SOCIEDAD
ENTREVISTA A ENRIQUE PIEYRO

"¡Yo volvería a volar mañana mismo!"

Es piloto y médico aeronáutico. Empezó a volar a los 24 años, entró en LAPA a los 32 y renunció a los 42. En su primer film como director (Whisky, Romeo, Zulu), denunció a los responsables de la tragedia de Aeroparque. Con el segundo (Fuerza Aérea S.A) aceleró la desmilitarización del control de los vuelos comerciales. Así y todo, cree que el aire es más seguro que la ruta.

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con la determinación que parece ponerles a todos sus emprendimientos, Enrique Piñeyro también le peleó gallardamente a la superproducción norteamericana Vuelo 93 (24.700 espectadores en 20 salas) con su Fuerza Aérea S.A. (21.381 espectadores en 17 salas).

Tal como lo hemos visto en sus películas y en otras (Garage Olimpo, Hijos), Piñeyro es tan vehemente como su discurso. Hasta el punto que, más allá de la resolución gubernamental que le quita a la Fuerza Aérea el control de la aviación civil, miles de argentinos nos estamos preguntando si no será mejor viajar por ruta, por tierra.

—¡Ni se te ocurra! –grita él–. Vengo diciendo que los choferes de micros llevan 300 horas de viaje mensuales cuando lo permitido son 190! Mirá lo que ocurrió en Misiones, en Corrientes...Como bien lo dijo la señora de uno de ellos, ¿cómo no va a quedarse dormido?

—¿Siempre fuiste así? Quiero decir, defensor de causas difíciles, listo para enfrentarte con el poder de turno? ¿Empezaste a pelear desde chiquito? ¿Cómo era tu casa?
Quizá me estoy excediendo en las preguntas pero Enrique no se inmuta y relata:
—Mi papá era médico, mi mamá, instrumentadora. Somos cuatro hermanos. Soy el mayor, es decir el banco de prueba de los padres. Vivíamos en la barranca de Vicente López, en una casa colonial, que según dicen alguna vez perteneció al virrey Sobremonte, y se rumoreaba que había sido construida sobre un túnel. Con mis hermanos, fuimos a un colegio bilingüe, y lo que más me gustaba allí, en la secundaria, era hacer teatro. Prácticamente me pasaba todo el año preparando la obra para la fiesta de fin de curso. Y... bueno...

—No sabía que eras médico...
—Sí, cuando era chiquito. ¡Probablemente cuando vuelva a ser grande voy a volver a ser médico! –ironiza–. Es una tarea de mucha responsabilidad.

—¿Más responsabilidad que llevar por el aire a cientos de pasajeros?
—Eso es más lúdico. Tiene su parte de juego. En cambio, la medicina tiene poco de lúdico a pesar de que hay una versión que dice que si dejás un zapallo durante 6 años al lado de la puerta, terminás por encontrarle un diploma al lado. No creo que exija más esfuerzo que otra carrera cursada con seriedad. Es una carrera muy linda, la verdad es que me gusta mucho.

—¿Qué especialidad tenés?
—Hice una subespecialidad clínica muy corta que se llama Medicina Aeronáutica y abarca todas las condiciones fisiológicas que se dan en vuelo. La hipoxia, la hipovaria, la baja presión parcial de oxígeno...

—¿Hipoxia es con h? –pregunto humildemente.
—Con h –certifica Piñeyro–. Lo que ocurre es que, cuando me recibí de médico ya era piloto. Creo que también, a los 3 años, era piloto cuando rogaba a cualquiera que me llevara a Ezeiza y me quedaba horas en la terraza desde la que, en aquel tiempo, veías llegar los aviones. Mis juegos eran casi irrepetibles porque, después, en casa, hacía confluir mis autitos de juguete alrededor de un avión. Era fascinante. Todos miraban la cabina de comando. ¿Qué habrá ahí?, me preguntaba en medio del ruido de las turbinas que, luego, imitaba en mis juegos. Años después, un día que llegué temprano al aeropuerto; que comprobé que la meteorología estaba bien y el despacho fácil, me senté a tomar un café. Allí me di cuenta, observando los vehículos del aeropuerto, de que nuestros juegos infantiles prefiguran el mundo en el que, después, vas a vivir de adulto. Hay una especie de pasaje... de algún modo seguir jugando pero de verdad. Yo empecé a volar a los 24 años y entré a LAPA a los 32.

—Se me ocurre que debe ser realmente alucinante despegar por primera vez...
—Sí, pero no te olvides que yo, de chico, estaba tan pendiente de todo lo que fuera aviación que, en realidad, ya volaba. Lo que es realmente una bisagra en tu historia es el primer vuelo solo. Cuando el instructor te dice: “OK, estás listo. Yo me bajo y vos pegás una vuelta por ahí y volvés”. Es un momento álgido. Ahora sí que no hay nadie con vos. Estás ahí solito y... te aseguro que no te lo olvidás. Después, claro, viene el primer vuelo en línea aérea; el primer vuelo como comandante sin instructor pero con un copiloto. En fin, son momentos muy ricos.

—¿Cuál fue tu primer vuelo como comandante?
A Piñeyro se le iluminan la cara y los ojos:
—Fue un domingo con tiempo espectacular y había mucho público en la reja de la Costanera. Fuimos y volvimos a Mar del Plata, y luego cenamos con toda la tripulación para festejar. Una escena que se ve en Whisky, Romeo, Zulu. Un momento muy lindo en el que te acordás de que, de chiquito, jugabas y ahora sos el comandante del avión. Esa continuidad del sueño de la niñez con el adulto haciéndose cargo de sus gustos y deseos infantiles es algo muy raro, muy emotivo. Es sentir que, como adulto, te hacés cargo del chico que fuiste y ahora te diste el gusto.

—¿Y tu primera tormenta?
— Fue en mi primer vuelo como piloto de línea aérea. Por supuesto que como piloto privado ya había pasado por unas cuantas. Aquel vuelo fue a Necochea. De repente vi un paredón negro, infernal, que se venía sobre el aeropuerto y nos escapamos con un despegue rápido con el que, literalmente, le corrés a la tormenta. Pero, después, es como todas las cosas: a medida que vas ganando experiencia, te das cuenta de que no hay problema con la tormenta. La solución es muy simple: vos tenés un radar en el avión y te preguntás: ¿paso o no paso? No es que empezás a enhebrar y luego a gritar uy, uy, uy... No, no, son decisiones estratégicas tomadas de afuera: cómo lo vas a hacer, y si no se puede, no se hace. Y se acabó. Yo, personalmente, no voy a someter a los pasajeros ni a nadie a algún tipo de estrés por demostrar que, de puro macho, me banco la turbulencia. Hay que erradicar de la aviación aquello del “macho pilot” porque ya se murieron muchos con esa vanidad. Cuando no había radares, el piloto oteaba el horizonte y se preguntaba: “¿Por dónde paso?”. Eso es directamente suicida.

—Pero, en muchas de tus declaraciones vos decís que los radares no funcionan en Argentina...
—No, no. Me refiero a que, cuando no había radares en los aviones, las tormentas se cruzaban a ojo: “¡Crucemos que allí hay menos relámpagos!”, por ejemplo. ¡Imaginate el método! Así se mataban también pero, sin embargo, había que ser un poco “macho pilot” para encarar esa situación y decir “... bueno, paso...”. En fin, es el pasado. Ya desde la década del 50 todos los aviones están equipados con un radar. Las cosas cambiaron, y lo importante es tener un líder de equipo que pueda asignar prioridades, distribuir roles, tomar decisiones, mantener un clima de comunicación con la tripulación. Tiene que ser un tipo tranquilo que no tenga dudas sobre su masculinidad porque si quiere empezar a demostrarla en esa circunstancia vamos a estar realmente mal. Con un radar, la decisión es fácil. Pasás o no pasás. Y si no pasás, te volvés y listo. Mirá, todas las veces que me volví, me paré en la puerta de la cabina para saludar a los pasajeros cuando bajaban y nunca nadie me dijo nada. Hay que explicar las cosas claramente. No vas a decirle al pasajero: “Te voy a someter a una montaña rusa”. Mi primera responsabilidad con el pasajero es su seguridad. Después vienen el confort y la puntualidad. Son decisiones un poco estresantes en ese sentido. Es verdad que una tormenta te hace el trabajo más difícil. En los viajes cortos no tenés tanto combustible y eso te quita posibilidades. Si vas a Rosario, no podés dar un rodeo por Salta y entrar por otra ruta pero en los vuelos transatlánticos es más fácil manejarse.

—¿Hiciste algún vuelo transatlántico como piloto?
—Una vez traje un avión de Sudáfrica. Vinimos dando saltitos: Angola, Costa de Marfil, Isla de Sal, Recife, Río, Montevideo, Buenos Aires.

Nuevamente el brillo en la mirada.
—¡Cómo te fascina volar! –no puedo menos que observar–. Debe haber sido terrible renunciar a todo eso. Vos lo contás en “Whisky...”.
—El momento en el que yo escribí esa carta de renuncia a la compañía mencionando que si seguían presionando así a los pilotos y volando con ese mal mantenimiento un accidente sería inevitable, yo... ¿qué te puedo decir? Me llevó una noche escribir esa carta de sólo una carilla, pero fue toda la noche porque sentía que estaba tomando decisiones que involucraban el resto de mi vida. Y cuando la firmé, la entregué y me hice sellar la copia, entendí que se había terminado mi carrera. Fue un momento duro. Yo tenía 42 años y no podía imaginarme qué iba a hacer de allí en más. Es una pasión tan grande... te están cerrando las miras. ¡Qué sé yo! Cuando hacés un trabajo como el de piloto, teóricamente no podés hacer otro. Es algo tan específico que parece imposible dedicarse a algo más...

—Como dejar a una mujer amada cuando te das cuenta de que va a ocurrir algo nefasto en la relación...
—No. Peor... Como si se te muriera porque volar... volar... el hecho de volar... y dejarlo por las cosas nefastas que pueden ocurrir cuando te bajás del avión... Volar es algo íntimo. Allí en las nubes, sobre la tormenta... y la tripulación, los pasajeros...

—¿Y esa decisión tan dura es irreversible?
—¡Yo volvería a volar mañana mismo! Lo que pasa es que no veo una compañía que me contrate. Yo lo intenté. Cuando me fui de LAPA, apliqué en todas las compañías. En la entrevista de Aerolíneas, por ejemplo, ¡duré 40 segundos! Y me fui contento porque, en realidad, pensé que no iba a durar más de 20. La verdad es que el escándalo de LAPA fue tan grande que nadie quería relacionarse conmigo. Después... bueno, ya no lo intenté. Por lo tanto, podemos dejar asentado –ironiza– con el teléfono de la oficina que, si alguna línea aérea requiere mis servicios, sabe dónde encontrarme.

—Pensando en tu renuncia, Enrique, es bastante impresionante convertirte en el profeta de “una muerte anunciada”. Es lo que decís muy claramente y que, luego, se cumple con el accidente de Aeroparque...
—Sí, es verdad. Y cuando vos ves morir a 67 personas en cámara lenta después de haber escrito que eso iba a ocurrir (hasta publicarlo en el New York Times), te queda una especie de compromiso de por vida y te decís: “Esto no puede volver a pasar”. De hecho, yo siento que la película es eso. Una investigación sobre el próximo accidente para arrinconar a todos los involucrados en este asunto y obligarlos a moverse. Si no, van a tener que bancarse un accidente ya investigado y no creo que eso le divierta a nadie. Son todas muertes producto de la corrupción. Y esto es inaceptable.

—El brigadier Cid, a quien vemos en la película, ¿sigue siendo presidente de la Junta Investigadora de los Accidentes de Aviación?
—Sí, y esto es incompatible con la realidad. Su permanencia en ese lugar es una afrenta a la legalidad, al sentido común, a la moralidad y a la ética de toda una sociedad. El, que fue comandante de Regiones Aéreas y habilitó mal el aeropuerto en el cual ocurrió el accidente, sigue en funciones. Es patético...

Volvemos aquí sobre una vieja pregunta porque nos cuesta aceptar la consabida respuesta:
—¿Vos decís que hay un solo radar general que funciona y que es el de Ezeiza?
—¡Jamás dije que funciona! Dije “que está”, que funciona mal, muy mal, que se corta cada 10 minutos, tiene desplazada la plantilla. Que es arcaico, que demora 8 minutos en dar la vuelta, o sea que el eco debe estar desplazado en 2 kilómetros sobre la velocidad de crucero de un avión. ¡Por favor! ¡Dije que hay un radar pero no que funcione! No me malinterpretes...

—¿Todo el resto del país carece de radares?
—En el 97% de los casos (y te digo que conozco bien el mapa) no los hay.

—¿Cuánto cuesta un radar?
—No lo sé exactamente pero no debe pasar de los 600.000 dólares. Una cifra fácilmente alcanzable nada más que con la recaudación de las tasas aeronáuticas que la Fuerza Aérea cobró durante un año. Con esa cifra radarizás todo el país y todavía sobra plata. Con creces.

—Pero, cuando vos planteás estos argumentos, ¿ellos qué contestan?
—Nada. Hace rato que dejaron de contestar. Su última respuesta fue citarme a declarar en una supuesta infracción aeronáutica de un vuelo ocurrido hace 3 años y denunciado por un tipo que no iba a bordo del avión. Esas son sus contestaciones. Cuando yo publico en la solicitada que están pagando en negro, la ministra de Defensa me muestra la respuesta del brigadier Schiaffino, titular de la Fuerza Aérea Argentina: “El pago se efectúa según resolución Nº 998/4... y está asentado aquí”. Imaginate: ¿qué tiene que ver? Yo sostengo que están pagando en negro pero ellos contestan así. Son psicóticos, niegan la realidad. En realidad, más que psicóticos, te diría que es un encubrimiento agudo de todos los chanchullos por los cuales el dinero, en vez de ir donde debe y pagar en blanco a los controladores, se lo embolsan y de allí en más hacen lo que quieren...

—Pero esto no viene de ahora. Es como una malformación congénita.
—Por supuesto. Esto es histórico. Yo volé 24 años y vi colocar dos o tres radioayudas de 8.000 o 10.000 dólares. Es todo lo que vi como avance, y te repito que cobraron tasas aeronáuticas desde 1966 hasta hoy por valor de 10.000 millones de dólares. Además, todo ese dinero tampoco iba a la Fuerza Aérea. Por algo los pilotos de combate vuelan y vuelan y vuelan en viejos aviones de la guerra de Corea. Y tampoco con la frecuencia deseada. Vuelan 10 horas por mes o menos. No están entrenados....

—Entonces, ¿esa plata adónde va?
—Linda pregunta. Como aparece en la película, cuando allanan un country, aparece la casa de un comodoro que vale 400.000 dólares. Y cuando analizan los vuelos del Tango 01 y Southern Winds, los edificios que están perforando la zona libre de obstáculos de Aeroparque y que fueron habilitados por Fuerza Aérea, la dispensa de Austral que envía a los pilotos una vez al año al simulador en vez de hacerlo 2 veces y, también, permiten que LAPA no dé vacaciones a los pilotos, etc., etc. No quiero ser mal pensado y decir que todos esos ahorros se los guardaba la compañía. Tal vez, no. Pero si empezamos a investigar los bienes...

Pineyro se detiene y baja la voz:
—Yo sé que despierto temores y prefiero que sea así con tal de evitar mañana un accidente pero, por favor, ¡no me malinterpreten! ¡No se bajen de los aviones para tomar un micro porque es peor! Mucho peor. Si una racha de viento cruzado agarra a uno de esos ómnibus de dos pisos... bueno, ¡eso es un naipe a la intemperie!

—¿Cuál es el país que ofrece mejor seguridad en los vuelos?
—Canadá es un muy lindo modelo. A mí particularmente me gusta mucho todo el enfoque que tienen sobre investigación de accidentes, tratamiento de los pilotos alcohólicos, etc. Temas de punta aún en lo médico. Son una autoridad en todo sentido. Y de ellos he aprendido a mirar para adelante, a pensar en soluciones. Este tema de la seguridad debe ser hablado “antes”. Hay que ser proactivo, no reactivo, y no esperar que llegue la tragedia. Eso, muy terrible, ya lo he vivido una vez y no pienso vivirlo nunca más. Al menos no sin antes agotar absolutamente todos los recursos que estén a mi alcance.