Lista actualizada: los países a los que se iría pareciendo Argentina en los próximos 40 años, según Javier Milei
El presidente Javier Milei volvió a trazar su hoja de ruta para el desarrollo económico de Argentina. Sus declaraciones reavivaron el debate sobre la viabilidad de sus proyecciones y la estrategia para salir del estancamiento que, según él, mantiene al país atrasado respecto al mundo.
Tras su regreso de Washington, donde se reunió con Donald Trump, el presidente Javier Milei ofreció este jueves una extensa entrevista al periodista Esteban Trebucq en LN+. Venía de una recorrida mediática intensa: el día anterior había pasado por los estudios de A24, donde, ante la observación de Eduardo Feinmann de que “el 80% de los argentinos apenas llega a fin de mes y el 60%, 70% llega al día 20”, el mandatario lanzó una respuesta desconcertante: “¿Cómo quiere que lo arregle?”.
En esta nueva aparición televisiva, Milei evitó en principio el terreno de las soluciones concretas para moverse hacia el de las promesas de prosperidad. Así, volvió sobre uno de sus caballitos de batalla: “en 20 meses sacamos a 12 millones de personas de la pobreza”. También destacó que su ajuste fiscal permitió reducir cinco puntos del PBI y que otros dos puntos y medio se habrían recuperado a partir de una disminución impositiva. Un balance optimista que, por momentos, pareció más pensado para los números que para la vida cotidiana.
Trebucq, sin embargo, lo llevó a una pregunta incómoda: ¿cuánto tiempo haría falta para que los argentinos “que no pueden esperar” noten un cambio en su economía personal? Milei respondió con la misma metáfora universitaria que usó ante Feinmann: “Si usted quiere ser abogado, tiene que ir 5 o 6 años a la facultad, y además estudiar y tener privaciones”. Y añadió otro ejemplo más doméstico: “Si usted se compra una casa, no la tiene al otro día que decidió tenerla, todo es un proceso”. El Presidente, una vez más, apeló al largo plazo como argumento moral.
Hasta ese punto, el mandatario había logrado ejercer una de las fórmulas más conocidas —y más resbaladizas— del repertorio político argentino: “si te digo cuándo, no te digo cómo; si te digo cómo, no te digo cuándo”.
Sin embargo, la engañifa le duró poco, y mediante el desarrollo lineal de su pensamiento, entró en el terreno que más polémicas le genera: los plazos y las comparaciones. Una vez más, Milei ofreció su hoja de ruta hacia el futuro, con escalas geográficas y promesas de progreso en serie: España, Alemania, Estados Unidos y, por último, la cima del mundo.
“Entonces, ¿cómo se sale de esto? De esto se sale creciendo, se sale con crecimiento económico. La fórmula que encontró el mundo para salir de la miseria es el crecimiento económico”, explicó.
Milei y un "clásico": en cuántos años nos vamos a parecer a cada país
Según Miliei, “en la historia de la humanidad el crecimiento económico arranca en los últimos 250 años, cuando aparece el liberalismo y el capitalismo de libre empresa. Vos tenías menos de 1000 millones de seres humanos en el planeta y el 95% vivía con menos de un dólar diario, o sea, pobreza extrema. Hoy tenés más de 8000 millones de seres humanos y la pobreza extrema está debajo del 5%. ¿Cómo se logra esto? Con crecimiento”.
“Ahora, ¿cómo se logra el crecimiento? El crecimiento depende de dos elementos fundamentales. Por un lado, la inversión. Es decir, vos cuando invertís aumentás el stock de capital per cápita, eso hace que las personas sean más productivas. Los salarios son más altos y la calidad de vida de las personas mejora, que es lo que ves en los países desarrollados”, continuó.
“La otra parte del problema es, ok, yo necesito invertir. ¿Cómo lo financio? Eso se financia con ahorro. La inversión se financia con el ahorro. Toda la joda keynesiana de los últimos 80 años de estimular el consumo, lo único que hizo fue destruir el ahorro. No generaba financiamiento de inversión”, añadió, con una crítica directa al pensamiento económico que dominó buena parte del siglo XX.
Y concluyó con su ya célebre línea temporal de desarrollo: “Si nosotros mantenemos el sendero por el cual estamos viajando y los argentinos decidieran acompañarnos hasta el 2031, vamos a poder tener crecimientos que podrían oscilar entre el 7% y el 10% (anual). ¿Sabes qué quiere decir esto? Que en 5 o 7 años nos podemos parecer a España, en 15 años a Alemania, en 25 o 30 años a Estados Unidos y en 40 años podemos ser el país más rico del mundo”.
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Las distintas formas de la política y la economía para no llamar a las cosas por su nombre
A lo largo de los siglos, la política y la economía desplgaron una creatividad notable para no decir lo que en el fondo quieren decir: que hay países ricos y países pobres. Cada época inventó su propio eufemismo para disfrazar la desigualdad global, un léxico que va mutando a medida que cambian las ideologías, los imperios y las modas académicas. Lo que en el siglo XIX se llamaba “civilización” en oposición a la “barbarie”, en el siglo XXI se traduce en una geografía moral más delicada: el “Norte global” y el “Sur global”. Las palabras cambian, pero la jerarquía persiste.
“Civilizados” o “Bárbaros”
En los albores del pensamiento moderno, entre los siglos XVIII y XIX, Europa se adjudicó el privilegio de definir qué era la civilización. Las potencias imperiales, amparadas en el racionalismo ilustrado y en una moral cristiana autoproclamada superior, clasificaron al mundo en dos mitades: los “civilizados” —ellos— y los “bárbaros” o “salvajes” —los demás—. Fue una invención colectiva del colonialismo europeo, legitimada por filósofos como Hegel y por científicos raciales que confundían evolución con supremacía.
Su origen no fue académico sino político: la distinción servía para justificar la expansión imperial. En nombre de la civilización, se colonizó África, se evangelizó América y se trazaron fronteras desde España, Londres o París. El uso fue tanto moral como jurídico: en el derecho internacional del siglo XIX, sólo los países “civilizados” gozaban de plena soberanía; los otros eran territorios administrados, “protegidos” o directamente conquistados.
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El ejemplo más visible está en América Latina, donde la dicotomía “civilización o barbarie” se convirtió incluso en literatura política. Domingo Faustino Sarmiento la consagró como categoría cultural: Europa era el modelo, y la pampa indómita, la barbarie. Fue una forma temprana de justificar la desigualdad global bajo el ropaje del progreso.
El carácter de esta clasificación era abiertamente racista y eurocéntrico. Pretendía ordenar al mundo en grados de humanidad, colocando a Occidente en la cúspide. No había indicadores económicos ni fórmulas de desarrollo, sólo una superioridad autoatribuida que hoy, con otros nombres, sobrevive en discursos más sofisticados.
“Industrializados” o “Coloniales”
Con la Revolución Industrial y la expansión del capitalismo global en el siglo XIX, el criterio de distinción se volvió más económico. Las potencias manufactureras —Reino Unido, Francia, Alemania— comenzaron a verse como “industrializadas”, mientras el resto del planeta quedaba relegado al papel de proveedor de materias primas: los “coloniales”. Era una clasificación funcional al comercio internacional de la época, donde unos producían bienes y otros exportaban algodón, azúcar o minerales.
No hubo un autor que inventara el término, sino una práctica económica que lo impuso. El imperio británico articuló un sistema de comercio desigual: las colonias no podían industrializarse ni competir con la metrópoli. Ese patrón, visible también en América Latina, estructuró una economía agroexportadora dependiente, símbolo de prosperidad para las élites locales, pero también de vulnerabilidad ante los ciclos externos.
El uso fue, en apariencia, técnico, pero en realidad político. Las potencias industrializadas dominaron los mares y las finanzas, mientras las colonias eran vistas como “mercados naturales” y reservorios de recursos. El ejemplo argentino es ilustrativo: durante la llamada “Belle Époque”, Buenos Aires era rica, pero su riqueza se medía por el precio del trigo en Londres.
El carácter de esta clasificación era económico-productivo, precursor del lenguaje “centro-periferia”. No hablaba de civilización, sino de industria. Sin embargo, el resultado era el mismo: un mundo jerárquico donde el valor agregado quedaba en el norte y la dependencia, en el sur.
“Centrales” y “Periféricos”
A mediados del siglo XX, la crítica latinoamericana tomó forma teórica. Desde la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), el economista argentino Raúl Prebisch formuló la noción de “centro” y “periferia” para describir la estructura desigual del comercio mundial. Los países “centrales” concentraban la producción industrial, la tecnología y las ganancias, mientras los “periféricos” exportaban materias primas con precios decrecientes.
El origen fue claramente académico, pero con una intencionalidad política: romper con la idea de que el subdesarrollo era una falla interna. Prebisch y los teóricos de la dependencia, como Samir Amin o André Gunder Frank, sostuvieron que el subdesarrollo era producto del desarrollo ajeno, una consecuencia estructural del capitalismo global.
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El uso se popularizó en los años 50 y 60, impulsado por gobiernos desarrollistas que buscaban industrializar América Latina mediante la sustitución de importaciones. La metáfora del “centro” y la “periferia” expresaba un orden económico internacional asimétrico, donde la posición de los países no era casual sino histórica.
El carácter de esta distinción era económico-estructural y analítico, con pretensión científica. Por primera vez, la desigualdad global dejaba de ser moral o cultural para convertirse en un fenómeno sistémico. Fue también una forma elegante de decir lo que nadie quería admitir: que la independencia política no había traído independencia económica.
“Primer Mundo” y “Tercer Mundo”
En plena Guerra Fría, el planeta se organizó bajo un nuevo vocabulario geopolítico. Surgieron los términos “Primer Mundo”, “Segundo Mundo” y “Tercer Mundo”, acuñados por el demógrafo francés Alfred Sauvy en 1952. El primero agrupaba a los países capitalistas desarrollados (Estados Unidos, Europa Occidental, Japón); el segundo, a los socialistas del bloque soviético; y el tercero, a los países no alineados o en vías de desarrollo, en su mayoría excolonias.
El origen fue periodístico, pero el concepto se volvió político. En un contexto de rivalidad ideológica, los países del “Tercer Mundo” —liderados por India, Egipto y Yugoslavia— se presentaron como una tercera vía, reunidos en la Conferencia de Bandung de 1955. En el discurso de Sauvy, “este tercer mundo ignorado, explotado y despreciado, quiere ser también algo”.
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El uso tuvo un enorme poder simbólico durante los años 60 y 70, cuando el “Tercer Mundo” se convirtió en bandera de independencia y justicia global. Pero con el tiempo, el término se degradó hasta ser sinónimo de pobreza y atraso, cargado de connotaciones peyorativas.
Su carácter era geopolítico y discursivo. Reflejaba un mundo dividido en bloques, y al mismo tiempo revelaba la incapacidad de Occidente para pensar a los países del sur sin jerarquías. Con la caída del Muro de Berlín, la trilogía se disolvió, pero el orden desigual siguió intacto.
“Desarrollados” o “Subdesarrollados”
La posguerra trajo consigo una nueva manera de medir el progreso: el desarrollo económico. Surgió de la mano de organismos internacionales como el Banco Mundial, el FMI y las Naciones Unidas, que necesitaban indicadores cuantificables para definir políticas de ayuda y cooperación. Así nacieron las categorías de “países desarrollados” y “subdesarrollados”.
No hubo un inventor único, pero la idea se consolidó con el discurso del presidente estadounidense Harry Truman en 1949, cuando habló de ayudar a las “regiones subdesarrolladas” del planeta. La noción reemplaza el lenguaje colonial por uno tecnocrático: ya no se trataba de civilizar, sino de “desarrollar”.
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El uso se extendió entre los años 50 y 80, acompañado por la fe en el crecimiento económico, la industrialización y la planificación estatal. El ejemplo típico era Japón, presentado como "el milagro del desarrollo"; mientras tanto, América Latina y África quedaban atrapadas en la categoría contraria, a menudo como objetos de estudio y no como actores.
El carácter de esta clasificación era económico y tecnocrático, pero también moral. Llevaba implícita la idea de una línea de llegada universal —el modelo occidental— y sugería que los demás países debían recorrer el mismo camino. Por eso, a partir de los años 80, se prefirió hablar de “países en desarrollo” o “emergentes”, una forma más amable de decir lo mismo.
“Norte Global” y “Sur Global”
En el siglo XXI, la corrección política llegó a la geografía. Las viejas dicotomías económicas fueron reemplazadas por una denominación aparentemente neutral: el “Norte global” y el “Sur global”. La expresión se popularizó en los años 2000 dentro de la academia y los organismos internacionales, influenciada por el pensamiento poscolonial.
No tiene un autor único, sino un consenso tácito: evita el lenguaje jerárquico y reconoce que el eje de la desigualdad ya no es estrictamente económico, sino también cultural y político. El “Norte global” incluye a los países ricos, industrializados y tecnológicamente avanzados; el “Sur global”, a los históricamente colonizados o dependientes.
El uso es contemporáneo y deliberadamente prudente. En los informes de Naciones Unidas o del Banco Mundial, la expresión aparece como un intento de redefinir las relaciones internacionales sin las connotaciones del “Tercer Mundo”. Sin embargo, la cartografía moral sigue siendo la misma: el poder se acumula arriba, y la pobreza, abajo.
El carácter de esta clasificación es cultural y poscolonial. Busca cuestionar la herencia del colonialismo, pero al mismo tiempo demuestra su persistencia. En definitiva, el mundo sigue dividido, sólo que ahora los términos suenan más civilizados —lo que, de algún modo, nos devuelve al punto de partida.
Javier Milei: entre el colonialismo y el subdesarrollo
El discurso económico de Javier Milei se mueve entre dos grandes relatos históricos: el de la Argentina “rica” de principios del siglo XX —la de los países “industrializados” y “coloniales”— y el de la promesa moderna del “desarrollo” como única vía para salir de la miseria.
En esa tensión entre pasado y futuro, el Presidente combina una nostalgia por el modelo agroexportador con una fe absoluta en el crecimiento económico como motor de redención. “De esto se sale creciendo, se sale con crecimiento económico. La fórmula que encontró el mundo para salir de la miseria es el crecimiento económico”, repite, como si la historia tuviera una ecuación universal y la Argentina sólo necesitara reencontrar la suya.
Milei mira hacia atrás y encuentra en el liberalismo clásico la génesis de la prosperidad moderna. “En la historia de la humanidad el crecimiento económico arranca en los últimos 250 años, cuando aparece el liberalismo y el capitalismo de libre empresa”, sostiene. Su lectura es teleológica: la historia, según él, tiene un punto de inflexión —el nacimiento del capitalismo— que divide a la humanidad entre la penuria premoderna y la abundancia posterior.
Antes, dice, “había menos de 1000 millones de seres humanos en el planeta y el 95% vivía con menos de un dólar diario, o sea, pobreza extrema”. Y compara: “Hoy tenés más de 8000 millones de seres humanos y la pobreza extrema está debajo del 5%”.
El dato es cierto en términos estadísticos, pero omite los matices de distribución y desigualdad global. Lo que Milei presenta como una historia de emancipación económica es, al mismo tiempo, la consolidación de un sistema donde la riqueza y la pobreza se concentran en regiones distintas del mapa.
La clave de su visión radica en una palabra que los economistas desarrollistas del siglo XX también veneraron: crecimiento. Pero mientras los teóricos del desarrollo apelaban al Estado como instrumento, Milei invierte el esquema y deposita toda la fe en el mercado.
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Su razonamiento se inscribe en la tradición liberal más ortodoxa: el bienestar se deriva del capital acumulado, y la acumulación, de la inversión privada. La historia económica, sin embargo, muestra que ningún país alcanzó el desarrollo sin un Estado que orientara o protegiera esa acumulación. El Japón de la posguerra, la Alemania reconstruida o la Corea industrializada fueron tan capitalistas como estratégicos.
Japón, por ejemplo, aplicó desde 1949 una política de “capitalismo dirigido”: el Estado seleccionaba sectores clave —automotriz, acero, electrónica— y canalizaba hacia ellos el crédito y la tecnología extranjera, mientras protegía el mercado interno.
Alemania, por su parte, impulsó la economía social de mercado de Ludwig Erhard, un modelo donde la libre competencia coexistía con una fuerte planificación estatal, regulaciones y políticas de bienestar.
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Corea del Sur, desde los años 60, repitió la fórmula de un capitalismo guiado por el Estado: los chaebols (conglomerados privados como Samsung o Hyundai) crecieron gracias a subsidios, créditos blandos y políticas industriales nacionales.
En todos esos casos, el crecimiento no nació de un “libre mercado absoluto”, sino de un Estado que orientó la inversión, acumuló ahorro interno y definió estratégicamente hacia dónde debía expandirse la economía.
El segundo pilar de la narrativa de Milei es el ahorro, convertido casi en virtud moral: “La inversión se financia con el ahorro. Toda la joda keynesiana de los últimos 80 años de estimular el consumo, lo único que hizo fue destruir el ahorro. No generaba financiamiento de inversión.”
Aquí Milei no sólo discute con el keynesianismo sino con toda la experiencia del capitalismo moderno, que alterna consumo e inversión como motores complementarios. Su diagnóstico reescribe la historia económica reciente bajo una lógica binaria: el ahorro es el bien, el consumo es el mal.
Desde esa moral del sacrificio, propone un camino de redención que, si se cumple, promete resultados casi milagrosos. No por nada su más reciente libro se llama precisamente “La construcción del milagro”.
“Si nosotros mantenemos el sendero por el cual estamos viajando y los argentinos decidieran acompañarnos hasta el 2031, vamos a poder tener crecimientos que podrían oscilar entre el 7% y el 10%”, pronostica Milei. Y luego lanza la frase que circula como un torrente en las redes sociales: “En 5 o 7 años nos podemos parecer a España, en 15 años a Alemania, en 25 o 30 años a Estados Unidos y en 40 años podemos ser el país más rico del mundo”.
El discurso de Milei se inscribe así en una doble nostalgia: la del pasado agroexportador y la del futuro industrial que nunca llegó. Su diagnóstico rescata el orden económico del siglo XIX —basado en la productividad, el comercio exterior y la acumulación de capital— pero lo proyecta sobre un mundo donde esos equilibrios ya no existen.
Su narrativa, en definitiva, oscila entre el colonialismo y el subdesarrollo: entre la añoranza de un país que fue rico porque exportaba al Imperio y la promesa de un país que será rico si ahorra, invierte y crece. La ironía es que ambas fórmulas —la del siglo XIX y la del XX— nacieron en sistemas donde la periferia seguía exportando al centro. Cambian las palabras, los modelos y las épocas, pero la geografía del poder económico sigue siendo la misma.
NG
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