Las pérdidas
Al leer La llorería de Martín Sivak, no pude dejar de recordar su otro libro, El salto de papá, que funciona como un correlato de este y donde el autor deja el testimonio íntimo de un hecho público, el suicidio de su padre, el banquero y político Jorge Sivak.
Me preguntaba –aún lo hago–, por el modo en el que Sivak levantó las paredes de ese espacio moral desde el que se arrojó su padre, ya que ese tipo de experiencias son indisolubles de la sensación de que la persona ausente se ha tirado de la misma vida de uno. No es sencillo. Annie Arnaux, en El Lugar, evoca la vida de su padre y cuando regresa del pueblo, después de su entierro, en tren y con su hijo, viajando en primera, ascenso social mediante, piensa que se ha convertido en una burguesa y que ya es demasiado tarde.
Siempre, después de una pérdida, es demasiado tarde para todo. Acaso La llorería comienza en medio del llanto porque se abre con una ruptura sentimental irreversible, tanto que el único apoyo que encuentra el narrador es su pequeño hijo, un interlocutor curioso, quien a pesar de la edad parece incorporar el trance del padre de manera natural –no sabe aún que está comenzando un episodio de su futuro arqueo sentimental. Más aún, cuando se larga solo en su bicicleta ya sin la ayuda de las rueditas de sostén, parece un acto de aliento al padre que, sin embargo, se mantiene inmóvil, apoyado en la rueda de su dolor.
El libro se abre a un viaje iniciático por Latinoamérica, antes de caer en un nuevo duelo, la muerte de la madre, un viaje con ecos lejanos del que realizara, con un mapa similar, Ernesto Guevara en moto, recién recibido de médico, del que devendría un futuro revolucionario que en la narración de Sivak es un intento menor, pero que se consolida en un levantamiento de carácter personal en compañía de un documentalista escocés.
Esta peripecia, entre una relación sentimental, apariciones de Evo Morales o de Hugo Chávez comiendo caramelos de coco para vencer el sueño y aproximaciones al subcomandante Marcos al que los periodistas no llegan se interrumpe para asistir a la muerte de la madre que tiene dos consecuencias. La primera es el encuentro póstumo de las cartas de amor intercambiadas por los padres de Sivak antes de su nacimiento, cuya lectura lo sitúan en una dimensión distinta en la relación con ellos. El otro momento, es la paciente observación del narrador de su madre agonizante y, en ese trance, internalizar que su cuerpo es un desprendimiento del que está despidiendo. Si bien ambas secuencias modifican al narrador, la última arrastra a quien lee.
Estas memorias, que por un momento parecen inglesas, entre procesos revolucionarios y purgas islamistas, tienen, por supuesto, un largo pasaje en Londres al llegar casi al final. El narrador, en el trance de una nueva separación, alterna por la ciudad con su compañero el documentalista escocés, sobreviviente de un secuestro de los talibanes, derrotado y huésped transitorio en casa de su madre; un contrapunto de su propia vida y una nueva capa de inestabilidad en una superficie, la vida, que no parece componerse de otra cosa. Al final, hay una escena de reencuentro en el cementerio de Highgate ante el busto de Marx erigido sobre su tumba (“Qué lindo volver a verte, Carlos.”). Rodeado de una pequeña multitud, ya que su visita coincide con un evento junto al mausoleo, toma fotografías y cae en la cuenta –paranoia argentina mediante– que pueden tomarlo por botón. Transcribe un fragmento del obituario de Engels ante la muerte de Marx: estaba en su casa aquel 14 de marzo de 1883 y dice que lo dejó solo un par de minutos y al volver, lo encontró dormido en su sillón, para siempre.
Apenas dos minutos. Solo un momento y ante nosotros se abre la eternidad. Solía decir Borges que en un atraco la amenaza de muerte es una estupidez; lo que da pavor es la eternidad. Eso son las pérdidas: la eternidad que se revela en pequeños actos que Martin Sivak no deja de enumerar. Los adioses y su remanente, que somos nosotros mismos, como él comprendió ante la agonía de su madre.
*Escritor y periodista.