SOCIEDAD
MIRADAS

R.I.P

El atractivo creciente que tienen los clásicos avisos fúnebres –especialmente los del diario La Nación– se explica por el impacto social y la necesidad de conocer de inmediato la noticia de un deceso. Pero también hay otros mecanismos que influyen a la hora de leer y publicar uno de esos testigos del paso de la vida.

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El dato puede sorprender a algunos, pero es estrictamente real: una de las secciones más leídas por quienes compran el diario La Nación es la de avisos fúnebres.

A diferencia de los obituarios del resto de los periódicos, la sección del diario fundado por los Mitre ha ido creciendo en amplitud y cantidad de avisos, hasta ocupar, con frecuencia, una página entera del clásico tamaño sábana. En algunas ocasiones, bastante más que eso.

Pero todo tiene un porqué. En los tiempos en que La Nación y La Prensa peleaban mano a mano las preferencias de los sectores más acomodados de la población, ambos tenían robustas secciones de “sociales”, que retrataban, con algún esmero y tono demodé, las andanzas de la high life, como solía decirse por entonces. Quienes redactaban esos artículos –en general, gente de cierta edad– utilizaban una jerga muy especial, como, por ejemplo, decir “guarda cama la señora Tal”, para evitar el más prosaico “está embarazada” o “encinta”. Que eran palabras demasiado duras para los oídos refinados de la época.

Pero las sociales desaparecieron, posiblemente debido al cierre y posterior cambio del diario de Gainza Paz, y el vacío, sorpresivamente, fue cubierto por los avisos fúnebres. Que dejaron de ser ocupados exclusivamente por parientes y allegados cercanos a los difuntos, y pasaron a albergar también a amigos y personajes lejanos, que querían aprovechar la vidriera de un muerto ilustre para sumarse a la lista de los “notables”. Cosa que sigue hasta hoy.

Por ese entonces empezaron a escucharse diálogos hogareños, rigurosamente privados, de este tono: “¿Viste quién se murió? La Ceci, de los Fulanez, ¿te acordás?”. “Ah, sí, algo...”. “Bueno, creo que hay que ponerle un fúnebre... no podemos faltar”.

Ningún regalo. El aviso de marras no es, por cierto, un regalito o una oferta: hoy por hoy, cada línea se cotiza a 31 pesos con 24 centavos, lo que convierte a un aviso promedio (unas siete líneas, digamos) en un gasto de casi 220 pesos. Que en algunos casos es compartido por los deudos, pero en otros es de desembolso estrictamente personal.

Desde hace muchos años, hay gente que se jacta de “no haberse perdido un día” en la lectura de los fúnebres de La Nación, una extraña mezcla de espíritu coleccionista con otra porción de utilitarismo, porque en ciertos casos puede ser nefasto dejar pasar un hecho contundente como la muerte de alguien, sin acercar sus pésames a los deudos.

Algunos han creído ver, además, un tercer factor en el interés de los lectores habituales: la morbosidad. El que busca en la lista, aunque jamás lo vaya a reconocer, siempre espera encontrar un apellido conocido, y más todavía, una persona conocida. No es que le haya deseado la muerte; simplemente se emociona cuando encuentra el nombre y apellido exactos de ese ser que tal vez trabajó alguna vez con él, o lo frecuentó en otros tiempos en su casa, por ejemplo.

La reflexión parece cruel, pero es humana. Y es vergonzante, que acá equivale a inconfesable.

Segundas partes. Con los años, La Nación resucitó una sección sociales sui generis. Que ya no es aquélla de los tiempos idos. Ahora se insertan pequeñas pastillas de texto en fría letra itálica o cursiva, y son rigurosamente pagos. La gente, no obstante, no se entusiasmó con el invento y siguió apostando a los fúnebres: sabe que allí, otros como ellos van a buscar no sólo al muerto, sino también a los de su círculo cercano, y también a quienes tuvieron poco o ningún trato con el difunto, pero que consideran conveniente estar.

Para el diario, por cierto, es una fuente de ingresos nada desdeñable. Hasta el punto de que quienes pagan el aviso en efectivo pueden hacerlo desde sus casas, porque La Nación les envía un mensajero a recoger el dinero. Con tarjeta, a su vez, disponen de más tiempo para el cierre de la sección: las ocho de la noche.

Cuando el fallecido es un hombre de relevancia (a juicio del diario, al menos), los avisos clásicos conviven con una nota mayor: las necrológicas. Que suelen estar preparadas “en parrilla” para el infortunado momento del deceso. Los periodistas veteranos no dejan de decir que, pese al fogueo de los años, siempre experimentaron una extraña sensación al describir la muerte de alguien que, en realidad, todavía estaba vivo.

Cuando apareció la revista Primera Plana, en los años 60, el staff armado por Jacobo Timerman apeló a una idea originada en el periodismo norteamericano: agrupó los fallecidos de la semana en una pequeña sección titulada Transiciones. No se trataba sólo de un eufemismo: también era una forma de desdramatizar el pasaje entre los dos mundos.