Trump apunta a las elecciones de medio término
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, está apuntando a la movilización de las tropas de la Guardia Nacional en busca de conservar el poder de cara a unas elecciones que lo encuentran en un creciente índice de desaprobación.
Nueva York - Dentro de poco más de un año, los estadounidenses votarán para determinar qué partido político controlará las dos cámaras del Congreso. El Partido Republicano del presidente Donald Trump controla actualmente ambas, pero sus mayorías son estrechas (53-47 en el Senado y 219-213 en la Cámara de Representantes). No existe un precedente moderno de que el partido de un presidente evite pérdidas en las elecciones de medio término en la Cámara de Representantes, a menos que su aprobación popular esté muy por encima del 50%. En el caso de Trump, un promedio no ponderado de encuestas recientes muestra su aprobación en un 45.3%, con un 51.9% (un neto de -6.6) de desaprobación de los votantes.
Bajo circunstancias normales, el presidente buscaría mejorar la situación electoral de su partido. Sin embargo, Trump está redoblando la apuesta de algunas de sus políticas más impopulares. Por ejemplo, sus últimas declaraciones sugieren que está comprometido a enviar más tropas de la Guardia Nacional a las ciudades controladas por el Partido Demócrata, a pesar de que el 58% de los estadounidenses se oponen a tales despliegues. Si bien la Ley Posse Comitatus de 1878 prohíbe el uso de tropas federales para la policía nacional, la Ley de Insurrección de 1807 establece una excepción para responder a levantamientos violentos contra el estado, y Trump ya está amenazando con invocarla.
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Es por ello que Trump y sus asesores están utilizando cada vez más términos como "terrorista" e "insurrección" para describir a cualquiera que se oponga a su agenda. Trump afirmó recientemente, y falsamente, que Portland, Oregón, ha sido tomada por "terroristas domésticos" de izquierda (agregando, absurdamente, que la ciudad "ya ni siquiera tiene tiendas"). De manera similar, Stephen Miller, el subdirector de personal de la Casa Blanca, que cada vez parece estar más al mando, ha calificado de "terroristas" e "insurrectos" a los jueces federales que han fallado en contra de la administración Trump. También ha dicho que los demócratas no son un partido político, sino una "organización extremista nacional".
Las etiquetas importan, porque el propio Trump ha descrito explícitamente cómo cree que se debe tratar a los extremistas. Si los "lunáticos de la izquierda radical" causan problemas el día de las elecciones, declaró en diálogo con Fox News el pasado octubre, el problema "debería ser fácilmente manejado, si es necesario, por la Guardia Nacional, o si es realmente necesario, por el ejército". Esa alusión al día de las elecciones no es un casual. Además, la vaguedad en torno a la identidad precisa del enemigo sirve al propósito de Trump. Basta, como declaró recientemente ante una audiencia de 800 altos líderes militares, con decir que Estados Unidos se enfrenta a una "invasión desde dentro...No es diferente a un enemigo extranjero".
Por supuesto, no hay un enemigo interno, así como tampoco hay ciudades sufriendo una delincuencia descontrolada ni amenazas de insurrección o terrorismo. Estas son las acciones de un líder autoritario que ya intentó robar una elección, y que no tendría reparos en robar la siguiente. A Trump no le importa en lo más mínimo la integridad de las elecciones. Lo único que le importa es el poder, y no dudará en emprender una ocupación militar de las ciudades estadounidenses para conservarlo.
Esta no es la primera vez que las milicias estatales se utilizan con fines políticos en Estados Unidos. Cuando muchos estados del sur se opusieron a la desegregación escolar en las décadas de 1950 y 1960, los gobernadores estatales movilizaron a la Guardia Nacional para impedir que los estudiantes negros se matricularan en escuelas públicas exclusivamente para blancos (en Little Rock, Arkansas, en 1957 y en la Universidad de Mississippi en 1962).
Posteriormente, la Guardia Nacional también fue utilizada para impedir protestas por los derechos civiles, como la más infame en la violenta interrupción de una manifestación pacífica en Selma, Alabama, en marzo de 1965. En estas y otras ocasiones, el apoyo visible de la Guardia a, o su inacción ante, las agresivas turbas supremacistas blancas y las milicias locales (como el Ku Klux Klan) funcionó como una herramienta eficaz de intimidación.
Los presidentes Dwight D. Eisenhower (republicano), John F. Kennedy (demócrata) y Lyndon B. Johnson (demócrata) finalmente federalizaron la Guardia Nacional para contrarrestar la resistencia estatal a la desegregación y la igualdad de derechos electorales. Pero en un giro irónico, Trump ahora está ocupando ciudades predominantemente demócratas como Chicago con tropas de la Guardia Nacional de estados sureños afines como Texas, lo que parece revivir e invertir las profundas divisiones seccionales que culminaron en la Guerra Civil y en la era posterior a la guerra de supremacía blanca en el sur bajo el régimen de Jim Crow.
A primera vista, el despliegue de tropas de la Guardia Nacional en estados pro-Trump parece tener como objetivo servir a la implementación cada vez más agresiva de políticas antiinmigrantes basadas en criterios raciales de la administración. Pero también sienta las bases para una toma de poder. La lealtad de estas fuerzas hacia Trump bien podría aumentar la probabilidad de que reciban, y luego cumplan, órdenes de escrutinio de votantes "no cualificados" (en particular, no blancos) el día de las elecciones. Trump solo necesita desplegar tropas fuertemente armadas de la Guardia Nacional en barrios supuestamente "hostiles" llenos de "extremistas" y "terroristas" para intimidar y disuadir a los votantes.
Los milicianos armados de Trump también serían más propensos a obedecer órdenes ilegales de confiscar urnas "sospechosas" o, quizás, de imponer la suspensión total de las elecciones, con el pretexto de que los disturbios civiles han hecho insostenible un proceso "justo". Trump ya ha recurrido exitosamente a este pretexto para justificar las continuas ocupaciones militares de ciudades estadounidenses, en violación de la Ley Posse Comitatus, y, por supuesto, también puede indultar a cualquiera que actúe ilegalmente en su nombre (como hizo con los insurrectos del 6 de enero).
Fomentar el seccionalismo bien podría dar lugar a una versión estadounidense de la masacre de la Plaza de Tiananmén de 1989, cuando las fuerzas armadas chinas movilizaron tropas de provincias lejanas para reprimir las protestas estudiantiles pacíficas en Pekín. Si este escenario parece improbable, es válido recordar el tiroteo de 1970 en la Universidad Estatal de Kent, donde tropas de la Guardia Nacional de Ohio abrieron fuego contra manifestantes estudiantiles, matando a cuatro de ellos.
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En este contexto, el creciente índice de desaprobación de Trump no es un gran consuelo. El hecho de que esté redoblando la apuesta por políticas impopulares sugiere que se están realizando preparativos deliberados para interrumpir unas elecciones intermedias libres y justas. ¿Para qué molestarse en intentar ganar votos cuando existen alternativas para conservar el poder? El creciente ejército de aliados multimillonarios de los medios de comunicación de Trump —Larry Ellison (Paramount Global Media y pronto TikTok), Elon Musk (X), Mark Zuckerberg (Meta), Jeff Bezos (The Washington Post) y Rupert Murdoch (Fox News)— parecen estar más que dispuestos a ayudarlo a crear el pretexto que necesita para una ofensiva militar.
Al final, el Departamento de Justicia de Trump encontrará y procesará a los chivos expiatorios de la suspensión de las elecciones. Los amigos serán recompensados, los enemigos serán castigados, y Trump habrá cumplido su promesa de campaña más infame. "En cuatro años", dijo a sus partidarios en julio de 2024, "no tendrán que volver a votar. Lo habremos solucionado de una vez por todas. No tendrán que votar".
Esto podría ser cierto para todos los estadounidenses. No tendremos que votar, porque no podremos hacerlo.
Richard K. Sherwin, profesor emérito de Derecho en la Facultad de Derecho de Nueva York, es coeditor (con Danielle Celermajer) de A Cultural History of Law in the Modern Age (Bloomsbury, 2021).
Copyright: Project Syndicate, 2025. www.project-syndicate.org
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