La nueva ola de protestas que desafía al poder en Perú
En las últimas semanas, miles de peruanos salieron a protestar contra el gobierno de Dina Boluarte. Las manifestaciones ponen en evidencia una crisis institucional persistente que no encuentra solución.
Desde el intento de autogolpe de Pedro Castillo, en diciembre de 2022, el país no ha logrado encontrar estabilidad. Y lo que hoy sucede no es un estallido espontáneo: es el resultado de años de desgaste, desconfianza y desilusión hacia la política. Pero, ¿por qué sucede justo ahora? ¿Qué lo diferencia de los conflictos anteriores? ¿Cuál es el peligro real para la gobernabilidad en Perú?
Boluarte llegó al poder tras el episodio que marcó un antes y un después en la política peruana. En diciembre de 2022, el entonces presidente Pedro Castillo, acorralado por denuncias de corrupción y enfrentado a un Congreso hostil, intentó disolverlo en un proceso de autogolpe, con el objetivo de gobernar por decreto. Fue un error fatal: en cuestión de horas, su propio gabinete lo abandonó, las Fuerzas Armadas se negaron a apoyarlo y fue destituido y detenido. Así, su compañera de fórmula, Dina Boluarte, asumió el cargo de presidenta de la República, invocando la sucesión constitucional. Pero su llegada no fue celebrada. Las heridas, la polarización, la sospecha de corrupción, la percepción de ilegitimidad quedaron abiertas.
Desde el primer momento, Boluarte heredó un poder débil, con un Congreso fragmentado, partidos políticos sin certeza ideológica, una Justicia erosionada, expectativas muy bajas y una toma de la capital que amenazó con quebrar su gobierno a los pocos días de haber asumido. Desde los primeros meses, su mandato estuvo marcado por cuestionamientos sobre lapsos en su gestión, problemas de transparencia y responsabilidad en hechos de violencia tras manifestaciones.
Desde entonces, Perú vive en un estado de agitación permanente. Las primeras protestas de 2022 y 2023, que dejaron decenas de muertos, marcaron el tono de su mandato. Le siguieron investigaciones judiciales por presuntas violaciones de derechos humanos, enriquecimiento ilícito y abuso de autoridad, aunque a fines de septiembre de 2025 el Tribunal Constitucional decidió suspender esas causas hasta que termine su gobierno, en julio de 2026. La decisión, presentada como una medida para “garantizar la estabilidad institucional”, fue leída por gran parte de la población como un nuevo símbolo de impunidad. Una Justicia que se detiene frente al poder. Y un poder que no sabe escuchar.
Según las encuestas más recientes, la presidenta apenas alcanza un 4% de aprobación, el nivel más bajo registrado en América Latina. Su relación con el Congreso, dominado por fuerzas fragmentadas y desacreditadas, no mejora la situación. Ningún actor político parece tener hoy legitimidad. Perú se convirtió en un país donde los presidentes se suceden como capítulos de una misma crisis: en los últimos siete años, hubo seis jefes de Estado y ninguno logró terminar su mandato con estabilidad. Martín Vizcarra fue destituido, Pedro Pablo Kuczynski renunció por sospechas de corrupción, Manuel Merino fue derrocado por protestas masivas, y Pedro Castillo permanece detenido. En ese escenario, la figura de Boluarte aparece más como un síntoma repetido que como una excepción.
Y en este contexto, el estallido más reciente comenzó a gestarse en septiembre, cuando el gobierno impulsó una reforma previsional que obligaba a todos los mayores de 18 años a afiliarse a un fondo privado de pensiones (AFP) y limitaba el retiro de fondos jubilatorios. En un país donde más del 70% del empleo es informal, la medida fue vista como una provocación y la indignación fue inmediata. Lo que al principio parecía un reclamo económico se transformó rápidamente en una demanda política que expresaba el descontento generalizado. No se trataba solo de una ley impopular, sino del símbolo de un Estado que legisla de espaldas a su gente.
A esa protesta previsional se sumaron gremios de transportistas, sindicatos, estudiantes y colectivos sociales. Por eso las marchas de este octubre tienen un tono distinto. No son solamente contra una presidenta sino contra un sistema político que parece agotado. Contra una institucionalidad que sobrevive más por inercia que por convicción. Y también contra la desigualdad que, lejos de reducirse, se profundiza. Jóvenes que no esperan nada de los partidos, que no creen en el Congreso ni en la Justicia. Para ellos, la política dejó de ser un espacio de esperanza porque es una fuente de frustración.
Mientras tanto, el gobierno responde con la misma estrategia de siempre: llamar al orden, insistir en la legitimidad constitucional de Boluarte y prometer que las elecciones de 2026 serán la “salida institucional” a la crisis. Pero cada vez más voces dudan que un simple cambio de gobierno alcance para reparar una democracia tan desgastada. La gente no pide solo elecciones sino que estas tengan un impacto positivo real. Y ese es quizás el desafío más grande de todos.
*Licenciada en Ciencias Políticas (UCA). Investigadora del Centro de Estudios Internacionales (CEI-UCA) y cohost del podcast El Cafecito Latinoamericano en YouTube.
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