Apuntes en viaje

La poeta y los pájaros

Inés aceptó frente a la cara desencajada de su sobrina que pensaría en gérmenes y enfermedades contagiosas entrando en el organismo de su tía. Inés se acuerda y se ríe: el vodka mata todo, dice.

Foto: MARTA TOLEDO

Afuera, el calor del mediodía azota las calles del centro de Santiago del Estero. Adentro, en el bar del hotel, el aire acondicionado trina. Inés Aráoz sólo pide dos huevos fritos. Le llegan perfectos, redondos, las yemas en su punto, dos ojos dorados que esplenden en el plato. Un almuerzo frugal, que al mismo tiempo roza la gula. Lo que come Inés se parece a su poesía: sencilla y al mismo tiempo compleja, lujosa.

La primera vez nos vimos, brevemente, en Tucumán, en un festival. Allí ella estaba acompañando a su hijo, Nicolás, que iba a intervenir en una mesa sobre cine. Ahora es Nico quien la acompaña, vinieron en auto desde San Miguel. Es su único hijo y se nota que se adoran y se llevan muy bien. Inés cuenta que estudió ruso muchos años y que viajó tres veces a Rusia. En uno de esos viajes, con una sobrina, paseaban a las cuatro de la mañana, una noche blanca, por el río Neva y se les acercó un mendigo que estaba pescando. El hombre le ofreció unos trocitos de pan y vodka que tomaba de la botella. Inés aceptó frente a la cara desencajada de su sobrina que pensaría en gérmenes y enfermedades contagiosas entrando en el organismo de su tía. Inés se acuerda y se ríe: el vodka mata todo, dice. El hombre, dice, era un personaje salido de los cuentos de Gógol. Después les recomendó un hotelito muy barato. Pero ahí ya no, no me atreví a tanto, dice ella que, sin embargo, ha tenido una vida atrevida y aventurera.

Vive hace cincuenta años en una casa que ideó ella misma, la famosa Casa Barco, con su mástil: una araucaria centenaria alrededor de la cual se construyó la casa; el lugar donde creció su hijo y donde ella vivió apenas un año con el escritor Hugo Foguet, un amor sin medias tintas ni medias frases, que los colocó en el centro del poema, como ha escrito.

Aprendió ruso con Natalia, la hija de Román Schechaj, voluntario rumano en la Primera Guerra a quien le dedica la Balada… Cuando Natalia murió, le dejó en herencia a sus papagayos. Cuatro pájaros enormes y espléndidos: Rom, Varushka, Crazola y Amor devenido Amorka cuando empezó a poner huevos. Era la más vieja de todos y también la más humanizada y Natalia la dejaba volar por la casa. Los otros, también estaban sueltos, pero en una habitación cerrada. Cuando recibió a los pájaros de su maestra, Inés mandó a construir unas jaulas enormes en el jardín de la Casa Barco. 

Rom y Varushka eran un matrimonio bien avenido. La pajarera tenía una división donde vivía la pareja. Hasta que Crazola puso sus ojos en el macho y día a día, sin que nadie lo advirtiera, fue haciendo un boquete en en el tejido de alambre hasta que logró meterse en el compartimento ajeno. Hubo una pelea feroz en la que Varushka resultó perdedora. A raíz de esas heridas murió poco después, tenía ochenta años. Crazola y Rom vivieron en amorío un tiempo hasta que ella se escapó de la jaula y no volvió. Aún le quedó a Rom vivir un tercer matrimonio con la vieja Amorka hasta que enviudó. Ahora es el último de los pájaros de Natalia Schechaj que sigue vivo.

A la noche vamos con Inés, Nico, Naty y Raquel al Patio del Indio Froilán, legendario artesano de bombos legueros hechos con ceibo y cuero de cabra. La chacarera está a pleno y la gente baila levantando polvareda mientras los músicos tocan en vivo. Buscamos una mesa bajo los algarrobos, compramos empanadas y vino. La noche está hermosa. Charlamos de esto y aquello, sin ton ni son. Ser vieja es un privilegio, dice Inés, y toma unos tragos cortitos de su vaso. Nos dejamos estar en la conversación hasta que el patio va quedando vacío y empiezan a juntar las sillas de madera.