El Estado de Derecho frente al pasado violento

Cuando la ley volvió del exilio a la Argentina rota

Lejos de la denominación dada por sus impulsores, el llamado Proceso de Reorganización Nacional representó la empresa político-militar más catastrófica de la historia argentina. Ante esto, Raúl Alfonsín reaccionó de forma decisiva mediante una agenda legislativa crucial para enfrentar la aberrante herencia delictiva entablada por la dictadura.

Foto: cedoc

A fines del año 2022, Guido L. Croxatto publicó una columna en este diario denunciando la ausencia de política criminal en la Argentina. Señaló entonces que “encarcelar masivamente a los pobres, recortando garantías, no puede considerarse seriamente una ‘política criminal’”.

A cuarenta años del juicio seguido a los excomandantes en jefe de las Fuerzas Armadas (FF.AA.) que usurparon el poder durante la última dictadura militar (1976-1983), se justifica rememorar, siquiera brevemente, cómo se encaró la “lucha contra la subversión” durante los años más sangrientos de nuestra historia y cómo se procuró, a partir de la recuperación de la democracia, promover una política criminal legítima y equilibrada.

Un primer paso en este sentido puede darse precisando que Franz von Liszt entendía la política criminal como aquellos métodos adecuados, en sentido social, para la lucha contra el delito. Estos, a su vez, encontraban una barrera infranqueable en un derecho penal que debía asegurar la igualdad en la aplicación del derecho y la libertad individual frente al ataque del Estado. 

 

Ya en el siglo XX, agregó Hellmuth von Weber que, para lograr eficiencia político-criminal, el incremento en la intensidad de la persecución representaba, con frecuencia, un medio más eficaz de combatirlo que el aumento de las penas. El elemento decisivo recaía en la creación de una asociación entre la comisión del delito y la rápida y segura aplicación del castigo. 

Más contemporáneamente, Claus Roxin sostuvo que el punto de partida de todo programa de política criminal radica en la cuestión sobre la función y justificación del poder punitivo estatal. En tal línea, Luis Cancio Meliá entiende por esta la consideración crítica de cuáles son las conveniencias de la legislación penal. 

Pero aproximándose al tema de esta columna, es necesario también aclarar que a fines de la década de 1960 y buena parte de la de 1970, tuvo lugar un problema político-criminal global: el terrorismo o uso de la violencia como herramienta política. Ernesto Sabato menciona, en el prólogo al Nunca más, a las Brigate Rosse italianas, pero incluso Alemania sintió la presión de una organización que, en 1975, llegaría a hacer volar su embajada en Suecia: la Facción del Ejército Rojo. 

Aunque la guerrilla en Argentina no tenía la misma capacidad que las FF.AA., no puede dejar de reconocerse que en ese entonces constituían un verdadero desafío. La violencia terrorista impulsada desde el exilio por Juan Domingo Perón no solo no logró ser controlada cuando volvió a asumir la presidencia, en 1973, sino que parecía irrefrenable luego de su muerte, en julio de 1974, al asumir la presidencia su viuda y vicepresidenta electa, Isabel Perón.

A partir de 1975 los decretos de política criminal 2070 y 2071/75 encomendaron a las Fuerzas Armadas la conducción de la lucha contra la subversión, subordinándoles las fuerzas policiales y de seguridad, incluso las provinciales, en todo el país. No tardaron los militares en apartarse de la legalidad y crear en Tucumán el centro clandestino de detención (CCD) La Escuelita; verdadero “laboratorio” para practicar los métodos de la llamada Escuela Francesa de Tortura. Y es que, de acuerdo con esta última, la política criminal contra el terrorismo debía ser clandestina, lo que garantizaría tanto la ausencia de límites jurídicos como la subsecuente impunidad.

Aunque ya durante el gobierno de facto de Alejandro Lanusse (1971-1973, última etapa de la Revolución Argentina iniciada en 1966) la represión de los grupos guerrilleros incluyó actos ilegales, torturas y asesinatos, esta no tuvo un carácter sistemático, masivo y sin control judicial. En contraste, y tras el encarcelamiento de Isabel Perón, el cierre del Congreso Nacional y la deposición de todos los gobernadores y autoridades provinciales electas, el autodenominado Proceso de Reorganización Nacional implementó, a partir del 24 de marzo de 1976, un plan criminal genocida, aprovechando los citados decretos del gobierno democrático depuesto. Las decisiones e ingenua confianza de Isabel Perón en los comandantes de las FF.AA., puede decirse, terminaron por allanarle el camino al golpismo genocida.

 

El plan fue sencillo: luego de la citada usurpación del poder político y la intervención de los medios de comunicación, las empresas y los entes autárquicos del Estado, se ordenó la ejecución de un doble dispositivo de represión sobre la población argentina. Por un lado, aprovechando el estado de sitio anteriormente declarado, ordenaron miles de detenciones “a disposición” del Poder Ejecutivo Nacional, pero prohibiendo la opción de salir del país prevista en la Constitución. Solo con ello hubo varios miles de personas detenidas; algunas de las cuales, que lo estaban ya antes del golpe de Estado, estuvieron más de diez años sin juicio alguno. También se aprovecharon las leyes antisubversivas para someter a consejos de guerra a cientos de personas. 

Pero, además, la junta militar ordenó, en secreto, un plan sistemático en virtud del cual, en miles de casos, se prescindió de cualquier tipo de tribunales para el juzgamiento de los presuntos subversivos; se los mantuvo detenidos sin proceso en las condiciones inhumanas de cautiverio de los CCD; se los sometió en casi todos los casos a tormentos; se contestó de modo mendaz a los pedidos judiciales de informes en casos de hábeas corpus y luego, también, a los reclamos internacionales; se cometieron miles de homicidios de personas privadas de este modo ilegal de su libertad; se ordenó o permitió, además, consumar robos y saqueos en perjuicio de los aprehendidos o de sus allegados.

El plan se ejecutó con verdadera saña y salvajismo durante los años 1976 y 1977; continuó con menor intensidad incluso durante el mundial de fútbol del año 1978 y, finalmente, con intensidad decreciente (en el número de afectados, pues la intensidad de los tormentos y la frecuencia de los homicidios no disminuyó) en los años siguientes. Cabe destacar que en estos primeros años ya era evidente la absoluta derrota que habían sufrido las agrupaciones terroristas.

Al comienzo de la década de los años ochenta se inició un proceso de “diálogo político” para pergeñar una “salida democrática”. La posterior derrota argentina en la Guerra de Malvinas (1982) determinó que la sobreviniente “apertura” no intentara condicionar la futura democracia, salvo por un intento de amnistía (la ley de facto 22.294) que trató de poner fin a las indagaciones judiciales que los propios jueces designados por la dictadura habían iniciado.

Durante la campaña electoral de 1983, el entonces candidato a presidente Raúl Alfonsín había anunciado que uno de los objetivos del restablecimiento del Estado de derecho sería la persecución penal de los responsables de las violaciones masivas de los derechos humanos que tuvieron lugar desde 1976 con el alegado motivo de la lucha contra la subversión. Su propuesta electoral compitió contra la del peronista Ítalo Luder, quien, ejerciendo la presidencia de la nación en forma interina brevemente en 1975, había firmado el célebre Decreto 2772/75, que autorizaba el aniquilamiento del accionar de los elementos subversivos. Luder propuso entonces que correspondía admitir los efectos de autoamnistía impulsada por la dictadura.

La denuncia de Alfonsín de un oscuro acuerdo “militar-sindical” por la impunidad a partir de la difusión en la prensa de una reunión entre el sindicalista Lorenzo Miguel y el comandante del Ejército fue probablemente uno de los elementos definitorios de su victoria de diciembre de 1983. Esta fue seguida por la rápida implementación de una política criminal iniciada por los decretos 157 y 158/83 de enjuiciamiento de los líderes de las asociaciones guerrilleras ilícitas y de los excomandantes en jefe de las tres primeras juntas militares que habían gobernado el país. Poco después, tuvo lugar la creación, por Decreto 187/83, de la Comisión Nacional para la Desaparición de Personas (Conadep), destinada a “esclarecer los hechos relacionados con la desaparición de personas durante la última dictadura militar”. El 20 de septiembre de 1984 Sabato, que la presidió, entregó el informe final, conocido como Nunca más.

 

Este valioso documento detectó, acreditó y expuso, entre otras cosas, el plan criminal descripto, que afectó a no menos de 8 mil desaparecidos documentados en un listado basado en hábeas corpus, denuncias y otras acciones intentadas en su favor y un anexo con una nómina de imputados en estos delitos individualizados. Incluyó los primeros testimonios conocidos públicamente de sobrevivientes de los centros clandestinos de detención. La posterior creación de la Subsecretaría de Estado de Derechos Humanos (Decreto 3090/84) continuó con la sistematización documental de esta prueba a fin de seleccionar los casos en los que se demostrara que las mismas directivas delictuales habían sido seguidas en cada zona y subzona del país, información que era remitida a los juzgados federales competentes. 

Tras la derogación de la ley de pacificación nacional (Ley 23.040, de diciembre de 1983), Alfonsín presentó al Congreso un proyecto de modificación del Código de Justicia Militar (CJM), que permitía un recurso de apelación contra la sentencia militar, pero en el debate parlamentario incorporó la posibilidad, ya sancionada como Ley 23.409, de que la Cámara en lo Criminal y Correccional Federal pudiera avocarse al conocimiento del proceso tramitado por la Justicia militar en caso de advertir “una demora injustificada o negligencia en la tramitación del juicio…”. Aunque el Consejo Supremo de las FF.AA. llegó a dictar la prisión preventiva de los acusados, luego los justificó (en septiembre de 1984 consideró su accionar militar como “inobjetable”), lo que determinó tal avocación, y la Cámara encomendó entonces a la Fiscalía la producción de la prueba. 

Muchas de las críticas más rotundas que se hicieron a la “política criminal” de la dictadura pueden encontrarse en el Considerando VI de la sentencia de 9 de diciembre de 1985 en la causa 13/84 que condenó a Videla y a Massera a penas perpetuas y a penas de prisión a Agosti (4 años y 6 meses), Viola (17 años) y Lambruschini (8 años). Allí los jueces comenzaron reconociendo el problema político-criminal que planteaba el agravamiento de los métodos empleados por las diferentes organizaciones guerrilleras, y destacaron las opciones dentro de los límites del Estado de derecho recobrado después de 1973: además de leyes y decretos emitidos desde 1975, ya después del golpe el régimen tuvo facultades para emitir “bandos de guerra” e incluso, en virtud del CJM, para la imposición de pena de muerte sumaria en ciertos casos. Infieren de esto que, antes y después del 24 de marzo, el Estado había contado con los instrumentos legales para procurar su autoprotección. No obstante, las juntas militares descartaron su aplicación para sumir a la nación, concluyen, en el estado de venganza colectiva involucrado por su plan criminal sin límites.

Finalmente, el tribunal desestimó la alegada existencia de una guerra y confirmó la pena propuesta en el épico alegato de Julio César Strassera contra Jorge Videla y Emilio Massera, pero impuso penas menores a los demás acusados, absolviendo a cuatro de ellos.

Lo expuesto es suficiente para concluir que el llamado Proceso de Reorganización Nacional implementó una política criminal contra el terrorismo caracterizada por la ausencia de cualquier barrera jurídica. En contraste, la implementada por Alfonsín mediante decretos y leyes se caracterizó, parafraseando a Von Weber, por un incremento en la intensidad de la persecución de violaciones de los derechos humanos que, con todo, se mantuvo dentro de los límites del Estado de derecho. A su vez, las intervenciones de la Fiscalía y la Cámara permitieron una aplicación efectiva del derecho penal a fin de lograr la asociación recomendada por el autor citado: la pena siguió de forma segura y rápida al cierre de una dictadura criminal. El resultado fue una sentencia que, a cuarenta años de su redacción, sigue siendo la mejor respuesta político-criminal que puede darse al genocidio.

 

*Sergio Delgado, integrante de la Fiscalía a cargo de Julio César Strassera en el Juicio a las Juntas (1985). Profesor de Derecho Penal y Procesal Penal (UBA, 1997-2021). 

*Víctor Hugo García, doctorando (Instituto Universitario de Investigación Ortega y Gasset, Madrid). Magíster (Universidad de Estocolmo). Abogado y procurador (UBA).