerte Apache- tiene un alto costo. “Genera mucha impotencia ver la marginalidad en la que están sumidos los chicos y no poder hacer nada. Entender que en esta problemática uno está de paso y es muy poco lo que se puede solucionar. Esto es una fuente de stress muy angustiante”, asevera.