La mordaza de los quince días
Karina Milei desistió de su intento de censura previa. Fragilidad institucional frente al derecho a informar.
Acaba de llegar a su fin una breve historia de censura previa, inédita en nuestro país. Ello, luego de que Karina Milei desistiera de la acción por medio de la cual había logrado imponer una mordaza sobre la prensa, impidiendo que se difundieran audios que, se suponía, podían incriminarla. El desistimiento oficial llegó al momento en que debía contestar un traslado, frente a un recurso que interpusimos un grupo de abogados en representación de Jorge Fontevecchia, interesados en el resguardo del más amplio derecho de libertad de expresión y de crítica política. En las líneas que siguen, y en razón de la gravedad de lo ocurrido, vamos a resumir la historia que aconteciera, para subrayar luego el enorme valor de la conclusión jurídica a la que se ha arribado. El derecho a la expresión crítica, en definitiva, recuperó su libertad: ha salido victorioso.
Los sucesos del caso, a esta altura, resultan tristemente conocidos. Hace un mes, comenzaron a difundirse grabaciones en las que un funcionario del Gobierno denunciaba sobornos en el área de discapacidad. En ese contexto, un periodista del streaming “Carnaval” anunció que también poseía audios de la Secretaria General de la Presidencia, Karina Milei. La funcionaria se presentó entonces ante un juez federal, pidiendo que se prohibiera a todos los medios del país siquiera hablar del tema. El juez fue, si se quiere, más moderado: únicamente prohibió la difusión de los audios “anunciados”. Cabe notar que, dado que nadie conocía el contenido de los audios, no pudo identificar los materiales prohibidos.
El fallo adquirió prontamente un rango escandaloso: por primera vez en décadas, había en la Argentina censura previa sobre un asunto de interés público. La democracia depende de la formación de la opinión pública de manera libre e informada. Si la información que llega a los ciudadanos no es completa, si la opinión pública se forma únicamente con los hechos y versiones que el poder da por buenos, la democracia queda, irremediablemente, herida de muerte. Por tanto, la situación que se generara a partir de la cautelar nos permitió atisbar de qué modo podría lucir un régimen autocrático en la Argentina: uno en el que no se habla de aquello de lo que la autoridad no quiere hablar, y en donde la prensa pasa a confundirse con la propaganda.
La medida dictada por el juez Patricio Maraniello resultó, ante todo, sorpresiva, por su grosera desviación del derecho vigente. Ocurre que la Constitución Nacional, en esta materia, es clarísima: el artículo 14 afirma, sin dejar margen de dudas, que los habitantes de la Nación tienen “el derecho a publicar sus ideas por la prensa sin censura previa”. Reforzando aún más dicho compromiso indudable, la Corte Suprema Argentina, tanto como la Corte Interamericana de Derechos Humanos reiteraron el mismo principio, sin ambigüedad alguna, desde hace décadas. Cualquiera podría haber pensado que, a partir de un texto constitucional prístino, y una jurisprudencia constante desde hace 35 años, la cuestión ya estaba zanjada: cualquier medida de censura previa es completamente ajena a nuestro derecho. Por eso la sorpresa que nadie esperaba.
La decisión del juez, por lo demás, resultó extremadamente grave. Nadie conocía los audios en cuestión, y era eso, justamente, lo que tornaba la medida más repudiable. Si las meras sospechas alcanzan para que un funcionario impida la difusión de un material que nadie conoce, ¿cómo podrían los periodistas distinguir el material prohibido del que no lo estaba? ¿Qué límite podrían encontrar, por lo demás, estas prohibiciones judiciales impuestas, destinadas a impedir que se hable sobre temas incómodos? El resultado es el conocido “efecto inhibidor” sobre la prensa. Ante la duda, y para evitar problemas legales, los periodistas tienden a optar por callar. Y esa conducta, que a nivel individual de cada periodista podía resultar racional, a nivel colectivo termina resultando letal: letal para el debate público.
Ante una medida tan inesperada y grave, le solicitamos al juez que la dejara sin efecto. Para ello, presentamos un recurso ante el juzgado en el que expusimos el derecho vigente, incluyendo la jurisprudencia nacional e internacional en la materia, que tornaba la medida absolutamente improcedente. El juez, como indica el Código Procesal, le pidió a Karina Milei que contestara antes de decidir. Una hora antes del vencimiento del plazo, la Secretaria General de la Presidencia contestó: pidió que nuestro recurso fuera rechazado por supuestos defectos formales, y –sin razón alguna que justificara sus dichos– acusó al presidente de Editorial Perfil de injuriarla, difamarla, y de desestabilizar al GFobierno (un “operador de prensa” y no un “periodista propiamente dicho”, que usa “operaciones de prensa como armas,” teniendo como “única intención dañar, y jamás informar al público” –señaló, en su llamativa respuesta). Notablemente, y luego de estas afirmaciones antojadizas e impropias en una funcionaria de su jerarquía, la Secretaria General desistió de la medida cautelar que, de manera enjundiosa, días atrás había exigido.
El derecho obra, a veces, de maneras misteriosas. Hubiera resultado preferible, frente a una iniciativa gubernamental y una decisión judicial tan contrarios a la historia de nuestro derecho, un fallo definitivo, que dejara en claro el lugar privilegiado que ocupa la libertad de expresión dentro de nuestro esquema constitucional. Sin embargo, el desistimiento de Karina Milei exhibe una forma más silenciosa, pero igualmente contundente, de valorar lo alcanzado: la que muestra que, a veces, el derecho puede ser tan majestuoso que, ante su contundencia, incluso el poder más cerril retrocede.
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