Donde se parte el ladrillo
La Argentina tuvo una tradición vibrante de humorismo gráfico-político. Desde las sátiras de Caras y Caretas hasta la irreverencia de Humor Registrado, la caricatura fue termómetro, espejo y martillo. No era un chiste: era un modo de pensar. El lector interpretaba, discutía, se posicionaba. Ese pacto tácito –la ironía como libertad– comenzó a resquebrajarse en 2008 con la persecución a Hermenegildo Sábat, tras dibujar a Cristina Fernández con un ojo en compota tras el revés judicial sufrido a comienzos de diciembre de 2012 –una imagen que hoy resulta incluso más pertinente que entonces–. La reacción oficial no criticó la obra; intentó algo peor: buscó disciplinar la interpretación. Fue el instante en que el poder dijo: “Solo existen los hechos que yo defino”. La metáfora quedó bajo sospecha.
La caricatura argentina se volvió peligrosa. Muchos dibujantes suavizaron sus trazos. Mientras tanto, los medios redujeron su espacio y la polarización exigió adhesión inmediata. Con la llegada de las redes, el meme reemplazó a la caricatura. La sátira dejó de argumentar para ganar por impacto. Ya no había un diálogo interpretativo: solo facciones.
El contraste con Estados Unidos es revelador. Allí, la tradición humorística nunca se retiró del centro del debate político. No se trata de que el poder admire la ironía –ningún político disfruta que lo ridiculicen–, sino de que el sistema cultural presume que la sátira es parte del ejercicio democrático, al punto de institucionalizarla. Programas como Saturday Night Live o The Daily Show se convirtieron en espacios donde la política se metaboliza en comedia. No neutralizan el conflicto: lo amplifican, pero lo hacen visible. El humor es un mecanismo de control informal del poder.
En ese ecosistema, los editorialistas gráfico-políticos no son comentaristas periféricos sino mediadores. Chris Britt, Chip Bok, Dana Summers, Gary Makstein, Jeff Danziger, por nombrar solo algunos, se expresan con total desparpajo, hasta con irrespetuosidad y salvajismo. La caricatura visual, como la del Washington Post o los tantos editoriales ilustrados de pequeños diarios regionales, mantiene un papel clásico: exagerar el gesto para revelar el fondo. Nadie asume que el dibujo “es” la realidad; todos comprenden su gramática: deformar para interpretar.
Por supuesto, Estados Unidos también tiene tensiones. Los presidentes se irritan, los partidos presionan, las audiencias se radicalizan. Pero el humor político funciona allí como un contrapeso cultural, casi constitucional: el derecho a burlarse del poder es una demostración cotidiana de que no es sagrado. Cuando Donald Trump intentó deslegitimar a comediantes y presentadores, su cruzada no eliminó la sátira: la convirtió en combustible. La parodia sobrevive porque tiene dónde circular –televisión, podcasts, stand-up, historieta digital– y porque el público espera que exista.
En la Argentina, tras el episodio Sábat-Kirchner, la caricatura perdió ese estatus. No se discutió su contenido: se discutió su derecho a existir. Sin un ecosistema que proteja el gesto metafórico, el humor político se repliega hacia formatos más pobres, donde el golpe es inmediato pero superficial. En Estados Unidos, en cambio, la ironía es un músculo cívico: se entrena en la risa para resistir el abuso. Allí, los presidentes cambian, pero las viñetas políticas perduran. Aquí, todavía estamos aprendiendo que la libertad no solo se ejerce en los hechos, sino en las interpretaciones.
Quizás, algún día, podamos recuperar ese espacio de lectura compartida. No para reírnos por reír, sino para recordar que sin metáfora, el poder es un ladrillo. Con caricaturas, al menos, tenemos la posibilidad de ver dónde se parte.