Semillero de líderes
La estructura oculta del libertarismo.
No se nace libertario, se llega a serlo.
Ni siquiera los herederos de los fundadores vienen al mundo con las ideas en sangre.
Hay que transitar un camino. Las ideas se aprenden, se estudian, se piensan y se pulen a fuerza de preguntas y repreguntas, de intercambios. De encontrar pares. De reconocer y ser reconocido. Hay mucho que leer, debatir y repasar. Bien entrado el siglo XXI, no es algo que suceda en soledad ni a la intemperie. Una trama de instituciones hermanadas, conectadas todo el tiempo y dispuestas a compartir recursos –no necesariamente económicos–, recorre el continente americano. La red incluye también algunos puntos al otro lado del océano Atlántico, en el continente europeo.
Son universidades, academias, centros de estudio, think tanks aliados que organizan seminarios o capacitaciones, a veces simplemente sellos sin sede propia, pero que tienden puentes y dan respuestas logísticas cuando es preciso. Disponen de becas, más o menos generosas, de acuerdo con la época, el donante, el proyecto; las administran con la disciplina de quien odia los impuestos y el gasto inútil. Hay proyectos y un corpus de saberes específicos: una parte es canónica, la otra está en permanente construcción.
En ese entramado se formaron muchos de los voceros y las firmas del mundillo populares hoy. Incluso, hace no tanto, algunos de los nombres más nuevos, de esos que cobraron fama al calor de las redes sociales y sus nuevos modos.
Hubo un tiempo en que ese entramado no existía. Empezó a nacer cuando los padres fundadores se encontraban incómodos, incompletos, en los espacios educativos tradicionales, y resolvieron crear los propios.
El gesto fue el de inventar un mundo de instituciones educativas. El espíritu, el de una confianza férrea en el prestigio de los títulos, de los estudios de grado, posgrado, doctorado, posdoctorado realizados a la sombra de entidades con grandes nombres. En la retórica de lo académico, que siempre otorga una pátina codiciada. No se trata solo de estudiar, sino de haberlo hecho muchas veces. Lo cuantitativo pesa.
Durante meses intercambié algunos mensajes vía WhatsApp y unos cuantos correos electrónicos con Alberto Benegas Lynch hijo. El suyo es uno de los apellidos más rutilantes del universo liberal libertario, en la Argentina y otros países, por herencia y por brillo propio.
La parte de la herencia es sabida. Fue su padre quien fundó el primer centro de pensamiento libertario en el país, quien fue anfitrión de Hayek, Mises y otros referentes en Buenos Aires, quien comandó un plan de publicaciones ambicioso para hacer circular las ideas, quien se carteaba frecuentemente con el presidente de la Foundation.
El brillo propio me lo compartió él mismo. Lo hizo apenas comenzó el arduo proceso de conciliar agendas hasta arribar a un día y horario para una entrevista. Acabábamos de acordar que yo le recordaría mi interés el mes siguiente, cuando tal vez tuviera suerte (yo) y tiempo (él). A continuación me envió un mensaje largo. El texto explicaba que había completado ‘dos doctorados’ –doctor en Economía por la UCA y en Ciencias de Dirección por la UADE– y es ‘miembro de tres Academias Nacionales’ –Ciencias Económicas, Ciencias Morales y Políticas y de Ciencias–. Que sus libros ‘llevan prólogo del Premio Nobel en Economía Friedrich Hayek, del exsecretario del Tesoro del gobierno de los Estados Unidos, William E. Simon, del miembro de la Academia de Francia, Jean-François Revel, del Premio Nobel en Economía James M. Buchanan y de los escritores Carlos Alberto Montaner y Marcos Aguinis’. Que fue asesor de una serie de instituciones económicas y ‘profesor titular en cinco carreras de la UBA’ –en las facultades de Ciencias Económicas, Derecho, Ingeniería, Sociología y Filosofía y Letras–. Que fue ‘durante 23 años rector de Eseade’, la institución que fundó él mismo, y enseña en Ucema. Que ‘en dos oportunidades fue miembro del consejo directivo de la Mont Pèlerin Society e integra el consejo académico del Institute of Economic Affairs de Londres, del Cato Institute de Washington DC y del Ludwig von Mises Institute de Auburn’, cuatro instituciones pioneras del liberalismo clásico. Que ‘está vinculado a todos los think tanks liberales argentinos, es miembro de la National Association of Scholars de Princeton y del Institut Turgot de Bruselas’, e integra consejos asesores de dos revistas académicas (Advances in Austrian Economics, de Nueva York, y Revista Europea de Economía Política, de Madrid).
Agregó en otro mensaje: ‘Por si fuera de alguna utilidad, le paso esto para su archivo’.
Por algo, Javier Milei suele denominarlo ‘el prócer’.
Nuestras agendas nunca se alinearon.
Se ha buscado, además, con el nuevo nombre de Centro de Estudios sobre la Libertad, contribuir a eliminar el factor de confusión que induce a mucha gente a la creencia errónea de que la libertad en la economía está necesariamente identificada con el interés empresario y sería contraria al interés obrero […] La institución se propone intensificar su acción tendiente a la difusión del concepto, a su juicio correcto, de que la libertad en el orden económico beneficia a todos los sectores sociales por igual y nunca puede perjudicar al obrero; en tanto que su vigencia efectivamente perjudica a aquellas empresas que únicamente prosperan al amparo del proteccionismo estatal y otros privilegios establecidos en su favor por el Estado paternalista y benefactor”.
Alberto Benegas Lynch padre explica a Ludwig von Mises el cambio de nombre de la institución Centro de Difusión de la Economía Libre a Centro de Estudios sobre la Libertad. Carta del 22 de diciembre de 1959.
Grove City, noviembre de 2024
“Perseguí tu felicidad”, dice el cartel que da la bienvenida al estado. Es el lema de Filadelfia, pero también el eco de una frase de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos: “Life, liberty and the pursuit of happiness”. Son tres derechos fundamentales que Dios dio a los seres humanos, y los gobiernos deben proteger, advierte la Declaración. En el mundo libertario, “the pursuit of happiness” es una declaración de principios que suele asociarse al individualismo necesario para que funcionen la libertad de mercado y el “orden espontáneo” que crean, precisamente, los individuos cuando la acción humana no tiene restricciones (gubernamentales).
Llego al volante de una camioneta desde Ohio, a unos 45 minutos de distancia, por dos motivos. El primero es que hacerlo en transporte público resulta prácticamente imposible. El segundo, que aquí está Grove City College, la institución que tiene por lema “Una universidad cristiana conservadora”, y cuyo nombre aparece una y otra vez en boca de mis entrevistados argentinos y norteamericanos. Lo encontré mencionado en documentos y papeles relacionados con los founding fathers de la movida. También, en las trayectorias académicas de quienes han ocupado lugares claves en think tanks liberales responsables de mantener la llama viva durante décadas, incluso –o especialmente– cuando otra hegemonía, la “colectivista”, parecía amenazar a las ideas.
La universidad es un punto pequeño en el mapa, al nordeste de Pensilvania y lejos de casi todo, en el condado de Mercer. Hay bosques de arces y abedules, fresnos; el camino atraviesa grandes extensiones de tierra sembradas con heno y avena, con vacas y tambos algo más retirados del camino. Es otoño y se cosecha maíz y zapallo. Por la ruta, además de tonos de verde y anaranjado, florecen advertencias viales: pueden cruzar sorpresivamente ciervos de gran porte. En los caminos rurales, otros carteles recuerdan que también circulan buggies, los carruajes de tracción a sangre típicos de los amish (ruedas de madera altas, cabina, pescante, caballo).
Pensilvania es uno de los tres estados norteamericanos –los otros son Ohio e Indiana– conocidos por esta tradición religiosa que, en realidad, es un estilo de vida. Los amish descienden de inmigrantes alemanes y suizos llegados al continente en el siglo XVII en busca de garantías para profesar su fe religiosa. Son anabaptistas cristianos. Rechazan la tecnología y las costumbres modernas. Las mujeres visten faldas largas, gorros como los de la familia Ingalls; los varones usan jeans, camisas, tiradores. En sus casas no hay electricidad ni teléfono. No tienen autos. Los comercios huelen al kerosene de las lámparas que encienden cuando languidece el sol. Estudian en su propia escuela, y solo hasta los 14 años; no tienen biblioteca comunitaria y tampoco se entregan a la lectura en sus casas. El ocio no es algo bueno. Sus ancianos –aun en casos de enfermedades difíciles– son cuidados hasta el final por sus familias, en una pequeña vivienda adosada a la casa grande. Escuchar una radio a pilas es una infracción permitida solo a los adolescentes, y a escondidas. Pero no resulta inusual ver a un grupo de mujeres amish bajar de un taxi cargadas con bolsas de compras –sí pueden usar taxis manejados por no amish– o encontrar un teléfono celular comunitario escondido en una cabina, al borde de un camino interno entre sembradíos, para un caso de emergencia. Tampoco, que en la panadería una familia amish pida a un vecino ajeno a la comunidad que, por favor, cargue la batería para la lucecita trasera del buggy. Su vida es la comunidad. Por eso usan carruaje tirado por caballos, pero nunca cabalgan, no se entrenan como jinetes. Su filosofía es que nunca deberían llegar más lejos de lo que los puede llevar el buggy: esa es la medida de la comunidad.
Ningún amish concurre a Grove City College, pero sin ese entorno la universidad no existiría. Las normas estrictas sobre libertad religiosa que imperan en el Estado desde su fundación implican también un marco legal que habilita escuelas chárter –aquellas creadas de manera privada, en base a grupos de interés, asociación entre individuos, nada sujeto al arbitrio estatal– , como lo fue inicialmente la universidad. En 1876 nació como academia (la Pine Grove Normal Academy) y en 1884 recibió la aprobación para convertirse en universidad; siempre defendió rabiosamente la independencia de su currículo y los objetivos de su formación. En los Estados Unidos, la normativa en educación varía de estado en estado, y el gobierno federal habilita posibilidades que van desde la formación hogareña –el homeschooling, la privatización radical e individualizada del proceso– hasta la existencia de instituciones que, si reciben fondos federales, deben someterse a la supervisión y las normas estatales. A principios de la década de 1980, de hecho, Grove City College peleó judicialmente hasta llegar a la Corte Suprema para probar ese límite: cuando el Departamento de Educación quiso evaluar si discriminaba por género para admitir alumnos, la universidad advirtió que no recibía fondos federales y, por tanto, el gobierno no debía inmiscuirse en sus prácticas. Ganó a medias; la Justicia estableció que si un estudiante recibía beca de dinero público, podía considerarse que la institución recibía fondos federales; desde entonces, Grove City College solo admite becas sustentadas con fondos privados. Por eso, hoy se define como “una de las pocas instituciones de educación superior verdaderamente independientes en los Estados Unidos, que no dependen del gobierno federal para ningún tipo de apoyo”. En la actualidad es una casa de altos estudios con alrededor de 500 egresados al año –entre las distintas carreras de la Escuela de Negocios, Educación, Ingeniería y Ciencias de la Computación, Humanidades/Artes Liberales, Ciencias y Matemáticas–, programas de estudios en el extranjero, vida deportiva intensa y competitiva con otras instituciones. Tiene, también, una extensa lista de restricciones, algunas vinculadas a lo turbulenta que fue su propia historia hace décadas, cuando a la política universitaria llegaron los reclamos anti-Guerra de Vietnam y también la liberación de las costumbres. Este es un campus en el que rige la ley seca, de modo que no está permitido ingresar o consumir alcohol ni drogas. Tampoco se puede entrar con árboles de Navidad vivos, material pornográfico u obsceno, mascotas –excepto peces no carnívoros–, colchones de agua o señales viales, conos “o cualquier otra propiedad pública sin prueba de compra”.
Bajo de la camioneta al atardecer. El sol cae sobre unas 70 hectáreas con colinas, césped impecable y edificios construidos en estilo neogótico –así hayan sido levantados en el siglo XX o el XXI– . En la capilla Harbison –el único lugar al que los estudiantes de todas las carreras asisten de manera obligatoria dos veces por semana– está por empezar un concierto coral y la puerta parece un imán. Desde algunos de los once edificios que son residencias llegan estudiantes; desde las escaleras que conectan la zona del arroyo y la ciudad –algo más de 7 mil habitantes–, vecinos de Grove City; desde el estacionamiento ante el edificio de las oficinas administrativas, familiares y visitas, como yo. En la entrada a la capilla, algunas placas doradas recuerdan los nombres de exalumnos destacados por su excelencia, y la oficina de formación cristiana de la universidad informa la agenda de servicios para lo que queda del otoño: las ceremonias de los miércoles, las formaciones de los viernes, las conferencias de “Fe para la vida”. El concierto suena impecable, por difícil que sea interpretar el Magnificat, de Bach.
En un par de días, el provost Peter Frank, otro egresado del lugar, me explicará que esta universidad no contrata docentes según su dedicación a investigar y publicar, algo habitual en el sistema académico norteamericano. Aquí lo que importa es el perfil y el compromiso con el ideario institucional. Así lo dispusieron los fundadores y así se cumple.
Grove City College es otro mundo, pero muchos caminos de esta investigación llevan hasta allí. Hace unos meses le señalé la recurrencia a Chafuen, egresado él mismo de esa universidad. Era nuestra primera entrevista. Él manejaba un auto alquilado; iba desde Washington –donde vive– hasta Grove City College, donde debía participar de una reunión de directorio. Me había dicho que tendría unas cinco horas al volante. Podía llamarlo si quería. A las 10.00 –hora argentina– ya estaría en camino. A las 10.01 lo llamé –“acabo de subir a la carretera”– ; cortamos a la tarde, cuando llegó a la universidad.
—Creo que Grove es un semillero –le dije en un momento.
—Correcto.
Me ayudó a completar el listado de evidencias tomando un año al azar. Por ejemplo, en 2017 había exalumnos marcando el ritmo en muchas organizaciones de la red libertaria transnacional por todo el mundo. En Atlas Network y en Philadelphia Society, el presidente era Chafuen; en la Mont Pèlerin, el economista Peter Boettke; en el Institute for Justice –“el que más lidera en defensa de justicia liberal”–, Scott Bullock; en la Foundation, Larry Reed –el hombre que creó el primer gran think tank dedicado a políticas públicas domésticas, el Mackinac Center, y que modernizó la Foundation al vender la mansión legendaria, mudarla de ciudad y volcarla fuertemente a internet–. En la presidencia de FreedomWorks –un advocacy group que ayudó a popularizar el movimiento del Tea Party–, Matt Kibbe. En The Heritage Foundation, el responsable de relaciones con los donantes era Andrew McIndoe, que “llegó a ser el número uno en busca de fondos”; poco después, fue vicepresidente de Desarrollo de la organización. No importa el año, Chafuen dice que los egresados de Grove City College siempre están. Otro nombre, al azar: Walter Grinder supo ser vicepresidente del Institute for Humane Studies, de George Mason University, un espacio de formación para líderes de organizaciones, por donde pasaron estudiantes de todo el mundo, de la Argentina inclusive.
Ahora mismo, Mike Pence, vicepresidente durante el primer mandato de Donald Trump en la Casa Blanca, es uno de los docentes destacados de la universidad. Por donde va, los estudiantes lo saludan y le piden fotos.
Uno más: Richard Larry, que presidió la Sarah Scaife Foundation, responsable de uno de los fondos de financiamiento más poderosos de este mundillo –junto con la fundación de los hermanos Koch–, hizo algo más que llevar la palabra fuera de la universidad: ayudó a crear el think tank de Grove City College. Inicialmente, cuando se creó, en 2004, se llamó Center for Vision and Values, pero alrededor de 2017, con el relanzamiento, llegó el nombre actual, Institute for Faith and Freedom. Fue apenas una pequeña oficina en el campus, cerca del estadio de básquet. Hoy tiene un edificio de tres plantas a unas diez cuadras. La sede es tan nueva que solo dos personas trabajan allí, la encargada de redes sociales y el director senior, Robert Rider.
Doy un rodeo al campo de soccer, bajo por un camino de árboles que envuelven al de softball, voy por E Pine Street, como saliendo del campus, y doblo antes del único hotel de la ciudad, abandonado hace años. Rider me espera en la puerta del lugar porque todavía ni siquiera hay cartel con su nombre o que indique su relación con Grove City College. El Institute acaba de mudarse, tiene un presente de tareas y un futuro de grandes planes.
Rider me conduce por un pasillo decorado con gigantografías: “Los límites del gobierno” –la clásica figura del Tío Sam señalando al ciudadano aparece atrapada en un frasco de mermelada–; el afiche de una conferencia de Vision and Values, “La familia importa”; el de otra sobre “La libertad y la libertad abusada. Amenazas a nuestra libertad religiosa”, y el de una sobre “El espíritu del capitalismo democrático” –con Reagan, Hayek y Mises de fondo–. Rider me deja pasear por el gran salón con libros y materiales para distribuir entre estudiantes en eventos de la universidad, las remeras de Ronald Reagan retratado como ícono de caricatura de los años cincuenta y la frase: “El maligno no tiene poder si los buenos no tienen miedo”. Hay, también, cajas de libros. Algunas pilas son de volúmenes del director de Faith and Freedom, el académico que también dirige American Spectator, una revista editada en Washington, Paul Kengor: Derribo. De los comunistas a los progresistas, cómo la izquierda saboteó la familia y el matrimonio; El malvado Karl Marx; La guía políticamente incorrecta al comunismo. La idea más mortal; Dios, sobre la “vida espiritual” de Reagan; El cruzado. Ronald Reagan y la caída del comunismo –la base de la biopic de 2024 protagonizada por Dennis Quaid–; Tontos. Cómo los adversarios de Estados Unidos manipularon a los progresistas durante un siglo. Otros títulos abordan aspectos de la economía, como No hay almuerzo gratis, de Caleb S. Fuller; Fe, libertad y educación superior. Un análisis histórico y reflexiones contemporáneas, de P.C. Kemeny; Pensando en Cal Coolidge: una investigación en las raíces de su vida intelectual, de John van Til –quien también escribió unas memorias de su experiencia docente en Grove City College–, y otros se acercan a la política y la religión desde diferentes ángulos, como Una historia de la cristiandad en Pittsburgh, de Scott Smith, o Religión en el Salón Oval. Las vidas religiosas de los presidentes norteamericanos, de Gary Scott Smith.
En un pequeño living, ante una mesa llena de folletos y memorabilia del think tank, Rider detalla que el día a día consiste en procurar que el punto de vista conservador tenga lugar en los medios. Grandes, medianos, chicos, locales, todo suma. Se contrata especialmente a algunos profesores de Grove City College para que escriban una investigación o un paper sobre un tema específico, por lo general vinculado a políticas públicas. Luego, el instituto lo publica en su propia web o lo distribuye entre amigos con influencia en la esfera pública y la formación de opinión. “Tratamos de que nuestros profesores salgan en medios y cadenas nacionales, canales grandes como CNN o Fox News, o medios más pequeños, diarios locales como el Washington Examiner, la Pittsburgh Post Gazette, cosas así”. Desde que se incorporó al cuerpo docente, Pence es también una de esas firmas autorizadas.
Faith and Freedom también lleva estudiantes a Washington. A veces logran hacer coincidir el viaje de estudios con un evento de la CPAC, la Conferencia de Acción Política Conservadora que existe desde 1974 y fue clave para el crecimiento político de Reagan. Es la misma que, en los últimos años, se expandió por fuera de los Estados Unidos, con encuentros en Hungría, México y la Argentina. Otras veces se trata de concertarles reuniones con congresistas, y conversaciones con responsables de think tanks como Cato, Young America’s Foundation, Acton Institute, The Heritage Foundation, y mostrarles cómo funciona en la vida real la maquinaria de la política. Algunos afortunados ganan una pasantía como asistentes en alguno de esos despachos; si son alumnos a punto de egresar, tal vez hasta un trabajo fijo. Cada seis meses, el instituto convoca a invitados especiales para una charla de reflexión y actualización, “The Conservative Mind”; se realiza en el auditorio de Crawford Hall, uno de los grandes y más viejos edificios del campus, y se registra en video, para compartir en internet con una audiencia amplia y extra Grove City.
—¿Y qué es ser conservador?
—De eso se trata esa charla. Quizá debamos ayudar a los estudiantes a determinar qué significa, darles ciertos principios y valores. En qué creemos los conservadores: gobierno limitado, gobierno pequeño, libertad individual, libertad especialmente en lo que respecta a propiedad, fuerza en lo militar, en nuestro ejército, pero no para ser un matón o un hermano mayor del mundo. Ronald Reagan lo llamaba paz a través de la fuerza: tenemos un buen ejército, no queremos usarlo, pero debemos tenerlo, y eso nos hace más fuertes. Ese es otro valor conservador. La responsabilidad fiscal también. En ese sentido, creemos que lo que funciona es la Escuela Austríaca. Es un gran principio para un conservador. Familia, una familia fuerte hecha a partir del matrimonio de un hombre y una mujer. También somos provida. Esos son los principios conservadores. No es un listado en el que tenés que chequear cosa a cosa, de todos modos. Pero sí decimos que estos son principios guía. Esta serie, “La mente conservadora”, la hicimos porque descubrimos que hay muchos estudiantes diciendo “soy conservador” pero a la vez escuchamos cosas como “los republicanos son malos”. Si mirás a los dos partidos políticos principales, republicanos y demócratas, ves que los conservadores caen del lado republicano. Entonces, pensamos que sería beneficioso explorar qué significa y por qué lo decimos.
Rider cree que el conservadurismo es todavía un movimiento. “Por ejemplo, esta zona de Pensilvania es conservadora. Hay muchos obreros, trabajan duro; hay caza, entonces las armas son importantes, y la familia es un gran tema”.
En este campus estudió alrededor de una veintena de argentinos. Llegaron para transitar estas aulas, servirse de esta biblioteca que preserva los papeles de Ludwig von Mises, para vivir en estos edificios que simulan antigüedad aunque algunos hayan sido construidos en los últimos años. De esos estudiantes argentinos tengo también una lista, aunque no exhaustiva: incluye a Eduardo Marty, Juan Carlos Cachanosky, el exdiputado por la UCeDé José María Ibarbia y el economista Ponciano Vivanco, entre otros.
Cada nombre de esas listas es un punto que no está aislado; los conecta una línea que hay que trazar.
Esa línea es, curiosamente, otro nombre: Hans Sennholz.
☛ Título: Los dueños de la libertad
☛ Autor: Soledad Vallejos
☛ Editorial: Sudamericana
☛ Edición: 384
☛ Primera edición Noviembre de 2025
Datos del autor
Soledad Vallejos nació en Buenos Aires en 1974. Licenciada en Comunicación por la Universidad de Buenos Aires, productora y directora de radio y TV por el ISER, es periodista y guionista.
Trabajó en el diario Página/12 como editora de Sociedad, además de redactora y subeditora del suplemento Las 12; colaboró en revistas nacionales e internacionales y fue docente de Periodismo.
Ha publicado Trimarco. La mujer que lucha por todas las mujeres (2013); Vida de ricos. Costumbres y manías de argentinos con dinero (2014); Olivos. Historia secreta de la quinta presidencial (2017) y Amalita. La biografía (en coautoría con Marina Abiuso, 2013; reeditado en 2025).